era aquel guapo caballero, preparado para una hipotética batalla en defensa de su ciudad? ¿Quizás era Andrea? Si hubiera sido así, ¡tendría que estarle agradecida a su malvado tío! Pero quizás los Franciolini tenían otros hijos. No tuvo tiempo de abrir la boca porque después de unos segundos, las campanas de la iglesia de San Pietro comenzaron a sonar y a ella, poco a poco, se unieron las de la iglesia de San Bernardo, luego las de San Benedetto y, en fin, las de San Floriano. Lanzando una última mirada a Lucia, el caballero incitó a su caballo, llegando a la limítrofe Piazza del Palio, el enorme espacio en el interior de los muros, dominado por el Torrione di Mezzogiorno. En breve, otros caballeros armados se pusieron alrededor de aquel que estrechaba en su mano el estandarte, luego llegó también gente a pie, armada de ballestas, puñales y cualquier tipo de arma que pudiese ser usada contra el enemigo.
―¡Los anconitanos nos están atacando! ―gritó el noble Franciolini ―Los han avistado nuestros vigías desde el Torrione di Mezzogiorno. Hoy, 30 de Mayo de 1517, nos preparamos para defender los muros de nuestra ciudad.
Todas las puertas se cerraron, la mayor parte de los hombres de a pie se dispusieron sobre el adarve mientras que los caballeros se reunieron en el espacio interior de Porta Valle, preparados para una salida contra el enemigo. Pero por esa noche, el ejército anconitano, guiado por el Duca Berengario di Montacuto, no se acercó a Jesi, quedó acampado más abajo, a pocas leguas de la población de Monsano, semi escondido en el bosque ribereño cercano al río Esino.
Durante algunos días se mantuvo la alerta. Al anochecer las escoltas llegaban hasta el adarve para reforzar la guardia habitualmente delegada en algunos vigías y desde los muros se escuchaba la advertencia de un canto que la población, desde hacía bastantes años, no oía:
¡Ya suena la trompeta, el día acabó ya del toque de queda, la canción subió! ¡Venga, centinelas, a la torre soldados, upa ¡Atentos, en silencio vigilad! |
El Capitano del Popolo había impuesto el toque de queda a los ciudadanos. A las nueve de la noche quien no subía al adarve de los muros debía retirarse a su casa. Pero la guardia estaba destinada a descender muy pronto. Para la noche del 3 de Junio estaba prevista la fiesta en el Palazzo Baldeschi, en la que sería anunciado el noviazgo de la sobrina del Cardenal, Lucia, con el más joven de los hijos de la casa Franciolini. En esos días, cada vez que Lucia cruzaba la mirada con su tío, aunque no era capaz de leer sus pensamientos, en su rostro veía dibujada una sola palabra: traición. Pero no conseguía imaginar qué interpretación dar a aquella palabra, al mismo tiempo tan sencilla y tan compleja.
Capítulo 2
Guglielmo dei Franciolini, Capitano del Popolo de Jesi, era un sabio administrador y sabía perfectamente que no era el momento adecuado para consentir una suntuosa fiesta justo en los días en que el enemigo estaba a las puertas de la ciudad. Pero no podía ir contra el Cardenal, renovando una vez más las desavenencias entre la autoridad civil y la eclesiástica. Precisamente unos años antes, el Palazzo del Governo había sido terminado e inaugurado con la bendición del mismo Papa Alessandro VI que había concedido a la ciudadanía jesina continuar utilizando el león con la corona real, siempre y cuando en la ciudad y en el condado fuese respetada la autoridad eclesiástica. Tanto que, sobre la fachada del palacio, se podía leer, encima del símbolo de la ciudad, la frase Res Publica Aesina – Libertas ecclesiastica – MD. Y por lo tanto el famoso Papa Rodrigo Borgia había concedido una cierta libertad a la República Jesina, con tal de que se sometiese al poder de la Iglesia. Con este acuerdo, a los jesinos les fueron perdonados los horrores perpetrados en el resto de Le Marche por el hijo del Papa, Cesare Borgia, que se había propuesto convertirse en señor absoluto de la Romagna, de Umbria y de Le Marche con la crueldad y la traición. Era historia pasada, de hace casi veinte años atrás, pero de todas maneras Guglielmo debía respetar los pactos. Además, eran justo los esponsales de su hijo Andrea con la sobrina del Cardenal los que sellaban aún más el acuerdo entre güelfos y gibelinos de su ciudad. A fin de cuentas, el enemigo estaba acampado desde hacía unos días en las orillas del río, mucho más abajo, y no daba muestras de moverse. En aquellas noches con el toque de queda, los vigías y los guardias no habían observado movimiento; las fogatas del campamento eran bien visibles, casi como si fuesen mantenidas encendidas a propósito durante toda la noche por los anconitanos. El temor, para nada infundado, de Guglielmo y su hijo Andrea, era que todo fuese un truco. Quizás los enemigos esperaban refuerzos para atacar o quizás atraían la atención de los jesinos sobre aquel pequeño campamento mientras el grueso del ejército aparecería por otro lugar. Las primeras horas de la tarde del jueves 3 de junio habían sido particularmente cálidas. Mientras Guglielmo se preparaba para la ceremonia, ayudado por algunos siervos para vestir los elegantes y coloridos hábitos de brocado que contribuían a aumentar de manera notable su producción de sudor, terminaba de impartir las órdenes a los comandantes de sus soldados.
