DOS
―Has perdido oficialmente la cabeza, hermanita
–Cariño, te estás comportando de manera irracional.
–¿Está bien la tía Lacey?
Las palabras de Naomi, de su madre y de Frankie se repetían en su mente mientras salía del avión y pisaba el asfalto del aeropuerto Heathrow. Quizás sí que estaba perdiendo la cabeza al meterse en el primer vuelo que salía del aeropuerto JFK y pasarse siete horas dentro acompañada únicamente por el bolso, sus pensamientos y una bolsa de mensajero llena de ropa y productos de aseo que había comprado en el mismo aeropuerto. Pero darle la espalda a Saskia, a Nueva York y a David le había resultado de lo más excitante. Había hecho que se sintiera joven. Libre. Aventurera. De hecho, le había recordado a la Lacey Doyle que había sido AD (Antes de David).
Darle la noticia a su familia de que iba a marcharse a Inglaterra así sin más ―y dársela por teléfono con los tres puestos en el manos libres, ni más ni menos― había sido menos excitante gracias a que ninguno de los tres presentes poseía el más mínimo filtro mental a la hora de hablar y a que compartían la misma mala costumbre de decir en voz alta todo lo que les pasaba por la cabeza.
–¿Y si te despiden? ―había gimoteado su madre.
–Oh, está claro que la van a despedir ―había declarado Naomi.
―¿La tía Naomi está teniendo un ataque de nervios? ―había preguntado Frankie.
Lacey podía imaginárselos a los tres sentados frente a una mesa de conferencias, esforzándose al máximo por destruir su burbuja de felicidad. Pero, por supuesto, la realidad no había sido ésa. Como su familia más cercana y querida, hacerle afrontar la realidad formaba parte de su trabajo. Y es que, en aquella nueva y desconocida época conocida como AD ―Después de David―, ¿quién iba a hacerlo si no?
Cruzó el vestíbulo del aeropuerto, siguiendo al resto de pasajeros de miradas cansadas. La famosa llovizna inglesa flotaba en el aire; se acabó el clima primaveral. Lacey, con el cabello encrespado por la humedad, por fin pudo detenerse por un momento y pensar. Aunque ya no había vuelta atrás, no después de un vuelo de siete horas y varios centenares de dólares menos en su cuenta bancaria.
La terminal del aeropuerto era una edificio enorme con aire de invernadero, construido completamente en acero, cristal de tinte azulado y con un techo curvo de vanguardia. Lacey entró en su interior bien iluminado, con suelo de baldosas y decorado con murales cubistas financiados por la Sociedad de Edificios Británica, una sociedad con un nombre de lo más evocador, y se unió a la cola para mostrar su pasaporte. Llegó su turno y la atendió una guardia rubia, de ceño fruncido y cejas negras y gruesas. Lacey le tendió el pasaporte.
–¿Razón de su visita? ¿Negocios o placer?
El acento de la guardia era brusco, muy distinto al de los actores británicos de habla suave que encandilaban a Lacey en sus programas de entrevistas nocturnas favoritos.
–Estoy de vacaciones.
–No ha comprado billete de vuelta.
A su cerebro le hizo falta un momento para averiguar qué pretendía decir realmente la mujer e interpretar la gramática poco familiar de la frase.
–Todavía no está decidido cuánto van a durar.
La guardia arqueó las cejas gruesas y negras y su ceño se convirtió en gesto de sospecha.
–Si planea trabajar, necesitará una visa.
Lacey negó con la cabeza.
–No lo planeo. Lo último que quiero hacer mientras esté aquí es trabajar. Acabo de divorciarme; necesito algo de tiempo y espacio para aclararme las ideas, comer helado y ver películas cutres.
La expresión de la guardia se suavizó al instante en un gesto de empatía, dándole a Lacey una sensación muy clara de que ésta también pertenecía al Club de las Divorciadas Tristes.
Le devolvió el pasaporte.
–Disfrute de su estancia. Y la barbilla bien alta, ¿vale?
