Stefano Vignaroli

La Sombra Del Campanile


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ostentaban en los escaparates bienes y servicios que con la antigüedad, con el fasto y el esplendor de los negocios de joyería de un tiempo, compartían bien poco. El cartel turístico ensuciado por las cagadas de las palomas indicaba que el arco del Palazzo dei Verroni no era de origen romano, como su aspecto podía hacer creer, sino que había sido realizado en el siglo XV por un tal Giovanni di Gabriele da Como, arquitecto que había trabajado al lado del más famoso Francesco di Giorgio Martini en la construcción del cercano Palazzo della Signoria. Tanto que alguien en el pasado había atribuido también ese arco a Di Giorgio Martini. Según Lucia, los romanos no debían ser del todo ajenos a esa obra que se asomaba al Cardo Massimo. A lo mejor los arquitectos renacentistas se habían limitado a restaurar un antiguo arco, cuyos vestigios habían sobrevivido a los siglos y al devastador terremoto del año 848.

      Unos pocos pasos entre los austeros palacios del centro histórico fueron suficientes para hacer pasar a Lucia de la umbrosa Via Pergolesi a la luminosa Piazza Federico II. Faltaban todavía unos minutos para las ocho, hora en la que debía comenzar a trabajar. Le daría tiempo de fumar otro cigarrillo antes de entrar en el palacio, pero su atención fue atraída por las cuatro estatuas de mármol que hacían las veces de cariátides del balcón del primer piso. Durante un momento tuvo la impresión de que los cuatro telamones estuvieran animados, casi como si quisiesen venir hacia ella para hablarle, para contarle viejas historias de hacía siglos, de las que se había perdido la memoria. Tuvo una especie de mareo que le hizo imaginar el balcón, no sujetado por las poderosas estatuas, inclinarse peligrosamente hacia el suelo y le trajo a la memoria el sueño que ahora ya, desde hacía muchas noches, la hacía protagonizar una historia ocurrida exactamente hacía cinco siglos, en estos mismos días del año y en esos lugares. Las imágenes de los sueños discurrían por su cerebro durante el sueño como las escenas de una novela por entregas. Eran tan claras que Lucia se encarnaba en su homónima antepasada como si estuviese reviviendo su vida pasada, al mismo tiempo como intérprete y como espectadora.

      ¡Sugestión, sólo sugestión!, repetía por enésima vez la joven a sí misma. Todo es culpa de los libros con los que estoy trabajando y de las partes que faltan de la Storia de Jesi. ¡Mi inconsciente me hace inventar la parte que falta en el libro!

      Respiró profundamente dos veces, fue a un banco, se sentó y observó que la fachada del palacio estaba allí, íntegra e indemne. Decidió atravesar la plaza, ir al bar y tomarse un café solo bien cargado, antes de entrar a trabajar. Aquella distracción la retrasaría unos minutos pero daba igual ya que el decano no llegaba nunca antes de las nueve. Consumido rápidamente el café y ya salida del Bar Duomo, en unos cuantos pasos llegó al lado de la plaza en la que confluía Via Pergolesi. A su izquierda la entrada a la cuesta de Via del Fortino, a su derecha el comienzo e la Costa Lombarda, a través de la cual se podía llegar a la parte más baja de la ciudad. Justo debajo de sus pies, en una gruesa baldosa de bronce estaba grabado el plano de la antigua Aesis. Un poco más allá, la misma inscripción en varias lenguas, incluido el árabe, sobre las baldosas blancas alrededor de todo el perímetro de la plaza: El 26 de diciembre de 1194 nace en esta plaza el Emperador Federico Segundo de Svevia. Otro mareo, otra visión. Ahora la plaza ya no tiene el aspecto actual. La fuente de los leones, con el obelisco, no está ya en el centro sino que hay un espacio completamente libre. El Duomo, del lado opuesto a aquel en que se encontraba, era una construcción blanca, de dimensiones más exiguas respecto a como estaba habituada a verlo, de estilo gótico, con agujas y arcos ojivales, una especie de Duomo di Milano en pequeño. El campanile estaba a la derecha de la fachada, aislado y en posición avanzada con respecto a la iglesia. El Palazzo Baldeschi, a la izquierda con respecto a la catedral, era distinto, más macizo, más suntuoso; por encima de la fachada, como un adorno, tres arcos de piedra, cogidos quién sabe de qué antigua construcción romana y puestos allí arriba de manera postiza, como elemento decorativo, con ninguna utilidad. La estatua de la Madonna con el niño Gesù en brazos estaba ya presente en un nicho entre las ventanas del último piso, mientras que no había ni rastro de los cuatro telamones que sostenían el balcón del primer piso. Es más, el balcón, aunque no estaba del todo ausente, era bastante pequeño con respecto al que estaba habituada a ver. Todo el lado derecho de la plaza estaba ocupado, en lugar del Palacio Episcopal y de Palazzo Ripanti, por una enorme fortaleza, una especie de castillo, adornado con la típica arquitectura y las almenas gibelinas de cola de golondrina. En la parte izquierda la iglesia de San Floriano con su cúpula y su campanile y el palacio Ghislieri, todavía sin terminar, rodeado por los andamios de los albañiles. Lucia echó un vistazo hacia el comienzo de la Via del Fortino, donde estaba el taller de un tintorero, delante del cual el artesano había encendido un fuego para poner a hervir el agua en un caldero con una costra de humo negro. Una chavalita se había acercado peligrosamente al fuego y un borde de su vestido se había incendiado. En unos segundos la muchacha se había encontrado envuelta por las llamas. Lucia hubiera querido correr hacia ella para ayudarle pero no conseguía moverse ni un paso. Se horrorizó mientras oía resonar en sus oídos los gritos desesperados de la muchacha. Luego una, dos gotas de lluvia, un chubasco y las llamas se apagaron. La sensación de no tener los pies en la tierra. Lucia estaba tumbada sobre el adoquinado. Cuando volvió a abrir los ojos vio el azul del cielo, un cielo del cual no podía haber caído ni siquiera una gota de lluvia. Un hombre distinguido, vestido de manera elegante, con un maletín en la mano, intentó ayudarle a levantarse.

