la manta, le decía alegremente al oído ¡Tú estás condenado! Todos deseaban salir de su penosa condición sin importar el precio. Y por otra parte debía tener una cierta fascinación, ese momento en que la aguda y lacerante tromba habría golpeado el oído de los tiranos. Entonces desde el torreón, desde el convento, desde el surco explotaría una terrible risotada en medio de los lloros.
Para desmitificar el suicidio colectivo los estudiosos de los años noventa se habían esforzado en convencer a las masas que aquel punto detrás de la cola del cometa era sólo una estrella y que a los componentes de la secta les había lavado el cerebro su líder, pero los periódicos seguían con los titulares encendidos y alusivos.
¿Sería verdad que el fin del mundo estaba tan cerca?
¿Sería verdad que los terrores de un nuevo medioevo invadirían en pocos años a toda la humanidad?
La mente de Guglielmo corría veloz, comparaba teorías, enfrentaba hechos, asociaba acontecimientos. En realidad, pensaba, en los umbrales del Dos mil sería mucho más fácil difundir el pánico y que se convirtiese en psicosis.
Por otra parte, en el novecientos noventa y nueve después de Cristo ¿no habría bastado una voz inspirada, una plaza o un púlpito de una oscura iglesia y una multitud alrededor para difundir la creencia universal de que el mundo estaba a punto de acabarse?
Cinco
San Silvestre, 1999
Las luces aquella noche parecían aclarar un cielo sin fondo por el tupido color plomo y el aire, cargado de una niebla insistente, parecía traslúcido.
Eran las últimas horas de un milenio agonizante, resquicios de luz en la oscuridad de un sueño ya irreversible. Guglielmo estaba en su habitación: ya se había puesto su traje de Conde Drácula, señor de la noche, con el frac y la capa negra, la camisa blanca como la piel del rostro, cubierto de maquillaje, sobre el que resaltaban dos vistosas ojeras. De los labios salían un par de dientes caninos agudos y brillantes.
El muchacho estaba de pie delante de un gran cuadro al óleo que, probablemente, estaba colgado en aquella pared, sobre la chimenea que descollaba en su habitación, desde hacía un siglo o más. Una figura masculina con las piernas delgadas, enfundadas por botas altas de jinete, una austera fusta de cuero, los alamares brillantes en las charreteras, posaba con una pizca de vanidad mirando fijamente sobre cualquiera que transitase cerca de él. Aquel era uno de los ilustres antepasados de la familia de su padre y, naturalmente, no podía ser otra cosa que un oficial de caballería. Como había sucedido miles de veces observando aquel cuadro, a Guglielmo le parecía que desde tiempos inmemoriales los componentes de su familia no supiesen hacer otra cosa que vestir un uniforme y comandar a legiones de soldados.
Se alejó unos pasos encontrándose, con sorpresa, su imagen en un espejo cercano.
Por esa noche sería el señor de las tinieblas, que vivía de los momentos de otros, que chupaba la vida del cuello de sus incautas víctimas. Aquella farsa le divertía: abriría su enorme capa negra y gritaría adiós al siglo que dentro de pocas horas se iría, para siempre.
Gemma lo estaba esperando en su casa.
Su padre estaba al final de las escaleras, en el gran vestíbulo de la casa, con la bata de raso brillante apretada alrededor del cuerpo seco, con un periódico entre las manos.
«Entonces, Guglielmo, ¿has decidido no venir al círculo de oficiales para conmemorar conmigo y tu madre el cambio al Dos mil? Lo sabes, verdad, que sería algo muy importante… por otra parte tu cumples también veinte años… y la familia es una institución sagrada a la que hay que respetar…»
Filiberto no miraba a los ojos a su hijo, evitaba su mirada, y por eso Guglielmo estaba nervioso hasta lo inverosímil. ¿Por qué su padre no intentaba comprenderle aunque fuese sólo una vez? ¿Por qué para él sólo existían el círculo de oficiales, los reclutas y aquellos malditos galones?
