luz.
–¿Tom? —gritó ella, un poco nerviosa.
–¡Ey! —se oyó su voz incorpórea desde la cocina trasera. Usaba su tono alegre normal.
Ahora que Lacey sabía que no estaba en medio de un asalto de un ladrón de macarrones dulces, se relajó. Se subió a su taburete habitual y el escándalo continuó.
–¿Va todo bien por allá atrás? —preguntó.
–¡Perfecto! —gritó Tom en respuesta.
Un instante después, apareció por fin en la arcada de la pequeña cocina. Tenía puesto el delantal y este —igual que casi toda la ropa que llevaba debajo y que su pelo— estaba cubierto de harina—. Ha habido un pequeño desastre.
–¿Pequeño? —se burló Lacey. Ahora que sabía que Tom no estaba peleando con un intruso en la cocina, podía apreciar el humor de la situación.
–En realidad fue Paul —empezó Tom.
–¿Y ahora qué ha hecho? —preguntó Lacey, recordando la vez en la que el aprendiz de Tom había usado por error bicarbonato de soda en lugar de harina en una tanda de masa, dejándola inservible por entero.
Tom sujetó en alto dos paquetes de apariencia casi idéntica. A la izquierda, en la descolorida etiqueta impresa se leía: «azúcar». En la de la derecha: «sal».
–Ah —dijo Lacey.
–¿Significa eso que vas a cancelar tus planes para esta noche? —preguntó Lacey. El humor que había sentido unos instantes atrás se rompió de repente y, en su lugar, ahora sentía una gran decepción.
Tom le lanzó una mirada de disculpa rápidamente.
–Lo siento mucho. Vamos a reprogramarlo. ¿Mañana? Vendré y cocinaré para ti.
–No puedo —respondió Lacey—. Mañana tengo esa reunión con Iván.
–La reunión para la venta de Crag Cottage —dijo Tom, chasqueando los dedos—. Claro. Ya lo recuerdo. ¿Qué tal el miércoles por la noche?
–¿El miércoles no ibas a ese curso de focaccia?
Tom parecía perturbado. Miró el calendario que tenía colgado y soltó un suspiro.
–Vale, eso es al otro miércoles. —Soltó una risita—. Me has asustado. Oh, pero además estoy ocupado el miércoles por la noche. Y el jueves…
–…tienes entrenamiento de bádminton —acabó Lacey por él.
–Lo que significa que no estoy libre hasta el viernes. ¿Va bien el viernes?
Lacey se fijó en que su tono era igual de despreocupado que de normal, pero su actitud indiferente en cuanto a cancelar sus planes juntos le doló. No parecía importarle en absoluto que no pudieran verse n plan romántico hasta finales de semana.
Aunque Lacey sabía perfectamente bien que ella no tenía ningún plan para el viernes, se oyó decir a sí misma:
–Tengo que consultar mi agenda y te digo algo.
Y en cuanto las palabras hubieron salido por sus labios, una nueva sensación se le había metido en el estómago, mezclándose con la decepción. Para sorpresa de Lacey, la sensación era de alivio.
¿Alivio porque no podría tener una cita romántica con Tom durante una semana? No acababa de entender muy bien de dónde venía este alivio y, de repente, eso la hizo sentir culpable.
–Claro —dijo Tom, aparentemente distraído—. ¿Lo dejamos para más adelante y planeamos algo extraespecial la próxima vez, cuando los dos estemos menos ocupados? —Hizo una pausa para su respuesta y, al ver que no llegaba, añadió—: ¿Lacey?
Ella volvió rápidamente a conectar con el momento.
–Sí… Vale. Suena bien.
Tom fue hacia allí y apoyó los codos sobre el mostrador, de manera que sus caras estaban a la misma altura.
–Bueno. Una pregunta seria. ¿Te vas a apañar bien con la comida esta noche? Porque está claro que esperabas una comida deliciosa y nutritiva. Tengo algunos pasteles de carne que hoy no se han vendido, ¿quieres llevarte uno a casa.
Lacey soltó una risita y le dio un cachete en el brazo.
–No necesito tus limosnas, ¡muchas gracias! ¡Te hago saber que en realidad sé cocinar!
–Oh, ¿en serio? —dijo en broma Tom.
–En mis tiempos era conocida por hacer algunos platos —le dijo Lacey—. Risotto de champiñones. Paella de marisco. —Se rompía la cabeza para añadir al menos otra cosa, ¡pues todo el mundo sabía que para hacer una lista necesitabas al menos tres!—. Mm… mm…
Tom levantó las cejas.
–¿Continúas…?
–¡Macarrones con queso! —exclamó Lacey.
Tom se rio con ganas.
–Es un repertorio bastante impresionante. Y, aun así, nunca he visto ninguna prueba que demuestre tus afirmaciones.
En eso tenía razón. Hasta entonces, Tom había hecho todas las comidas para ellos. Era lo lógico. Le encantaba cocinar y tenía las habilidades para sacarlo adelante. Las habilidades culinarias de Lacey no pasaban mucho de perforar el plástico de un plato apto para microondas.
Cruzó los brazos.
–Precisamente todavía no he tenido la ocasión —respondió, usando el mismo tono argumentativo de broma que Tom con la esperanza de que ocultara el auténtico enfado que su comentario había despertado en ella—. El repostero Sr. Estrella Michelin no se fía de mí cerca de los fogones.
–¿Me lo debería tomar como una proposición? —preguntó Tom, moviendo las cejas.
«Puto orgullo», pensó Lacey. Se había metido ella sola en esto. «Yo misma me he vendido así.»
–Por supuesto —dijo, fingiendo seguridad. Extendió la mano para que se la diera—. Reto aceptado.
Tom miró la mano sin moverse y torció los labios a un lado.
–Pero con una condición.
–Ah… ¿Cuál?
–Tiene que ser algo típico. Algo originario de Nueva York.
–En ese caso, me has simplificado el trabajo diez veces —exclamó Lacey—. Porque eso significa que haré pizza y pastel de queso.
–No se puede comprar preparado —añadió Tom—. Todo tiene que estar hecho desde cero. Y sin ninguna ayuda a escondidas. Sin pedirle la masa a Paul.
–Oh, por favor —dijo Lacey, señalando al paquete de sal desechado de encima del mostrador—. Paul es la última persona a la que contrataría para ayudarme a hacer trampas.
Tom rio. Lacey acercó un poquito más la mano que tenía extendida hacia él. Él asintió con la cabeza para indicar que estaba satisfecho de que ella hubiera aceptado sus condiciones y, a continuación, le tomó la mano. Pero en lugar de darle un apretón, le dio un pequeño estirón, la acercó hacia él y la besó por encima del mostrador.
–Nos vemos mañana —murmuró Lacey, el hormigueo de los labios de él hacía eco en los suyos—. A través del escaparate, quiero decir. A no ser que tengas tiempo de venir a la subasta.
–Pues claro que voy a venir a la subasta —le dijo Tom—. Me perdí la última. Tengo que estar allí para apoyarte.
Ella sonrió.
–Genial.
Se dio la vuelta y fue hacia la salida, dejando a Tom con todo el jaleo de la masa.
En cuanto la puerta de la pastelería se cerró tras ella, bajó la mirada hacia Chester.
–Ahora sí que me he metido en una buena —le dijo a su perro de aspecto perspicaz—. En serio, tendrías que haberme parado. Tirarme de la manga. Darme un golpecito con el morro.