―A partir de vísperas6 todas las puertas de la ciudad deberán ser cerradas. Disponed también cadenas en las calles principales de manera que, en caso de irrupción del enemigo, se pueda obstaculizar su avance.
El lugarteniente lo interrumpió.
―El Cardenal ha dado órdenes opuestas, mi Señor. Quiere que todas las puertas de la ciudad se dejen abiertas de manera que los nobles que residen en el condado tengan fácil acceso a la ciudad para llegar a su palacio y a la fiesta. No podemos contradecirle.
―¡Reforzad la guardia en los muros! ―gritó el Capitano batiendo un puño sobre la mesa subrayando su orden.
―También sobre esto tengo mis dudas con respecto a hacerlo. El Cardenal, en aras de la seguridad, quiere la mayor parte de la guardia armada alrededor de su palacio.
―¡El Cardenal, el Cardenal! ―Guglielmo estaba poniéndose rojo por la ira y por el calor ―¡De esta manera corremos el riesgo de entregar la ciudad al enemigo! Así será, pero cerraremos todas las puertas de la ciudad al anochecer. Dejaremos abierta sólo la puerta de San Floriano, desde donde los nobles rezagados podrán llegar con facilidad al Palazzo Baldeschi. Nunca hemos sufrido asaltos desde la parte occidental de la ciudad. El enemigo asalta siempre el Valle, llegando desde la llanura del Esino. Sería demasiado engorroso para un ejército llegar desde la parte de las colinas. Además, en la parte occidental los muros son mucho más altos y dentro de la puerta de San Floriano tenemos un fortín dotado con una bombarda, para una defensa suplementaria. Preparad mi caballo y llamad a mi hijo. Es hora de irnos: desfilaremos en procesión con los caballos enjaezados y con armadura por las calles del centro antes de llegar al Palacio del Cardenal.
Asados de la más variada clase de animales de caza, sopas, ensaladas y pasta, ya a últimas horas de la tarde habían sido dispuestas sobre la gran mesa en la que se colocarían los huéspedes. El Cardenal tenía a Lucia cogida de la mano mientras que los siervos rociaban los asados, en particular las grullas, los pavos y los cisnes, con zumo de naranja y agua de rosas, con el fin de convertirlos en más apetitosos. Los filetes de ternera, una vez cocidos, eran completamente cubiertos de especies y azúcar. Una particular atención se había reservado a los acompañamientos, verduras de todas clases y colores que, más que para ser comidas, servían para alegrar los ojos de los comensales y estimular el apetito. En las soperas se exhibían sopas de verduras de distintos colores. Las sopas, que habitualmente eran servidas como postre, tenían un sabor dulce, estaban condimentadas con azúcar, azafrán, semillas de granada y hierbas aromáticas. El auténtico caldo, el que había sido preparado haciendo cocer una mezcla de carnes, verduras y especias en agua, se utilizaba como primer plato, sorbe todo en el campo y en los castillos de la nobleza ciudadana. El caldo se bebía mientras que la carne, quitada del caldo, se comía aparte y se servía con hierbas aromáticas. El Cardenal había dado orden a los cocineros de no servirlo, ya que había dado orden, en cambio, de cocinar una novedad, originaria de la Corte de Carlo VIII, los macarrones, obtenidos de la sémola del trigo modelado en forma de gusanos y condimentados con una salsa a base de aceite de oliva, mantequilla y nata. En dos mesas aparte habían sido colocados los dulces,