      ―¿Se encuentra bien?

      ―Sí, sí ―y rechazando cualquier tipo de ayuda Lucia se levantó ―Ha sido sólo un mareo, una bajada de tensión. ¡Todo está bien, gracias!

      Atravesó la plaza que ahora tenía el aspecto de siempre, a buen paso, para intentar llegar al puesto de trabajo lo antes posible, antes de que el decano pudiese darse cuenta de su retraso, pero tenía bien grabadas en la mente las imágenes que había vivido hacía unos minutos.

      Sugestión, sólo sugestión, nada más que sugestión. ¡No hay otra explicación lógica para los sueños y ahora para las visiones!

      Y sin embargo, una voz en su subconsciente parecía decirle que eran recuerdos, que eran episodios que había vivido en otra vida, en un pasado remoto, como una persona distinta, pero que siempre tenía el mismo nombre: Lucia.

      Entró en el palacio, subió la escalinata que conducía al primer piso y puso en marcha el ordenador de su puesto de trabajo. La tentación de dar una ojeada a sus perfiles de las diversas redes sociales se había quedado en nada por culpa de la inspección que aquel idiota del decano verificaba puntualmente, por medio del servidor, de los archivos log de su ordenador y le reñía si se había permitido navegar por Internet por motivos no estrechamente ligados al trabajo. Por lo tanto abrió el fichero de trabajo de Excel en el que estaba clasificando los textos y los archivos de Access en el que grababa los datos para tener una base de datos completa de la biblioteca. Cada texto era luego escaneado y metido en una memoria en un archivo PDF, que había que subir al sitio web de la fundación, para una posterior consulta. Los textos con los que estaba trabajando aquellos días, y que quizás habían sido el motivo desencadenante de sus sueños y sus recientes visiones, eran una Storia di Jesi, editada por Manuzi, justo el Benardino Manuzi que en el siglo XVI tenía una imprenta en el palacio en el que ella vivía, y un librito, cuya autora era Lucia Baldeschi, que se titulaba Principi di medicina naturale e guarigione, con le erbe. Además tenía sobre la mesa un manuscrito de unas pocas páginas, según ella atribuible también a Lucia Baldeschi, que intentaba describir el significado y la simbología de un singular pentáculo de siete puntas. Los tres era auténticos rompecabezas, Lucia no se daría por vencida hasta que no hubiese desentrañado los misterios que se escondían dentro de cada uno de aquellos textos. La Storia di Jesi era realmente interesante, un trabajo comenzado por Bernardino Manuzi, tipógrafo en Jesi, sobre la base de documentos antiguos y de tradición oral, y llevado a término gracias también a la contribución de otros autores. Sobre su mesa había una copia original del libro, impresa por el propio Manuzi, a la que se le habían arrancado unas cuantas páginas, quién sabe en qué lejana época, quién sabe por quién, quién sabe por qué motivo. Justo las páginas que hacían referencia a un período doloroso de la historia de Jesi, desde el 1517 al 1521, periodo señalado por el saqueo di Jesi y por el gobierno del Cardenal Baldeschi que, gracias al hecho de estar al frente del Tribunal de la Inquisición, había perseguido y hecho ajusticiar