Фиона Грейс

La muerte y un perro


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tiempo en modo luna de miel que acabaría por desaparecer?

      –¿En qué piensas? —preguntó Tom, y la voz de él se metió en su ansiosa reflexión.

      Lacey por poco escupe el té.

      –En nada.

      Tom levantó una ceja.

      –¿En nada? ¿Tan grande ha sido el impacto de la achicoria en tu mente que la ha vaciado de todos tus pensamientos?

      –¡Ah, te refieres a la achicoria! —exclamó, sonrojándose.

      Tom parecía aún más divertido.

      –Sí. ¿Sobre qué otra cosa te iba a preguntar?

      Lacey dejó la taza de Diana en el platillo con torpeza, haciendo un fuerte traqueteo.

      –Está bien. Sabe un poco a regaliz. Un ocho de diez.

      Tom silbó.

      –Guau. Qué piropo. Pero no basta para destronar al Assam.

      Su pánico momentáneo de que Tom tuviera habilidades para leer la mente se apagaron y Lacey dirigió su atención al desayuno, degustando los sabores de la mermelada de albaricoque casera combinada con almendras tostadas y la deliciosa masa mantecosa. Pero ni la sabrosa comida podía evitar que su mente se desviara a la conversación con David. Era la primera vez que oía su voz desde que salió de su antiguo apartamento en Upper East Side hecho una furia con la declaración de despedida «¡Tendrás noticias de mi abogado!» y, al escuchar su voz de nuevo, algo le recordó que hacía menos de un mes era una mujer casada relativamente feliz, con un trabajo estable y unos ingresos y una familia cerca en la ciudad en la que había vivido toda su vida. Sin ni siquiera saber que lo estaba haciendo, había bloqueado su vida pasada en Nueva York con un sólido muro en su mente. Era una estrategia de afrontamiento que había desarrollado de niña para superar la repentina desaparición de su padre. Evidentemente, oír la voz de David había hecho temblar los cimientos de ese muro.

      –Deberíamos irnos de vacaciones —dijo Tom de repente.

      Una vez más, Lacey casi escupió su comida, pero Tom no se hubiese dado cuenta, pues continuaba hablando.

      –Cuando vuelva de mi curso de focaccia, deberíamos hacer vacaciones en casa. Los dos hemos estado trabajando mucho, nos lo merecemos. Podemos ir a mi ciudad natal en Devon y te enseñaré todos los lugares que me encantaban de niño.

      Si Tom le hubiera sugerido esto justo antes de la llamada con David, seguramente Lacey hubiera aceptado la oferta sin dudarlo. Pero, de repente, la idea de hacer planes a largo plazo con su nuevo novio —aunque solo fuera para dentro de una semana— parecía precipitada. Evidentemente, Tom no tenía ninguna razón para no estar seguro con su vida. Pero Lacey se había divorciado no hacía mucho. Ella había entrado en un mundo, el de él, de relativa estabilidad en un momento en el que literalmente todos y cada uno de los trocitos del de ella se habían desmoronado –desde su trabajo, a su hogar, su país ¡e incluso su estatus en cuanto a relación! Había pasado de hacer de canguro de su sobrino, Frankie, mientras su hermana, Naomi, se metía en otra cita desastrosa, a espantar ovejas de su césped delantero; de que Saskia, su jefa en una compañía de diseño de interiores de Nueva York le ladrara a hacer excursiones en busca de antigüedades en el Mayfair de Londres con su peculiar vecina ataviada con su chaqueta de punto y acompañadas por dos perros pastores. Eran muchos cambios de golpe, y ella no estaba del todo segura de dónde tenía la cabeza.

      –Tendré que comprobar lo ocupada que estoy con la tienda —respondió evasiva—. La subasta lleva más trabajo del que esperaba.

      –Claro —dijo Tom, que no parecía para nada haber leído entre líneas. Pillar las sutilezas y el subtexto no era uno de los puntos fuertes de Tom, y esa era otra de las cosas que le gustaban de él. Se tomaba todo lo que ella decía al pie de la letra. A diferencia de su madre y su hermana, que la observaban con lupa y analizaban cada palabra que decía, con Tom no había comentarios ni críticas. Era lo que aparentaba.