«Papá sabes que significa mucho para mí festejar con mis amigos esta ocasión, y además ¿qué haría en el círculo de oficiales de tu cuartel vestido de Conde Drácula?» dijo el muchacho extendiendo con una pirueta su capa negra para intentar desdramatizar un poco la situación.
«Realmente estarías ridículo, pero a vosotros los jóvenes os gustan estas payasadas, y luego cuando tenéis entre la manos un fusil os tiemblan las piernas… Sé yo lo que os haría falta…»
«Querido, tranquilo, no arruinemos esta bella velada de fiesta, deseémosle un buen cumpleaños por sus veinte años a nuestro Guglielmo que poco a poco se está convirtiendo en un hombre…»
Angelica había entrado en la conversación con su voz encantadora en el momento justo, antes de que uno de sus dos hombres se enredase en una pelea a gritos. Comenzaba a ser difícil, incluso para ella, mantener a raya a aquellas dos cabezas calientes. Tenía en la mano un pequeño paquete azul marino con un lazo azul claro, todas las miradas de aquella habitación estaban dirigidas hacia ella.
«Esto es para ti, hijo mío, he esperado veinte años para dártelo, veinte largos años…»
Guglielmo cogió de las manos de su madre aquel paquete que parecía esconder qué sabe qué y le sacó el papel que lo envolvía: un colgante blanco y transparente de alabastro de forma redondeada… una fina cuerda negra, retorcida hasta convertirse en un cordón, sujetaba el adorno y envolvía un librito con la cubierta de cuero gastada… realmente un extraño regalo.
«No me he vuelto loca, no Guglielmo, tu madre no ha enloquecido. Es una historia larga, muy larga. Ven, sentémonos en tu sofá preferido.»
Con la mano izquierda agarrando la de su madre, y el extraño colgante sujeto al librito en la derecha, Guglielmo la seguía dócil, como cuando de niño esperaba que le contase su fábula preferida.
Filiberto, sospechando el tema de la larga historia que su mujer contaría a su hijo, dijo en tono brusco:
«Angelica, ¿has pensado bien en lo que estás a punto de hacer? No creo que sea apropiado… ¿No recuerdas lo que nos dijo aquella mujer?… Yo en tu lugar no lo haría.»
Madre e hijo ya se habían colocado en el sofá.
Al escuchar esas palabras, Angelica alzó los ojos azules hacia su marido, mirándolo fijamente con una mirada firme, profunda y al mismo tiempo dulce.
¿Tenían el derecho de esconder a Guglielmo su verdadera identidad?
¿Podían continuar haciéndolo eternamente?
Quizás aquella revelación rompería la tranquilidad de su hijo pero estaba convencida de que debía saberlo todo.
«Filiberto, Guglielmo es mayor, y ahora ya no hay un motivo que nos induzca a continuar escondiéndole algo que con el tiempo sabría de todas maneras.»
Guglielmo, mientras tanto, como objeto de la contienda, se sentía frustrado por aquellas verdades escondidas y hasta ese momento desconocidas para él: ¿de qué estaban hablando, qué es lo que le habían ocultado durante todos estos años?
Con un gesto instintivo se sacó los dos caninos postizos, como diciendo: Muy bien, ahora nos dejamos de bromas y hablamos seriamente.
Miraba a la madre sentada a su lado y al padre en pie.
Estos minutos de expectación parecían piedras lanzadas a cámara lenta que nunca acababan de caer al suelo, y la espera a que sucediese parecía interminable.
«Debes saber querido hijo que la noche de San Silvestre de hace veinte años, yo y tu padre estábamos en casa, sin celebrar de ninguna forma la llegada del nuevo año, estaba recuperándome de uno de los innumerables abortos que mi físico ha debido soportar. Efectivamente, había tenido la sensación de que aquella pudiese ser una noche distinta a las otras, la luna destacaba en el cielo alta y muda. En un momento dado escuchamos llamar a la puerta: encontramos a una mujer embarazada con un paquete entre los brazos. Eras tú. La mujer dijo que tu madre natural te había abandonado, quizás porque estaba muerta o porque no podía cuidarte y darte una vida digna. Con el ceño fruncido nos recomendó que no contásemos a nadie la historia de aquella noche y hasta