Guido Pagliarino

Vittorio El Barbudo


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de un par de semanas para conocernos mejor. Me tomé unas vacaciones y fuimos a Nueva York y sus alrededores, incluidas las cataratas del Niágara, que son algo —pronunció sílaba a sílaba— ¡im-pre-sio-nan-te! Las has visto, ¿no?

      –En realidad, no.

      Tampoco me escuchó y continuó entusiasta:

      –A Marina la conocí en el funeral de su marido, pero luego la encontré en una circunstancia más feliz, hace unos dos meses… ¿sabes dónde?

      –En una fiesta de disfraces —le respondí sonriendo.

      –¿Cómo lo has sabido?

      –Bueno, en realidad… era una ocurrencia.

      –¡Ah! Pues fue precisamente en una fiesta de disfraces, la del carnaval de nuestro círculo… Caramba, ¿qué querías insinuar con lo de «disfraz»? ¿Qué había conocido a una fea? ¿O que el feo era yo?

      –Pero hombre, era una ocurrencia tonta, sin mala intención.

      Me tranquilizó rápidamente apretándome la muñeca izquierda:

      –Lo mío también era una broma, Ran, ¿qué te creías? ¿No habrás pensado que me iba a molestar por algo así?

      –N… no. ¡Qué va!

      En realidad, sí: me vino a la cabeza una escena tremenda que Vittorio me había hecho tres años antes, aunque fue por razones bastante más serias.

      Le pregunté:

      –¿Cómo es Marina?

      Abrió de par en par la boca y los ojos y miró a lo alto durante un par de segundos, como extasiado por una visión celestial y luego, tras recuperar una expresión normal de contento, dijo:

      –Mira, solo te digo que es exactamente mi tipo. Es un tesoro y me quiero casar con ella. Tiene poco más de cuarenta años y es la viuda del comisario jefe Verdoni, que el año pasado fue nombrado subinspector en Novara y, de tanta alegría, murió de un infarto.

      No pude contener una carcajada.

      Por el contrario, él se entristeció:

      –A propósito de los muertos… me entristece por mi mujer, pero sería un embustero si dijera… En resumen, la decisión de convivir con Marina podría convertirse en matrimonio, porque tú sabes de la muerte de…

      Me puse serio, incluso compungido:

      –Sí, incluso fui testigo del homicidio.

      –¡¿Qué me dices?!

      –Estaba invitado al banquete de Montgomery.

      –¡Ah!

      –He incluso he visto al asesino por un momento.

      –¡Ah! ¿Entonces tendrás que hacer de testigo?

      –No lo sé, tal vez no, pues todos los presentes en la sala pudieron entrever al asesino, no me han dicho que también me vayan a citar.

      –Entiendo. Aparte de esto, por una parte, me entristece realmente que esté muerta, aunque confieso que, por otra… bueno, ahora me puedo volver a casar por la iglesia, así que su muerte me entristece y… al tiempo no me entristece. ¿Será pecado? —Se apretaba nerviosamente la punta de su barba gris con el pulgar y el índice de la mano izquierda.

      –No me lo preguntes a mí, pregúntaselo a tu confesor —le dije maliciosamente, como ese laico inoxidable que soy.

      –Tienes razón —me respondió con toda seriedad.

      –… y deberías también confesar la cohabitación antes del matrimonio —le sugerí todavía con más malicia.

      –Sí, sí… ¡vale! —Y empezó a atacar una humeante pasta con judías, que llevaba unos pocos segundos en la mesa.

      CAPÍTULO V

      —Ran. ¡me ha pasado algo de locos! —casi me gritó al otro lado de la línea Vittorio sin saludarme—. Necesito tu declaración —Era el tercer día después de la cena.

      –¿Qué ha pasado? —me preocupé.

