se saldrían con la suya y las dos acabarían anudando la amistad. ¡A Lacey siempre le podrían valer más aliados!
Gina y ella fueron a escoger una mesa. Entre los muebles retro del patio, tenían la opción de sentarse en una mesa hecha con una puerta por un lado, tronos hechos con tocones de árbol, o uno de los recovecos, que estaban hechos de barcas de remo serrados llenos de cojines. Se decidieron por la opción segura —una mesa de pícnic de madera.
–Parece todo un amor —dijo Lacey, mientras se disponía a sentarse.
Gina encogió los hombros y se dejó caer en el banco de delante.
–Bah. No parece nada del otro mundo.
Había vuelto a la mueca de celos.
–Sabes que tú eres mi favorita —le dijo Lacey a Gina.
–Por ahora. Solo es cuestión de tiempo, ¿con quién acabarás queriendo pasar más tiempo? ¿Con alguien de tu edad que tiene un negocio moderno, o con alguien que por edad podría ser tu madre y que huele a ovejas?
Lacey no pudo evitar reírse, aunque fue sin malicia. Estiró el brazo por encima de la mesa y le apretó la mano a Gina.
–Iba en serio lo que dije de que me mantienes cuerda. Sinceramente, con todo lo que pasó con Iris, y los intentos de la policía y de Taryn por expulsarme de Wilfordshire, si no hubiera sido por ti hubiera perdido la cabeza de verdad. Eres una buena amiga, Gina, y eso lo valoro mucho. No voy a abandonarte solo porque una exluchadora que empuña cactus ha llegado a la ciudad. ¿Vale?
–¿Una exluchadora que empuña cactus? —dijo Brooke, que apareció a su lado llevando una bandeja de cafés y sándwiches?—. ¿No estaríais hablando de mí, verdad?
A Lacey se le enrojecieron las mejillas al instante. No era propio de ella cotillear sobre la gente a sus espaldas. Solo estaba intentando animar a Gina.
–¡Ja! ¡Gina, qué cara! —exclamó Brooke, dándole un golpe en la espalda—. No pasa nada. No me importa. Estoy orgullosa de mi pasado.
–Quieres decir…
–Sí —dijo Brooke, con una sonrisita—. Es verdad. Aunque la historia no es tanto como la gente ha inventado. Fue luchadora en el instituto, después en la universidad, antes de hacer una temporada de un año de manera profesional. Supongo que la gente de una pequeña ciudad inglesa piensa que es más exótico de lo que es.
Ahora Lacey se sentía muy estúpida. Evidentemente, a medida que esto pasara de una persona a la otra a lo largo del sistema de cotilleo de la pequeña ciudad todo se exageraría. El hecho de que Brooke fuera una luchadora en el pasado era una decepción tan grande como que Lacey había trabajado como ayudante de diseñadora de interiores en Nueva York; normal para ella, exótico para todos los demás.
–Ahora bien, respecto a lo de empuñar cactus… —dijo Brooke. Después le guiñó el ojo a Lacey.
Dejó la comida de la bandeja sobre la mesa, fue a buscar cuencos de agua y alimento balanceado para perros y, a continuación, dejó a Lacey y a Gina para que comieran tranquilas.
A pesar de las descripciones excesivamente complicadas del menú, la comida era realmente espectacular. El aguacate estaba en su perfecto punto de madurez, lo suficientemente blando para no tener que morderlo, pero no tan blando como para que fuera pasteloso. El pan era tierno, con semillas y estaba muy bien tostado. De hecho, incluso podía hacer la competencia al de Tom ¡y ese realmente era el mayor piropo que Lacey podía darle a algo! Pero el café era el verdadero triunfo. En estos días Lacey había estado bebiendo té, pues se lo ofrecían constantemente y porque parecía que no había ningún lugar en la ciudad que estuviera a la altura de sus expectativas. ¡Pero parecía que a Brooke le habían mandado el café directamente de Colombia a aquí! Desde luego que Lacey iba a cambiar e iba a venir a buscar su café mañanero aquí, en los días en los que empezara a trabajar a una hora prudente y no a una hora en la que la mayoría de la gente en su sano juicio estaba todavía dormitando en la cama.
