Guido Pagliarino

El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín


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religiosa turinesa, es golpeado hasta la muerte por personas desconocidas. Desde la nada, trabajando sin pausa, se había convertido en propietario de una tienda de ventas al por mayor y al detalle en la zona de Porta Palazzo. Las monjas que lo educaron lo recuerdan como una persona con una bondad casi angélica, igual que otros, como su jovencísima empleada Mariangela, que, incluso, parece estar enamorada a pesar de su aspecto monstruoso. Todo lo contrario afirma Giulia, su antigua dependiente, atractiva y desinhibida, ahora prostituta y otro de sus empleados de almacén, Alfonso, igual que otros, como algunos pequeños comerciantes clientes de Benvenuto: según todos ellos, había sido un individuo furioso y vengativo. El comisario, después de buscar y someter a interrogatorio a más de un sospechoso (solo estamos, curiosamente, a poco más de dos tercios del cuento), descubre al homicida. El resto de la narración se dedica al por qué y al cómo, que el policía explica a su ayudante y, con él, al lector. Por el contrario, en el segundo cuento «D'Aiazzo y los satanistas», las investigaciones, relativas a matanzas y violencia carnal prosiguen hasta casi el final: Una furgoneta de la Policía encuentra en la calle, caído en el suelo sobre su propia sangre, el cadáver de un maduro pequeño industrial, el comendador Paolo Verdi, cuyo joven hijo Carlo, doctor en psicología, está en prisión a la espera de juicio, acusado de la violación de Giuseppina Corsati, dactilógrafa de su padre y poco más que una adolescente, pero él declara al comisario D'Aiazzo que no es culpable. En la cárcel es objeto de brutalidades por parte de otros detenidos, tal vez debido al distorsionado sentido de «justicia» por el que los violadores se ven vejados por compañeros de detención o tal vez por orden externa de alguien para intimidar a Carlo y hacer que se deje condenar sin defenderse. Es verdad que se produjo la pérdida de virginidad de Giuseppina, se ven sus señales, pero ¿no podría ser que quizá la familia de ella hubiera simulado la violación para conseguir una indemnización? Es verdad que los Corsati no son ejemplares, sino que los varones son los abusones del barrio y en concreto el padre, que fue suboficial de las Brigadas Negras al lado de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, es un bruto absoluto: ¿puede haber sido él mismo el que violó a Giuseppina, con el consentimiento de esta? ¿O tal vez alguno de sus hermanos? Carlo pide al comisario que le crea. Intervienen en la historia el poco inteligente Carlone, que tuvo en el pasado relaciones ocultas con el papá Verdi, y un filósofo con habilitación docente en la Universidad de Turín y exoficial en la República de Salò, junto a cuyo hermano, que muy al contrario fue miembro de Comité de Liberación Nacional, trabaja como sirvienta Luciana Corsati, madre de Giuseppina. Detrás de los hechos aparecen también parlamentarios corruptos y, en cierto momento, emana una exhalación sulfúrea que extinguirá el comisario consiguiendo hacer justicia, o casi.

      Guido Pagliarino

       EL MONSTRUO DE TRES BRAZOS

       Cuento largo

      Tienda de antigüedades en el antiguo centro de la ciudad de Turín

      Vittorio D`Aiazzo había llegado radiante a la comisaría.

      Era el 20 de mayo de 1959, nuestro último día en la Escuadra Móvil de Génova: hacía tiempo que no veía al comisario tan contento. Desde que su mujer su fugó con otro, en la cara de mi amigo no había visto más que tristeza, pero por fin abandonaba la ciudad y el piso que le recordaban todos los días a «la traidora», de la que seguía estando enamorado como un pipiolo: no cabía ninguna duda de que su solicitud de traslado a Turín había tenido el fin de olvidarla.

