Фиона Грейс

Asesinato en la mansión


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parecía una mujer que estuviese dando a luz mientras subía la colina junto a Ivan.

      –¿Es demasiado empinado? ―preguntó éste con tono preocupado―. Debería haber mencionado que estaba en la cima de la colina.

      –No pasa nada ―resolló Lacey―. Me… encanta… la vista del mar.

      Durante todo el viaje hasta allí, Ivan le había demostrado que era todo lo contrario a un retorcido hombre de negocios, recordándole a Lacey el descuento que le había prometido (a pesar de que no habían llegado a hablar del precio) y repitiendo varias veces que no se hiciera ilusiones. Lacey, con los muslos doloridos por el ascenso, empezó a preguntarse si quizás Ivan había tenido toda la razón del mundo al restarle valor a la casa.

      Ese pensamiento duró hasta que la casa apareció en la cresta de la colina. Recortado en negro contra el rosado evanescente del cielo se perfilaba un alto edificio de piedra. Lacey soltó un jadeo.

      –¿Es ésta? ―preguntó sin aliento.

      –Es ésta ―contestó Ivan.

      Una fuerza salida de la nada llevó a Lacey a acabar de subir la colina, y con cada paso que daba aquel edificio tan cautivador revelaba otra característica asombrosa: la encantadora fachada de piedra, el techo inclinado, el rosal que ascendía por las columnas de madera del porche, la puerta antigua, gruesa y con arco que parecía salida de un cuento de hadas. Y, enmarcándolo todo, estaba el extenso y destellante océano.

      A Lacey casi se le salieron los ojos de las órbitas y se quedó con la boca abierta, apresurándose por recorrer los últimos pasos que la separaban del edificio. Un cartel de madera junto a la puerta rezaba: Cottage Crag.

      Ivan se detuvo junto a ella, con una gran llavero entre las manos en el que estaba rebuscando. Lacey se sentía como una niña frente al camión de los helados, esperando impaciente a que la máquina de los helados de crema hiciese su magia mientras saltaba de puntitas, ansiosa.

      –No se entusiasme demasiado ―repitió Ivan por duodécima vez, encontrando por fin la llave correcta, una de un tamaño a juego con la casa y de un color bronce oxidado que bien parecía que tuviese que abrir el castillo de Rapunzel, y girándola en la cerradura para abrir la puerta de par en par.

      Lacey entró con ganas en la casa de campo y se vio sacudida por la poderosa sensación de encontrarse en casa.

      El pasillo era rústico como mínimo, con suelo de madera sin tratar y un recargado y desteñido papel en las paredes. Una alfombra roja y mullida recorría las escaleras que tenía a la derecha en su parte central, ajustada con unos rieles dorados como si el dueño original de la casa hubiese pensado que se trataba de una mansión señorial y no una casita pintoresca. A su izquierda había una puerta de madera abierta que casi la invitaba a cruzarla.

      –Como ya he dicho, roza más lo raído que lo decente ―dijo Ivan mientras Lacey recorría su interior de puntillas.

      De repente se encontró en una sala de estar. Tres de las paredes estaba forradas con un papel deslucidos a rayas blancas y mentas, mientras que la cuarta dejaba expuestos los bloques de piedra que debía de haber debajo. Una gran cristalera ofrecía vistas al océano, con el alféizar estaba compuesto por un asiento hecho a medida, y una de las esquinas estaba ocupada por completo por una estufa de madera con un largo tubo negro para evacuar el humo y un cubo plateado junto a ésta lleno de madera ya cortada. Otra de las paredes estaba formada casi por completo por una gran estantería de madera, y el sofá, el sillón y el reposapiés, todos a juegos, parecían ser piezas originales de la década de los cuarenta. Todo necesitaba que se le quitase bien el polvo, pero para Lacey aquello sólo lo hacía todavía más perfecto.

      Se giró para mirar a Ivan; éste parecía aprensivo mientras esperaba oír su opinión.

      –¡Me encanta! ―exclamó Lacey.

      La expresión de Ivan se transformó en una de sorpresa con una pequeña pizca de orgullo, algo que Lacey logró distinguir sin problemas.