Lacey estaba a media comida cuando la puerta automática que había detrás de ella se abrió con un sonido silbante y entraron tranquilamente nada más y nada menos que Buck y la tonta de su mujer. Lacey se quejó.
–Oye, chica —dijo Buck, chasqueando los dedos hacia Brooke y dejándose caer en un asiento—. Necesitamos café. Y yo tomaré un bistec con patatas fritas. —Señaló hacia el tablero como con exigencias y, a continuación, miró a su esposa—. ¿Daisy? ¿Tú qué quieres?
La mujer estaba dudando en la puerta con sus zapatos de tacón de aguja que tenían las puntas de los dedos de los pies al descubierto, y parecía de alguna manera aterrorizada por todos los cactus.
–Tomaré lo que sea más bajo en carbohidratos —murmuró.
–Una ensalada para la parienta/señora —le ladró Buck a Brooke—. No te pases con el aliño.
Brooke lanzó una mirada rápida a Lacey y a Gina y, a continuación, se marchó a preparar los pedidos de sus groseros clientes.
Lacey se tapó la cara con las manos, sintiendo vergüenza ajena por la pareja. Realmente esperaba que la gente de Wilfordshire no pensara que todos los americanos eran así. Buck y Daisy estaban dando mala fama a todo su país.
–Genial —dijo Lacey entre dientes cuando Buck empezó a hablar en voz alta con su esposa—. Estos dos me fastidiaron mi cita con Tom para tomar el té. Ahora me están fastidiando mi almuerzo contigo.
Gina no parecía impresionada por la pareja.
–Tengo una idea —dijo.
Se inclinó hacia delante y susurró algo a Boudicca que hizo que esta retorciera las orejas. Después soltó a la perra de su correa. Esta cruzó avasallando por todo el salón de té, saltó a la mesa y cogió el bistec del plato de Buck.
–¡EH! —vociferó este.
Brooke no lo pudo evitar. Estalló en una carcajada.
Lacey hizo un soplido, divertida por las gracias de Gina.
–Tráeme otro —exigió Buck—. Y saca a este perro FUERA.
–Lo siento, pero era el último bistec que me quedaba —dijo Brooke, guiñando el ojo a Lacey rápida y disimuladamente.
La pareja resopló y se marcharon hechos una furia.
Las tres mujeres se echaron a reír.
–No era el último que te quedaba, ¿verdad? —preguntó Lacey.
–No —dijo Brooke, riéndose entre dientes—. ¡Tengo un congelador lleno!
Se acercaba el final de la jornada laboral y Lacey había terminado de tasar todos los artículos náuticos para la subasta de mañana. Estaba muy emocionada.
Así fue hasta que sonó la campanita y Buck y Daisy entraron tranquilamente.
Lacey se quejó. Ella no era tan tranquila como Tom, y no era tan jovial como Brooke. Realmente pensaba que este encuentro no iría bien.
–Mira cuántos trastos —le dijo Buck a su mujer—. Qué montón de nada. ¿Cómo se te ocurrió entrar aquí, Daisy? Y huele mal. —Dirigió la mirada a Chester—. ¡Otra vez ese perro asqueroso!
Lacey apretó con tanta fuerza los dientes que casi esperaba que se rompieran. Intentó canalizar la tranquilidad de Tom mientras se acercaba a la pareja.
–Me temo que Wilfordshire es una ciudad muy pequeña —dijo—. Os encontraréis con las mismas personas —y los mismos perros— todo el rato.
–¿Eres tú? —preguntó Daisy que, evidentemente, reconoció a Lacey de sus dos discusiones anteriores—. ¿Esta tienda es tuya? —Tenía una voz distraída, como la de una chica cursi y con la cabeza hueca cualquiera.
–Así es —confirmó Lacey, que se sentía cada vez más cautelosa. La pregunta de Daisy había sonado malintencionada, como una acusación.
–Cuando oí tu acento en la pastelería, pensé que eras una clienta —continuó