      Justo entonces, repicó la campanita que había encima de la puerta de la pastelería, y Tom echó un vistazo por encima del hombro de Lacey. Ella observó cómo la expresión de él se convertía en una mueca antes de volverla a mirar a los ojos.

      –Fantástico —murmuró entre dientes—. Ya pensaba en cuándo me tocaría que vinieran a visitarme Tararí y Tarará. Me tendrás que disculpar.

      Se levantó y rodeó el mostrador para salir de detrás de él.

      Curiosa por ver quién podía provocar una reacción tan visceral en Tom —un hombre que era notoriamente fácil de tratar y agradable—, Lacey giró en su taburete.

      Los clientes que habían entrado en la pastelería eran un hombre y una mujer, y parecía que habían salido del plató de Dallas. El hombre llevaba un traje de color azul cielo con un sombrero de vaquero. La mujer —mucho más joven, observó Lacey irónicamente, pues esta parecía ser la preferencia de la mayoría de hombres de mediana edad— llevaba un dos piezas de color rosa fucsia, tan chillón que bastaba para provocarle dolor de cabeza a Lacey, y que no combinaba en absoluto con su pelo amarillo a lo Dolly Parton.

      –Nos gustaría probar algunas muestras —ladró el hombre. Era americano y su brusquedad parecía muy fuera de lugar en la pequeña y pintoresca pastelería de Tom.

      «Por Dios, espero no sonarle así a Tom», pensó Lacey un poco tímida.

      –Por supuesto —respondió Tom educadamente, su acento británico parecía haberse identificado en respuesta—. ¿Qué les gustaría probar? Tenemos pastas y…

      –Puaj, Buck, no —le dijo la mujer a su marido, tirándole del brazo del que lo tenía agarrado—. Ya sabes que me hincho con el trigo. Pídele otra cosa diferente.

      Lacey no pudo evitar levantar una ceja ante aquella extraña pareja. ¿La mujer era incapaz de hacer sus propias preguntas?

      –¿Tienes chocolate? —el hombre, al que ella se había referido como Buck, preguntó. o, más bien exigió, puesto que su tono era muy grosero.

      –Así es —dijo Tom, manteniendo la calma como podía ante Bocachancla y la lapa de su mujer.

      Les mostró su vitrina de bombones e hizo un gesto con la mano. Buck cogió uno con su puño seboso y se lo metió directo en la boca.

      Casi de inmediato, lo escupió. El montoncito pegajoso y medio masticado salpicó en el suelo.

      Chester, que había estado muy tranquilo a los pies de Lacey, saltó de repente y se lanzó a por él.

      –Chester. No —le advirtió Lacey, con la voz firme y autoritaria que él sabía perfectamente bien que debía obedecer—. Veneno.

      El perro pastor inglés la miró a ella y, a continuación, miró con pena el bombón antes de volver a su posición a los pies de ella con la expresión de un niño al que han reñido.

      –¡Ugh, Buck, hay un perro aquí! —gimió la mujer rubia—. Esto es muy poco higiénico.

      –La higiene es el menor de sus problemas —se mofó Buck, mirando a Tom, el cual ahora tenía una expresión ligeramente mortificada—. ¡Tu chocolate sabe a basura!

      –El chocolate americano y el chocolate inglés son diferentes —dijo Lacey, que sentía la necesidad de intervenir en defensa de Tom.

      –¡No me digas! —respondió Buck—. ¡Esto sabe a mierda! ¿Y la reina come esta porquería? Necesita cosas buenas importadas de América, si queréis saber mi opinión.

      De alguna manera, Tom consiguió mantener la calma, aunque Lacey ya echaba suficiente humo por los dos.

      Aquel hombre tan bruto y la tonta desgraciada que tenía por esposa se dieron la vuelta rápido y salieron de la tienda, y Tom fue a buscar un trapo para limpiar la suciedad del chocolate escupido que habían dejado allí.

      –Qué maleducados han sido —dijo Lacey incrédula, mientras Tom limpiaba.

      –Se alojan en el B’n’B de Carol —explicó él, alzando la vista hacia ella desde