      –¡No te lo vas a creer! ¡A ese pedazo de idiota de Montgomery se le ha metido en la cabeza que fui yo quien asesinó a Bimba! Todavía se cree que dirige el FBI, ese sabihondo. ¿Has visto la televisión? Lo has oído, ¿no?, que sus adversarios han hecho correr la voz de que había organizado un falso atentado para hacerse publicidad, un atentado que habría acabado involuntariamente en tragedia.

      –… ¿y para exculparse te ha acusado?

      –Sí, debido a la barba y a una carta anónima contra mí que le han debido mandar, con la acusación de que yo odiaba a mi mujer y de que quería matarla, además del hecho, ¡figúrate! de que yo estaría en la lista de invitados al banquete. En resumen, ven conmigo a ver al juez instructor. Está a un paso de tu casa, en la calle Corte d’Appello: es el doctor Rossi, que te está esperando. Tu viste al verdadero asesino ¿verdad?

      –Más o menos.

      Estaba en medio de la redacción de un artículo para la tercera página de mi periódico, la Gazzetta del Popolo, pero no podía negarme:

      –De acuerdo, me visto y estoy allí enseguida.

      Donald Montgomery, que había conocido a Vittorio durante nuestra aventura americana, había reconocido precisamente a mi amigo como el barbudo asesino, aunque, como todos y como yo, como máximo podía haberlo atisbado. Sin duda habían influido de manera importante la carta anónima y el nombre de D’Aiazzo entre los invitados al banquete. El gobernador se había dirigido a la fiscalía del distrito de Nueva York, que a su vez había pedido la extradición de Vittorio. La culpa de esa acusación podía haber sido también un poco mía, como entendí enseguida: en el libro sobre las vicisitudes vividas en Estados Unidos con mi amigo había hablado, aunque fura usando nombres falsos, de su mujer divorciada y del hecho de que estaba todavía enamorado y celoso y esa afirmación se reflejaba también en la película que se había rodado.

      Y, como siempre, yo, al testificar ante el juez Rossi, para defender a mi amigo había empeorado las cosas. Al conocer el presunto motivo, el homicidio pasional por odio a la víctima a causa de los celos, dije sin pensar al investigador:

      –No, doctor, es ridículo suponer que el motivo fueran los celos y el odio, después de tantos años. Además, el subinspector está enamorado de otra mujer e incluso creo que está a punto de casarse con ella.

      –¡Ah! —me dijo con un tono de satisfecha sorpresa el juez, un hombre bastante bajo de unos sesenta años, cierto sobrepeso, pelo gris mal peinado y vestido con una anodina chaqueta cruzada. De inmediato preguntó a mi amigo—: ¿Cómo se llama y dónde vive esa persona?

      –¡Eeh! —exhaló Vittorio—. Se llama Marina Ferdi, viuda de Verdoni. Vive… vivía con una amiga después de enviudar, pero… lleva unos días conmigo.

      –Doctor D’Aiazzo —le apremió Rossi—, he visto una película que, como ha divulgado la publicidad, se basaba en una investigación suya, aunque su nombre en ella se había cambiado: resultaba que usted, como católico, aún se consideraba marido de la víctima. ¿Es realmente así? ¿Y tenía realmente la intención de casarse con la señora Ferdi? Le recuerdo que está bajo juramento.

      –S… sí —Delante de Dios ese buen hombre que era Vittorio no era capaz de mentir.

      –Escuche, señor juez —intervine inquieto—, me parece que solo estamos perdiendo el tiempo: yo vi al asesino y le aseguro que no se trataba del doctor D’Aiazzo.

      –Ustedes dos son amigos, ¿verdad?

      –¿Qué quiere decir?

      –No digo que lo que ha dicho no sea para usted la verdad, pero la amistad puede nublar los sentidos.

      No se equivocaba. No podía excluir sin dudarlo que aquel barbudo visto malamente no fuera él, pero… ¿matar para volverse a casar? En serio: ¿para no pecar por adulterio, cometer un pecado de homicidio? No, ni aunque lo hubiera visto:

      –Estoy