Guido Pagliarino

Vittorio El Barbudo


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parecía que estuviera en absoluto tranquilo: había mirado a su alrededor varias veces, circunspecto, mientras llegaba a nuestra mesa y volvió a repetirlo enseguida, con la mirada constantemente inquieta.

      Después de los entremeses, aunque no sentía gran simpatía por Montgomery, a quien, por lo que había conocido en el pasado, consideraba un frío Robespierre, de nuevo invitado por Mark, acepté levantarme y dirigirme al atril cercano a la mesa principal, donde se sentaba Montgomery con los suyos, para pronunciar unas palabras de estima y de agradecimiento hacia él por haberme salvado la vida. Evidentemente, aprovechando la ocasión, hablé también de mi novela de próxima publicación y de la película que la seguiría. Al acabar, mientras se aplaudía rutinariamente, volví de inmediato a la mesa, mientras Montgomery se levantaba e iba a su vez al atril: ahí me agradeció mi estima y luego evocó los detalles de aquel caso criminal, recalcando su participación. Después de él, se levantó uno de sus colaboradores y, a su lado, subrayó que en 1969 la intervención «inteligente y sin considerar el peligro» del gobernador contra aquel chalado y famoso delincuente cosmopolita había sido esencial para la salvación de la nación y la defensa de la democracia. En ese momento, el dolor de cabeza me había aumentado tanto que solo quería irme a la cama, pues además a la mañana siguiente tenía que volar a Turín. Estaba a punto de decir a Mark que, aunque fuera de mala educación, me iba, cuando…

      CAPÍTULO II

      Nos pusimos todos en pie con el sonido de los disparos y, en un momento, nos escondimos debajo de las mesas, incluido Donald «despreciador del peligro» Montgomery.

      El actor Burt Cooper, agachado delante de Mark y de mí, temblaba visiblemente y seguía girando la cabeza a izquierda y derecha y jadeando con fuerza con la boca semiabierta.

      –¿Han apuntado hacia nuestra mesa? —preguntó luego con una voz apenas audible.

      –No lo sé —le respondió su colega Robert Avallone, tumbado a su derecha y que, como Mark y yo, había conseguido mantener la sangre suficientemente fría.

      Los disparos procedían de una de las cuatro entradas al salón, vigiladas cada una por un guardia en el exterior, pero abiertas: un hombre con una barba grisácea y gafas negras, que apenas se había dejado entrever, vestido con un traje elegante, pero con un gorro de lana que desentonaba en la cabeza, que resultó ser un pasamontañas que se puso sobre la cara durante la fuga, y que llevaba además unos muy visibles guantes blancos, huía consiguiendo salir del hotel sin ser atrapado, gracias a la sorpresa: disparando al aire, consiguió vía libre hasta la calle. En la fuga, tras el último tiro, dejó caer el arma descargada sobre la acera, sacando de inmediato otra pistola, apuntó a la cabeza de un peatón, para que la escolta del gobernador que corría tras él se detuviera. Luego paró un automóvil que pasaba ¿o tal vez era un cómplice? y, tras soltar al rehén, se subió a este y desapareció, disparando desde la ventanilla algunos tiros al aire.

      Fuera de la puerta desde la que habían sonado los disparos, en el largo pasillo, estaba tendido en suelo, con un solo disparo en la cabeza, el guardia que tenía la labor de custodiarla. Dentro, yacía muerta en el suelo una bella mujer de unos treinta años a la que yo había conocido muy bien en su momento y que hasta entonces, en medio de toda esa gente, no había visto, una mujer que fue, muchos años antes la mujer de mi amigo Vittorio D’Aiazzo: en 1959, con menos de veinte años, le había abandonado por un estadounidense adinerado, se había divorciado y vuelto a casar con él en Estados Unidos. Luego se había convertido en una viuda rica y, desde hacía unos pocos meses, como supe por Mark, se había vuelto a casar con otro magnate, un tal Peter White, que no estaba presente en el banquete porque apoyaba al presidente Richard, mientras que ella era una ferviente seguidora de Montgomery.

      Mucha veces, después de que la abandonara, Vittorio me había hablado de «Bimba», como solía llamarla durante su matrimonio, que solo había durado un año, o de «mi mujer», como todavía la calificaba, dado que él, católico riguroso, al contrario que yo, que soy agnóstico, continuaba considerándose su marido: «¡El matrimonio en la iglesia es un sacramento y no se puede rescindir!», me había dicho un par de veces. Ahora, era viudo.