      También yo estaba a punto de irme, con él. Me había preguntado tiempo atrás si quería irme con él y presenté de inmediato la solicitud: la ciudad de destino era la mía. Para mí, Ranieri Velli, aunque me llaman Ran, suboficial y, en mi poco tiempo libre, poeta, era una oferta que tenía que aceptar de inmediato, dada nuestra gran amistad y porque todavía vivían mis padres, ya no con buena salud, por lo que podía ayudarlos. Hijo único, mi padre y mi madre eran mis únicos familiares: todos los demás parientes habían muerto durante la guerra, algunos en el frente, algunos bajo las bombas, algunos durante la lucha de Liberación. Había defraudado a los míos: con muchos sacrificios, habían esperado que fuera ingeniero y trabajara en esa misma FIAT en la que habían sido obreros, pero yo odiaba las matemáticas. Después de los estudios incompletos en el liceo científico, entré en la Policía, que entonces se llamaba oficialmente Cuerpo de la Guardia de Seguridad Pública. Por eso a veces nos llamaban los guardias, no los agentes: «¡Tenga cuidado, que llamo a los guardias!». Casi inmediatamente pasé a estar a las órdenes de Vittorio. Creo que se hizo mi amigo porque le salvé el pellejo durante un servicio de escolta, aunque tal vez todavía más por el gran cariño que también tenía por la poesía: una amistad a la que respondí de inmediato, al ver en él un hombre de gran corazón. Y sin duda por amistad quería que fuera con él a Turín. Asimismo, pensé que había solicitado precisamente ese destino porque sabía que era mi ciudad y conocía la soledad de mis padres, pues sabía que no le importaba especialmente el lugar de destino, con tal que fuera una capital y no se tratara de Nápoles, su ciudad, aunque la amaba muchísimo: supe por otros en la comisaría que, en 1943, Vittorio fue uno de los combatientes en esos Cuatro Días de Nápoles en los que la ciudad se levantó contra la ocupación alemana, liberándose por sí sola antes de la llegada de los Aliados. Pero siempre había evitado volver a causa de antiguas peleas con un familiar, originadas, decía, «por abyectos motivos de herencia», aunque alguna vez dejó entrever que sabía que estaba implicado en negocios turbios. Suponía que no quería prestar servicio en Nápoles para no tener problemas y quizá tener que arrestar alguna vez a ese pariente. Vittorio tenía entonces cuarenta años. Era un hombre pequeño y musculoso, con una gran cabeza de cabellos negros y rizados. Éramos muy distintos: yo, rubio debido a quién sabe cuál antepasado céltico, media casi un metro noventa: juntos formábamos la clásica i con el punto. También nuestras ideas eran muy distintas: él era católico practicante y yo, como mi padre, republicano histórico ateo.

      Aquellos eran tiempos en los que no se conocían las fotocopiadoras y normalmente se ignoraban los ordenadores, que todavía eran moles enormes de máquinas de poca memoria a disposición de empresas aseguradoras, ejércitos y algunas grandes empresas; tiempos en los que no se sabía nada del ADN y nuestra policía científica continuaba recurriendo a la química tradicional y las huellas dactilares. Los investigadores trabajaban a paso lento, pedían información a los todavía numerosos porteros y a los vecinos de las casas, confiando en tener un poco de suerte. Junto a una criminalidad que ya era feroz, sobrevivían muchos pequeños delincuentes, normalmente desarmados. La mayor parte de los homicidios era de tipo pasional. El tiempo de mi juventud: apenas tenía veintiséis años en ese 1959.

      Yo ocupaba una mesa en la entrada de la oficina de Vittorio: esa mañana, en cuanto me vio, me mostró una amplia sonrisa y me soltó en dialecto napolitano:

      —T'aggio a dicere 'na bellissima cosa: nun se parte cchiù!1

      ¿Estaba contento de quedarse? ¿Era posible que lo conociera tan mal?

      Estalló riéndoseme a la cara:

      —T'aggio pulcinellato!2 ¡Nos vamos, nos vamos! —Y me dio una afectuosa palmada en la espalda, como para dejarme un cardenal.

      Este era el espíritu humorístico de mi querido amigo, un hombre de buena pasta: una pasta dulce.

      En cuanto llegamos a Turín, dejé mi equipaje con mi familia, en el piso que tenían alquilado en Via Giulio, en el centro histórico, en una casa que no quedaba lejos de la comisaría, vieja y con unas escaleras feísimas, pero el apartamento era confortable porque mamá lo cuidaba mucho: en el interior, uno no se podía imaginar que estaba en un edificio ya casi en ruina. Los únicos lujos en aquellos tiempos eran una nevera en lugar de