Stefano Vignaroli

La Sombra Del Campanile


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era musulmán, así que Alá no lo tendrá en la gloria. Todavía podemos hacer algo por él. Llévalo al dormitorio y colócalo sobre la cama, luego sigue mis instrucciones y déjanos solos.

      Alí hizo exactamente lo que Lucia le había ordenado. En la despensa había encontrado todas las hierbas que necesitaba la muchacha, incluso la corteza de sauce, de la que no tenía claro su uso. En cocina nunca se había utilizado, sin embargo sus señores tenían una buena provisión en tarros lacrados con cuidado. Sólo entonces, el sirviente moro se había dado cuenta de que la despensa era más una herboristería que un depósito de cosas para comer. También había de esas, sí, pero muchas de las hierbas contenidas en los tarros sabía bien que eran utilizadas por hebreos y hechiceros con fines contrarios a los enseñados tanto por su religión como por la católica. A fin de cuentas, el Dios cristiano y el musulmán se parecían mucho y, si un hombre estaba destinado a morir, el propio Dios lo acogería en su gloria y sería feliz a su lado. No se podía pretender salvar la vida a quien ya estaba destinado a alcanzar al propio Padre Omnipotente en el reino de los cielos. Esto pensaba Alí mientras atravesaba la Piazza del Palio y remontaba con grandes zancadas la Costa dei Pastori, mirando bien de no toparse con los disturbios que se habían extendido hasta allí. Se paró delante del portón que le habían indicado, aquel en el que, sobre la ojiva, estaba escrito Hic est Gallus Chirurgus.

      ¡Otro brujo!, rumió para sus adentros Alí. Se hace llamar cirujano pero sé perfectamente que es el hermano de Lodomilla Ruggieri, la bruja quemada viva en Piazza della Morte hace unos años. Si no presto atención y no me alejo de esta gente, también yo acabaré mis días en una pira ardiente. Y también mis señores están metidos en esto hasta el cuello, ¡ahora entiendo a qué especie de herejes he servido durante años!

      A continuación, se dio cuenta en su mente que, al pertenecer a otra religión, la Inquisición no podría procesarlo y decidió llamar a la puerta. Un hombre alto, robusto, con potentes bícipes, los cabellos largos recogidos detrás de la nuca en una cola y la barba sin afeitar desde hacía días, lo miró de arriba a abajo. También Alí era robusto: en su país de origen, en el Alto Nilo, era un campeón de lucha libre, no había nadie que consiguiese abatirlo, por lo que se enfrentó a su mirada y le dijo lo que tenía que decirle.

      ―He comprendido, cojo mis instrumentos y te sigo. Espérame aquí, Palazzo Franciolini está cerca, pero prefiero hacer el trayecto en tu compañía. Siendo dos podremos hacer frente mejor a los posibles facinerosos.

      Gallo desapareció unos minutos en el interior de su mansión y reapareció con una pesada bolsa de piel de becerro que contenía los instrumentos de su trabajo y que, a juzgar por el aspecto, debían ser muy pesados. Atravesaron la plaza pasando al lado de la gente que combatía duramente. El cirujano reconoció a un amigo suyo en un jesino que estaba siendo abatido a golpes de espada e hizo el amago de ir a socorrerlo. Pero Alí estuvo diligente al tirarle del brazo para que desistiese del intento. No era el momento de hacerse notar y empeñarse en una batalla que ahora ya había tomado un rumbo muy feo para los habitantes de la ciudad. Era más urgente ayudar a su joven señor. Alí y Gallo se metieron rápidamente en el portal del Palazzo Franciolini que el moro se apresuró a atrancar desde el interior. No metería las narices fuera ni por todo el oro del mundo hasta que los combates no se hubieran acabado, no sabiendo que, de un momento a otro, le vendría impuesta una salida para un encargo todavía más peligroso del que había llevado a término.

      Alí observó a Gallo extraer con delicadeza tres flechas del cuerpo de Andrea mientras que Lucia, a su lado, taponaba la sangre que salía en cuanto el arma puntiaguda era extraída, utilizando paños recién lavados y aplicando el emplasto a base de hierbas que ella misma habría preparado en la cocina. La última flecha, la que atravesaba el brazo del joven de parte a parte, no quería saber nada de salir a pesar de que Gallo tiraba de ella con decisión.

      ―¡Hijos de mala madre, han utilizado flechas de alas, sólo van hacia delante, no se consigue arrancarlas! Deberé romper la cola y hacer salir la flecha hacia delante, haciendo una incisión con el bisturí en la piel del brazo al lado del agujero de salida, pero me arriesgaré a provocar una hemorragia fatal. ¿Lista para taponar?