Lacey se tragó el pequeño nudo que se le había formado en la garganta, le dio las gracias a la guardia de seguridad, y pasó a la sección de llegadas, donde esperaban varios grupos diferenciados a que sus seres queridos apareciesen por la puerta. Algunos sostenían globos, otros flores, y en uno de esos grupos unos niños la mar de rubios sostenían un cartel en el que se leía: «¡Bienvenida a casa, mami! ¡Te hemos echado de menos!».
Por supuesto, no había nadie dándole la bienvenida a Lacey, así que se abrió paso por el abarrotado vestíbulo en dirección a la salida mientras pensaba en cómo David no volvería a esperarla nunca en un aeropuerto. Ojalá hubiese sabido que su vuelta de aquel viaje de negocios ―al que había ido para comprar jarrones antiguos en Milán― sería la última vez que David la sorprendería en el aeropuerto con una amplia sonrisa en la cara y un gran ramo de margaritas de distintos colores en los brazos. Se hubiese asegurado de disfrutarlo más.
Una vez fuera paró a un taxi, el típico coche negro inglés cuya visión le provocó un pinchazo de nostalgia. Ella, Naomi y sus padres habían viajado en un taxi negro como aquel hacía todos aquellos años, durante aquellas fatídicas y últimas vacaciones en familia.
–¿A dónde? ―preguntó el taxista barrigudo cuando Lacey se sentó en la parte de atrás.
–Wilfordshire.
Pasó un segundo y el taxista se giró completamente en el asiento para mirarla con un profundo ceño marcándole las cejas hirsutas.
–¿Sabe que eso es un viaje de dos horas?
Lacey parpadeó, sin estar muy segura de qué estaba intentando decirle.
–No pasa nada ―contestó, encogiéndose ligeramente de hombros.
El taxista pareció todavía más perplejo.
–Es yanqui, ¿verdad? Bueno, no sé cuánto está acostumbrada en gastarse en taxis ALLÍ, pero a este lado del charco un viaje de dos horas le costará un buen pellizco.
Su brusquedad cogió a Lacey por sorpresa, no simplemente porque no encajase con la imagen que tenía de los taxistas sarcásticos de Londres, sino por la vaga insinuación de que no iba a poder permitirse un viaje como aquél. Se preguntó si tendría algo que ver con el hecho de que fuese una mujer viajando sola; nadie había puesto nunca en duda a David cuando habían viajado largas distancias juntos en taxi.
–Puedo pagar ―le aseguró al conductor con tono frío.
Éste se giró para volver a mirar la carretera y empezó a hacer correr el taxímetro. La máquina pitó, parpadeó mostrando el símbolo de la libra en verde, y le provocó a Lacey otra oleada de nostalgia.
–Siempre y cuando pueda hacerlo ―contestó el taxista de manera tensa, apartándose de la acera.
«Pues vaya con la hospitalidad británica», pensó Lacey.
Llegaron a Wilfordshire dos horas más tarde, tal y como le había prometido el taxista, y Lacey se despidió de «do’ciento’ y cincuenta y ci’co pavo’». Pero lo alto del precio y la actitud para nada amigable del taxista perdieron importancia en cuando Lacey salió del coche y tomó una gran bocanada del fresco aire marino. Olía tal y como lo recordaba.
El modo en que los olores y los sabores podían evocar recuerdos tan intensos siempre le había parecido de lo más remarcable, y esta vez no fue una excepción. El aire salado consiguió que una oleada de felicidad libre de cualquier preocupación creciese en su interior, una felicidad que no había sentido desde la marcha de su padre. Fue una sensación tan fuerte que estuvo a punto de tumbarla de espaldas, y la ansiedad que la reacción de su familia ante aquel viaje improvisado había sembrado en su interior desapareció sin más. Lacey estaba justo donde necesitaba estar.
Se dirigió a la calle principal del pueblo. La llovizna que había rodeado el aeropuerto de Heathrow había desaparecido por completo, y el último atisbo de