Terry Salvini

Máscaras De Cristal


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posible y seguir adelante, sin que el pasado la atrapase como un pez en la red.

      Jack ni siquiera se había despedido de ella antes de desaparecer de su vida: estaba claro que para él no importaba lo bastante. ¡Es más, ni lo más mínimo!

      Ella, en cambio, por primera vez en su joven vida, se había enamorado en serio.

      ―Jack, estés donde estés… ―dijo en voz alta ―¡jódete! ―gritó a continuación apretando el pie contra el acelerador.

      9

      Detrás del escritorio, con el bolígrafo en la mano, Loreley telefoneó al médico y fijó una cita para la última semana del mes. Como le había dicho Legrand, era inútil apresurarse pero por lo menos se lo había quitado de encima. Dibujó una gran cruz en el calendario para tener siempre presente el día de la consulta y apuntó la fecha también en la agenda del teléfono móvil. A continuación abrió el correo electrónico: mucho correo comercial, publicidad, un par del trabajo, dos del banco y la última… ¡del doctor Jacques Legrand!

      Pulsó dos veces sobre él.

      Saludos miss Lehmann:

      Me tomo la libertad de escribirle para saber cómo va su convalecencia. ¿Cómo está la herida de la cabeza? ¿Y la rodilla? Mantenga la rodillera hasta que se deshinche del todo y no sienta ya dolor al apoyar el peso en la pierna.

      Estoy reflexionando acerca del hecho de tomarme unos días de vacaciones en el extranjero. ¡Quién sabe! Espero que su oferta sea todavía válida.

      Jacques Legrand

      Sonrió. Podía suceder cualquier cosa.

      ―¿Buenas noticias? ―le preguntó Sarah, entrando en su estancia.

      Loreley levantó la mirada del ordenador. La secretaria la estaba mirando parada en el umbral de la puerta, un expediente apretado contra el pecho que parecía más grande que ella, menuda y grácil.

      ―¿Qué me traes?

      Sarah bajó la mirada a los folios que tenía en la mano.

      ―¡Oh, no! Esto es para el jefe. He visto que sonreías y sentí curiosidad; en esta última época se te ve hacerlo raramente.

      ―No es un buen período ―le confesó.

      ―Ya me había dado cuenta, Ethan está preocupado por ti.

      Loreley se sintió escrutada por aquellos ojos tan oscuros que le costaba distinguir la pupila del iris. Siguió un momento de silencio.

      ―Si necesitas que te ayude, estoy aquí… ―le dijo la amiga, colocándose mejor en la nariz las grandes gafas de lectura.

      ―Gracias, lo tendré en cuenta.

      Cuando Sarah salió, Loreley se relajó sobre el respaldo de la butaca. Por las palabras de la secretaria sospechó que Ethan estuviese al corriente de la situación entre John y ella. Quizás sabía incluso dónde se encontraba. Le sacaría esa información a toda costa; pero debía pillarlo cuando estuviese a solas.

      Tuvo la ocasión de hablar con él cara a cara al día siguiente. Acaba de entrar para enseñarle el artículo del New York Times, donde se hablaba del caso Wallace: la opinión pública parecía que ya lo había condenado, imponiéndole la máxima pena posible, ya antes de comenzar el juicio.

      Al leer la noticia movió la cabeza. Si incluso ella, en el fondo, lo condenaba, ¿cómo podía esperar que aquel hombre fuese creído por un jurado? Le correspondía a ella defenderlo y no lo estaba haciendo de la manera adecuada ni con el espíritu justo.

      Decidió que iría a hablar con la familia Wallace para obtener el máximo de información sobre la vida y la personalidad de Peter. Sí, debía escarbar en su vida.

      ―Loreley, ¿me oyes? ―le preguntó Ethan de pie delante del escritorio.

      Ella cerró el periódico y se lo devolvió.

      ―Perdona, me he distraído leyendo el artículo.

      ―Te estaba diciendo que si quieres que te ayude con este caso, lo haré.

      ―Eres muy amable pero tú ya tienes bastante que hacer y quiero hacerlo yo misma.

      En la mirada del hombre leyó un mensaje insistente de indulgencia, mezclado con compasión, que la hizo sentirse incómoda. Se levantó de la butaca y lo abordó, apoyándose en el borde del escritorio con los brazos cruzados.

      ―En vez de mirarme de esa manera ¿por qué no me dices lo que estás realmente pensando?

      ―No te entiendo.

      ―Venga, sabes perfectamente que John se ha ido de casa… y a lo mejor conoces también el motivo ―estaba forzando la mano pero no tenía elección si quería sacarle algo.

      Lo vio rascarse la cabeza, un gesto que repetía cada vez que se sentía en dificultades.

      ―¡Vamos, Ethan! Te lo suplico.

      El hombre suspiró.

      ―¿Qué quieres que te diga? No sé qué pensar y no me corresponde juzgarlo: tengo tantos problemas como tú con respecto a mi vida sentimental, y ya me llega.

      ―¿Hablas de tu mujer? ¿Cuánto tiempo más vas a permitir que tu ex mujer use a vuestro hijo como medio para chantajearte? No debes dejárselo hacer más.

      ―¡Si fuese tan fácil! Si no tengo cuidado en cómo me comporto con Stephany y a lo que le digo, me arriesgo a hacer sufrir a Lukas. Y a mí también. Tengo miedo de que se lo lleve de New York para volver a su ciudad.

      ―No cedas. No le des más dinero, te está desangrando. Intenta decirle que haga lo que quiera: me gustaría ver si se va de aquí. ¿Y para hacer qué?

      Lo vio mover la cabeza y quedarse en silencio. Sintió lástima de él y dejó el tema.

      ―¿Sabes que Johnny me ha abandonado en París, dejándome sola? ―le señaló la herida en la cabeza. ―Esta me la he hecho por correr detrás de él. Me he caído por las escaleras.

      ―Me había preguntado cómo te había hecho daño, en efecto.

      ―Kilmer lo sabía. Pero ahora volvamos al tema que me interesa más en este momento: Johnny se ha ido de casa sin ni siquiera llamarme para informarme de sus intenciones o para darme la posibilidad de defenderme. ―se puso las manos en las caderas. ―¿Sabes qué te digo? ¡No sé si merece una explicación, o incluso si es justo darle una segunda oportunidad para enmendar su comportamiento!

      ―Nada es justo en todo esto y yo no tengo ganas de ponerme de parte de ninguno de los dos ―apretó los labios y respiró profundamente. ―Escucha, os aprecio a ambos y me hace daño veros así. Tampoco él está bien, te lo aseguro. Lo siento pero no puedo decirte otra cosa; habla con John.

      ―¿Y cómo hago para hablarle si ni siquiera sé dónde encontrarlo?

      Ethan no respondió enseguida: pareció medir las baldosas del suelo con pequeños pasos nerviosos, delante y atrás, las manos en los bolsillos, hasta que se paró de nuevo enfrente de ella mirándola directamente a los ojos.

      ―John está en Los Ángeles.

      ―¡Gracias Ethan!

      ―¡Buena suerte!

      ***

      La casa de los Wallace era una construcción de tres pisos de ladrillo rojo en la calle setenta y uno, cerca del cruce con la West End Avenue. Loreley no tenía ni que coger el coche para llegar allí porque estaba a poco más de doscientos metros de su propio edificio. Desde la oficina había ido a casa para refrescarse y cambiarse la camisa del traje chaqueta antes de ir a ver a los padres de su cliente.

      La señora que le abrió la puerta la miró como si estuviese molesta y Loreley comprendió que el hijo no la había avisado de su llegada. Sólo después de haberse presentado