Guido Pagliarino

El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín


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junto al cual había un economato en el que mi madre, al ser pariente de un policía, hacía la compra a un precio menor que en las tiendas. En la misma tarde de mi llegada pedí alojamiento y me respondieron que, por el momento, no había sitio libre si no era en dormitorios compartidos, aunque estaba previsto el traslado de un brigada y me registraron el primero en la lista de espera. Entretanto, mis padres decían que estaban muy contentos de alojarme, aunque fuera para toda la vida.

      Mi amigo D'Aiazzo, que ya había estado antes en Turín para preparar el traslado, alquiló un pequeño apartamento en Via Cernaia, a dos pasos de la comisaría de Corso Vinzaglio.

      El 21 se consideraba enteramente día de viaje, así que entramos en servicio a la mañana siguiente de nuestra llegada.

      Había pasado una semana y era casi mediodía:

      —Ran, tú que eres de aquí, conoces la zona de Porta Palazzo, ¿no? —me preguntó D'Aiazzo después de responder al interfono de nuestra oficina.

      —Sí, comisario —En ese tiempo, y todavía durante unos meses, a pesar de la amistad, le trataba de usted, aunque en privado le llamaba Vittorio.

      —Muy bien. Las brigadas móviles están todas ocupadas. Así que toma dos hombres uniformados y con nuestro auto ve a la Via —recalcó— Cot-to-len-go. Sabes cuál es la Via Cottolengo. A la tienda Mostro le Antichità.3 Ha telefoneado una mujer que dice que ¡li-te-ral-men-te! dos hombres se están matando a golpes. Comerás después.

      Pusimos en marcha la sirena de nuestro Alfa Romeo 1900 sin identificación y la mantuvimos hasta llegar, esperando que su sonido al acercarnos atemorizara a los violentos y les hiciera desistir antes de un posible epílogo trágico.

      El negocio, una amplia y oscura tienda al por menor y al por mayor de muebles y accesorios de decoración usados, estaba cerca de la plazuela del Balon,4 el mercadillo popular de Turín.

      —¡Policía! —Yo prestaba servicio de paisano, pero, al ir con dos colegas de uniforme, no mostré la placa. Un hombre ensangrentado, con el rostro tumefacto, yacía en el suelo boca arriba, inconsciente y tal vez moribundo. Algo se agitaba extrañamente bajo su camisa. Miré con estupor ese movimiento sobre su pecho y pensé que se la había salido el corazón y continuaba latiendo expuesto bajo la indumentaria, aunque eso, como me di cuenta enseguida, era una idea absurda. Formando un semicírculo en torno al moribundo estaban paradas, como indiferentes, cuatro personas.

      —¿Qué hacéis? ¿De estatuas? ¿Quién es este? Y vosotros, ¿quiénes sois?

      —El jefe, y nosotros somos sus empleados —respondió una joven por todos.

      —¿Habéis llamado ya a una ambulancia?

      —N… no —balbuceó.

      —¿Usted es…?

      —Mariangela.

      —Podría denunciaros por omisión de socorro, ¿lo sabéis? —Pedí a uno de los míos que llamara a una ambulancia por teléfono y luego identifiqué a los cuatro. Se trataba de un hombre grande y grueso de unos treinta años, un tal Alfonso, turinés, de cara larga, muy pálido y dientes de caballo, que llevaba una alianza nupcial, y de tres señoritas de unos diecisiete a diecinueve años, todas del sur, de la primera inmigración, y todas muy bonitas, Mariangela, Jolanda y Annunziata, rubias, pero, como se veía en las raíces de sus cabellos, sin duda teñidas.

      Llegó la ambulancia, que condujo al herido al cercano Hospital Instituto de la Caridad Cristiana. Mandé a uno de mis hombres con la víctima, para caso de que recuperara la consciencia y dijera algo acerca de la agresión, algo que resultaría inútil.