      CAPITOLO III

      Los medios de comunicación dijeron estar convencidos de que la víctima elegida había sido el gobernador Donald Montgomery y no la pobre señora White: «¡Como con Bob Kennedy, han apuntado mal!» titulaba el periódico que había comprado en el aeropuerto. Pensé: «Una gran publicidad política para él». La única pregunta que los medios de comunicación se planteaban era: «¿Por qué el asesino se puso el pasamontañas solo después de haber disparado, al empezar a huir?». Sí, ¿por qué?

      La noticia sin duda ya habría llegado a Italia, dada la notoriedad del joven candidato a la presidencia, tal vez con la fotografía de la señora White y, en este caso, Vittorio podía conocer ya su asesinato, a pesar del nuevo apellido de su difunta mujer. Si era así, quién sabe cómo habría acogido la noticia. ¿Con dolor? Sospechaba que todavía estaba enamorado de Bimba, a pesar de su abandono, los quince años transcurridos desde la separación y una relación de diez años de mi amigo con otra mujer, que había durado hasta hace tres años. Durante el vuelo pensé que, después de todo, la muerte de la mujer tal vez fuera para Vittorio una liberación, por cuanto había abierto la posibilidad de un eventual nuevo matrimonio religioso. Por otro lado, no me parecía que tuviese una amiga después de su última relación, que había durado hasta que su amante se había casado inesperadamente con otro.

      Llegué al aeropuerto turinés de Caselle hacia la 3 de la madrugada. Me metí en la cama, pero, debido al jet lag y a haber dormido algunas horas en el avión, descansé poco. Hacia las ocho y media estaba ya vestido y listo para ponerme a trabajar, pero antes telefoneé a casa de mi amigo subinspector para saludarlo. Inesperadamente, me respondió una voz de mujer. «¿Es que Vittorio ha contratado una empleada de hogar?», me pregunté mientras esperaba que se pusiera al teléfono. En cuanto se puso, dije:

      –Hola, acabo de volver de un viaje: ¿quieres quedar para vernos?

      –Sí —me respondió D’Aiazzo con su fuerte acento napolitano y, como hacía a menudo, intercalando algunas palabras de su dialecto—, me gustaría mucho, hace toda una vida que no nos vemos. ¿Dónde has estado?

      –En Nueva York.

      –En Nueva… ¡pero qué casualidad! ¡También nosotros estábamos en Nueva York! ¿Cuándo has vuelto?

      –Ayer por la mañana, en el vuelo de Alitalia que salía a las diez.

      –… y nosotros en el vuelo nocturno anterior: por poco no coincidimos en el mismo avión, Ran. Escucha: ¿por qué no vienes a cenar a nuestra casa esta tarde? ¿Puedes? —Estaba muy contento. Luego, como se dirigiera a otros—: Um… Está bien— y luego a mí—: Escucha, Ran, hagamos otra cosa, te invitamos a nuestro restaurante habitual en Corso Palestro a las ocho y así te presento también a la persona que te ha contestado antes. ¿De acuerdo?

      Evidentemente, su amor no quería cocinar para mí.

      –De acuerdo, nos vemos esta tarde a las ocho —le confirmé.

      CAPITOLO IV

      Se presentó en el restaurante completamente solo.

      Yo ya estaba sentado en la mesa. En cuando se sentó, le pregunte:

      –… ¿y la persona que tenías que presentarme? Mira: hoy es primero de abril: ¿no será que…?

      –¡No! ¡No es ninguna broma! Y menos de alguien como yo que ya tiene cincuenta y cinco años… No, a Marina la has escuchado al teléfono esta mañana. Lo que pasa es que… tenía migraña. Pero te conocerá encantada en nuestra casa, alguna otra tarde y entonces… bueno, vale, te digo la verdad, es que siempre quiere que todo esté dispuesto con mucha anticipación. También me gusta por esto: Marina es una mujer exactamente como yo, bueno… es decir, ella es femenina, pero… bueno, me has entendido, ¿no?

      –… ¿y cohabitáis more uxorio? —pregunté maliciosamente con una sonrisita que recalcaba bien el more uxorio, al saber bien sus ideas sobre el matrimonio y el pecado de mi muy católico