      –¡Oh! ―exclamó él a su vez―. ¡Qué alivio!

      Lacey no pudo evitarlo; recorrió casi corriendo el salón, llena de entusiasmo, interiorizando hasta el más mínimo detalle. En la estantería de madera, que había sido tallada para adornada, había un par de novelas de misterio con las páginas arrugadas por el tiempo, y en la estantería inferior había una hucha de porcelana con forma de oveja y un reloj que ya no funcionaba. En la última de todas se encontraba una delicada colección de té de porcelana china, el sueño hecho realidad de cualquier anticuario.

      –¿Puedo ver el resto? ―preguntó, sintiendo cómo el corazón le crecía en el pecho.

      –Adelante ―contestó Ivan―. Yo bajaré a la bodega y conectaré la calefacción y el agua.

      Salieron al pequeño y oscuro pasillo e Ivan desapareció tras una puerta que había bajo las escaleras, mientras que Lacey continuó su viaje en dirección a la cocina con el corazón latiéndole a toda prisa de pura anticipación.

      Soltó un fuerte jadeo al entrar en dicha habitación.

      La cocina parecía casi un museo viviente de la época victoriana. Había una cocina de hierro negro de marca Arga, ollas y sartenes de latón colgaban de diversos ganchos atornillados al techo y, justo en el centro, había una gran isla para preparar la comida. Distinguió un jardín amplio al otro lado de las ventanas; al parecer las elegantes puertas acristaladas daban a un patio donde se habían colocado una mesa y una silla desvencijadas. Lacey pudo imaginarse sentándose en la segunda con toda facilidad, comiendo cruasanes recién horneadas de la pastelería y bebiendo café peruano orgánico comprado en la cafetería independiente.

      De repente, un fuerte golpe la sacó de su ensoñación. Parecía provenir de algún lugar bajo sus pies, y hasta notó cómo vibraban los tablones del suelo.

      –¿Ivan? ―lo llamó, volviendo al pasillo―. ¿Va todo bien?

      La voz del propietario surgió a través de la puerta abierta de la bodega.

      –Son las tuberías. Creo que llevan años sin usarse, así que les llevará un tiempo dejar de hacer ruido.

      Otro fuerte golpe consiguió que Lacey diese un salto, pero esta vez no pudo evitar echarse a reír al saber la causa tan inocente que los provocaba.

      Ivan volvió a aparecer por las escaleras de la bodega.

      –Todo arreglado. Espero que a esas tuberías no les lleve mucho tiempo calmarse un poco ―comentó con su habitual aire preocupado.

      Lacey sacudió la cabeza.

      –Eso no hace más que añadirle encanto.

      –Bueno, puede quedarse aquí todo el tiempo que necesite ―añadió Ivan―. Me mantendré alerta y le avisaré si alguno de los hoteles tiene alguna habitación disponible.

      –No se preocupe ―le dijo Lacey―. Esto es exactamente lo que estaba buscando, aunque no lo sabía.

      Ivan le dedicó una de sus tímidas sonrisas.

      –¿Entonces uno de diez por noche le parece bien?

      Lacey arqueó las cenas.

      –¿Uno de diez? ¿Eso no son como doce dólares o algo así?

      –¿Es demasiado caro? ―intervino Ivan con las mejillas al rojo vivo―. ¿Le parecerían bien cinco?

      –¡Es demasiado barato! ―exclamó Lacey, consciente de que estaba negociando para que le subiera el precio en lugar de bajarlo, pero aquella cantidad tan ridículamente diminuta que sugería Ivan era casi un atraco, y Lacey no pensaba aprovecharse de que hombre dulce y balbuceante que la había salvado en su momento de doncella en apuros―. Es una casa de campo de época con dos dormitorios. Adecuada para toda una familia. En cuanto se le haya quitado el polvo y pulido, podría sacar fácilmente cientos de dólares la noche por este sitio.

      Ivan no parecía saber dónde mirar. Estaba claro que el tema del dinero lo ponía incómodo; una prueba más, pensó Lacey,