      Ordené a los empleados que me contaran los hechos. Me respondieron hablando todos a la vez, por lo que los interrogué individualmente. Era Mariangela la que había telefoneado: como me atestiguó en primer lugar, un hombretón al que nunca habían visto antes había irrumpido de repente desde la calle, gritando con el rostro encarnado: «¿Dónde está ese monstruo de circo? ¡Sal, cerdo!» Dando grandes zancadas, había entrado en la oficina de dueño, Tarcisio Benvenuto, que en aquel momento estaba sentado en su mesa haciendo las cuentas. Allí había empezado a darle puñetazos sin más palabras. El propietario, consiguiendo protegerse con sus brazos, había podido levantarse de la silla y escapar casi hasta salir de la tienda bajo una tormenta de patadas en el trasero, pero antes de que pudiera huir por la calle, el otro le había aferrado con la mano derecha por la solapa y lo había aplastado contra los muebles de la casa, lanzándole con el puño izquierdo una avalancha de golpes en la cara y la cabeza hasta que la víctima se desplomó en el suelo. Luego el hombretón se fue de inmediato, exclamando con acento piamontés: «¡Así aprenderás, pedazo de mierda!»

      Los demás empleados confirmaron la versión de los hechos.

      —¿Sabéis si Benvenuto tenía enemigos?

      —Supongo que tendría un montón —respondió por todos Alfonso. Jolanda y Annunziata asintieron con la cabeza. Por el contrario, Mariangela me miró directamente a los ojos, abriendo ligeramente la boca, como para decir algo, pero se quedó callada.

      La pregunté:

      —¿Tenéis alguna idea de por qué el insulto de monstruo de circo?

      —Porque… lo es, pobrecillo.

      —¿Pobrecillo? —dijeron a coro los otros tres, mirando a Mariangela con desaprobación. Luego, solo Annunziata dijo:

      —Tiene el aspecto que se corresponde con su carácter.

      —¿Qué quiere decir? —pregunté, curioso.

      —Quiero decir que tenía un brazo de más, sobre el pecho, que al entreverlo bajo la ropa parece salir de la espalda derecha, aunque no lo muestra nunca: como mucho, alguna vez despuntaban solo los dedos, asomando entre los botones de la camisa, me refiero a ciertos momentos en los que estaba más enfadado y no conseguía refrenarse.

      —Además —intervino Jolanda—, en la parte de la derecha tiene una fila doble de dientes y una monja que vino aquí una vez nos dijo que también tiene un pedazo de cerebro de más. Es verdad que, a veces, le hemos sorprendido haciéndose preguntas y respondiéndose solo en voz baja. Además… también hay otra cosa… que no me atrevo a decir.

      —¿Otra cosa?

      —Sí —precisó Alfonso—, parece que entre las piernas… ¡tiene dos! —Y empezó a reírse.

      —¿Quién os lo ha dicho? ¿También la monja? —pregunté entre contenido y divertido.

      —No —respondió Annunziata— se lo dijo Giulia.

      —¿Quién es?

      —Una colega que fue despedida hace unos días: parece que el jefe le hizo propuestas… vaya, parece… que la quería en los dos sentidos, vaya.

      —En realidad —se entrometió Alfonso—, no dijo que la quisiera en los dos sentidos, pero el hecho de que supiera de las dos cosas entre las piernas hace pensar que Tarsicio al menos se las hizo ver —Y se rio más fuerte que antes.

      Pedí que me describieran al agresor. Todos estuvieron de acuerdo: se trataba de un hombre muy de unos cincuenta años, ojos castaños pitarrosos, sin cejas y completamente calvo, grandes orejas de soplillo, grande y grueso, cuello corto y potente, brazos de descargador y ancho de hombros, espalda curvada. Tenía una cicatriz violácea horizontal sobre la frente que la atravesaba casi completamente y la nariz achatada de un boxeador. La boca era pequeña, casi sin labios.

      —… Y llevaba unos zapatos que serían de talla cincuenta —completó Mariangela.

      —Tampoco este, como monstruo, está mal —bromeé con una breve sonrisa. Luego pedí que me dieran el apellido y la dirección de la empleada despedida y copié de los libros de contabilidad los datos de proveedores y clientes: datos incompletos, porque, como