      ―Sí ―respondió Lucia ―¡estoy preparada!

      Alí se dio cuenta de que sólo la fuerza de la desesperación impedía a Lucia desmayarse, aunque probablemente la vista y el olor ferroso de la sangre ya estaban embotando sus sentidos. Al darse cuenta de que la muchacha no conseguiría ayudar a Gallo Alía respiró profundamente y, en cuanto el cirujano acabó de extraer la flecha, se lanzó a taponar la copiosa hemorragia. En menos de un segundo la pieza que tenía entre las manos se había teñido de rojo y le hacía percibir al tacto una sensación viscosa realmente desagradable. Nuca había sentido nada igual Alí en toda su vida pero debía darse ánimos. Gallo arrancó un trozo de sábana atándolo alrededor del brazo de Andrea, por la parte alta del mismo.

      ―No podemos dejar el brazo tan apretado por mucho tiempo o lo perderemos y luego me veré obligado a amputarlo a causa de la gangrena que se formará. Necesito un potente coagulante y cicatrizante y el más potente es el extracto de placenta humana. Alí, debes ir a ver a la comadrona, ella siempre tiene a disposición placentas secas y...

      ―¡Pero la comadrona vive fuera de la Porta Valle, es demasiado peligroso ir a aquella zona!

      ―Entonces creo que habrá poco que hacer por el muchacho.

      Por suerte, Alí conocía un pasaje que, a través de los sótanos del palacio, conducía fuera de los muros, cerca de la muralla, donde una corporación de trabajadores del condado, guiados por la familia Giombini, estaban construyendo un nuevo molino para la molienda de los cereales. En cuanto salió de la portezuela que se abría en los muros de levante, bien escondida por un espeso arbusto, se arrepintió a la vista del molino que estaba en construcción, que había sido en parte destruido hasta los cimientos por la furia de los enemigos. Pero no podía pararse en aquel detalle. La estructura semi derruida le ofreció cobijo de la vigilancia de la soldadesca anconitana que continuaba entrando en la ciudad desde Porta Valle. Alí se dirigió con decisión hacia la pequeña iglesia de Sant'Egidio, cerca de donde vivía Annuccia, la comadrona. Ésta última, cuando vio al moro, en ese momento se atemorizó, pensando que entre los invasores hubiera también sarracenos, luego reconoció a Alí y lo hizo entrar en la casa.

      ―¿Te has vuelto loco para deambular por estos sitios? Estaba a punto de dejarte seco con esto ―le dijo Annuccia mostrando el morillo de la chimenea que estrechaba en un puño. ―¡Realmente no estaba dispuesta a rendirme y dejarme violar por esa canalla!

      ―Necesito ayuda para mi señor, Annuccia. Al Capitano lo ha matado el enemigo y el joven señor está herido y necesita urgentemente una cura.

      Después de unos minutos, Alí salía de la casa de la comadrona, custodiando celosamente lo que ésta última le había confiado y por lo que había debido desembolsar unos bonitos tres sueldos de plata. Volvió a alcanzar la portezuela de acceso y regresó al palacio de los Franciolini, entregando a Gallo el valioso paquete. El cirujano cogió la placenta seca, la metió en una cacerola de agua caliente, añadió algunas hierbas, entre las que se encontraba la Garra del Diablo y en aproximadamente media hora obtuvo un emplasto denso, de olor desagradable, que dispuso en un tarro de arcilla. Alí cogió con la mano el recipiente y siguió a Gallo a la habitación de Andrea, donde Lucia estaba acabando de limpiar de sangre el cuerpo semi desnudo del joven. El cirujano desató el rudimental torniquete mientras que la muchacha ponía sobre la herida un abundante estrato de emplasto, enrollando luego una venda muy apretada, pero no demasiado, alrededor del miembro herido. Andrea, en su semi inconsciencia, hizo un gesto de dolor que alegró a todos los allí presentes: todavía estaba vivo y despierto, aunque muy débil.

      ―Más no puedo hacer. Los próximos días necesitará ayuda continua, la fiebre subirá, deberéis refrescarle la frente con paños fríos y hacerle ingerir infusiones de corteza de sauce, esperando que consiga superar no sólo la abundante pérdida de sangre sino también la infección que se formará. Si de esta herida comienza a salir pus verde, podéis comenzar a despediros de él. Si,