los saqueadores no habían encontrado bastante dinero o joyas para llevarse.
No respetaron nada, ni las cosas sagradas, ni por los religiosos, y muchos sacerdotes fueron torturados y martirizados, con el fin de que confesasen el qué lugares secretos habían escondido los ornamentos de las iglesias. El saqueo se extendió a todo el condado y ningún lugar, ni en la ciudad ni en el campo, fue perdonado.
El Palazzo Baldeschi, que había estado cerrado durante todo el tiempo, al octavo día abrió las puertas al Granduca Francesco Maria della Rovere y al Duca Berengario di Montacuto que fueron recibidos en audiencia por el Cardenal. Este último, de hecho, se había arrogado el derecho de negociar la rendición con los adversarios, no estando ya presente en la ciudad autoridad civil o eclesiástica de más alto grado que él.
―Habéis rebasado los límites. Los acuerdos eran que no encontraríais obstáculos y deberíais matar a Franciolini y al hijo, adueñándoos de la ciudad. Una conquista fácil, en cambio durante días y días habéis sembrado terror, destrucción y muerte ―gritó el Cardenal volviéndose a los dos duques.
―Ningún ejército que se respete, sobre todo si está constituido por mercenarios, renuncia al botín de guerra ―replicó della Rovere en tono sosegado, casi aburrido, concentrando su mirada sobre la uña del dedo meñique de la mano derecha, quizás lamentándose por el hecho de que durante los combates ésta se había roto. ―Nosotros hemos mantenido la palabra dada. Ahora, vos debéis mantener la vuestra y nos retiraremos en orden, dejándoos señor indiscutible de esta ciudad.
―¡Que así sea! ―continuó el Cardenal Baldeschi, haciendo de tripas corazón y, de todas maneras, satisfecho en su interior de cómo había ido la operación; si muchos ciudadanos se habían perdido la vida, peor para ellos, no era un gran problema. ―Como había prometido, intercederé ante el Santo Padre para que a vos, Granduca della Rovere, os vengan restituidas tierras y títulos. Podréis retiraros a Urbino y ser respetado por siempre por vuestros súbditos. Por lo que respecta a Ancona, querido Duca, dentro de un mes haré depositar en las cajas de vuestra ciudad diez mil florines de oro que servirán para ampliar y fortificar el puerto pero deberá ser garantizada la escala comercial a los mercaderes de la ciudad de Jesi. Y ahora, retirad vuestros ejércitos.
Francesco Maria della Rovere finalmente dio orden a sus tropas de abandonar la ciudad. Los invasores se fueron con una caravana de más de mil bestias cargadas con un montón de cosas excelentes, además de un gran botín en dinero, joyas y piezas de artillería. Por su parte, el Duca di Montacuto, no fiándose del todo de la palabra del Cardenal, retiró el grueso del ejército pero dejó una guarnición en Jesi que solamente se iría después de que la ciudad vencida hubiese pagado lo pactado.
En esos días, Artemio Baldeschi, estaba demasiado concentrado en el curso de los acontecimientos para darse cuenta de lo que estaban haciendo su hermana y su sobrina y ni siquiera se había percatado de que la muchacha, desde aquel famoso jueves por la noche, había desaparecido. Habían advertido su ausencia, perfectamente, las dos siervas, la rubia y la morena, Mira y Pinuccia, que esperaban el seguro arrebato del Cardenal en el momento en que por fin la notase. Las dos sirvientas sabían bien que, desde aquella noche, Lucia se había encerrado en la mansión de los Franciolini, empeñada en curar a Andrea, herido gravemente en la confrontación con el enemigo y sabían bien que si el tío de la muchacha llegaba a enterarse se enfurecería aún más.
La noche de la fiesta, Lucia, en cuanto se acabó de vestir, salió al balcón del palacio que se asomaba a la plaza de abajo y que dominaba la misma, para observar el cortejo de los nobles Franciolini que llegaba desde el lado opuesto, desde la Via delle Botteghe. Estaba cayendo la noche y parecía que todo marchaba bien, que todo estuviese tranquilo, y la mala sensación que había sentido poco antes ya había desaparecido. Pero, de repente, desde la Via del Fortino, habían comenzado a desembocar hombres armados, cada vez más numerosos, que habían comenzado enseguida una batalla con los hombres del cortejo que seguía al Capitano del Popolo. Había visto a su amado Andrea herido por las flechas y había visto a Guglielmo herido de muerte en la espalda. Aquel bellaco con una enorme espada había aprovechado su momento de distracción, en que había visto herido a su hijo, para golpearlo por detrás. Lucia no podía asistir imponente a aquel horror, debía correr en ayuda de Andrea que, además de las flechas, estaba oprimido por el peso de su caballo que le había caído encima, quizás sin vida. Se precipitó por las escaleras y llegó hasta el vestíbulo; estaba a punto de abrir el portal de la entrada cuando se dio cuenta de que los combates se habían extendido por toda la plaza y que no era el momento para salir desde ahí. Entró en los establos y localizó la puertecilla lateral de servicio, aquella utilizada por los mozos de cuadra, que daba al callejón. La puerta de madera estaba cerrada con una cadena desde el interior, le fue fácil abrirla y encontrarse en una callejuela oscura y hedionda, a pocos metros de distancia de la antigua cisterna romana. Unos pocos pasos y estaría en la plaza, por el lado de la iglesia de San Floriano. Para no hacerse notar por la multitud de combatientes y atravesar la plaza indemne debía utilizar una estratagema. Precisamente unos días antes, la abuela le había enseñado una especie de conjuro de invisibilidad. No es que éste la convirtiese en invisible en el auténtico sentido de la palabra pero conseguía que pudiese pasar desapercibida a los ojos de los demás. Esperaba que funcionase, recitó la fórmula y comenzó a atravesar la plaza, manteniéndose en todo momento a ras de los muros, primero del convento, luego de la iglesia de San Floriano, luego los de un palacio de reciente construcción, luego del Palazzo Ghislieri, llegando a la esquina donde tanto Via del Fortino como Via delle Botteghe desembocaban en la plaza. Si había llegado allí gracias al conjuro de invisibilidad o porque nadie se había fijado en ella, completamente ocupado en la batalla, no lo podría decir. El hecho es que había llegado hasta su amor agonizante. Lo habían atravesado cuatro flechas, dos en la pierna derecha, una en el hombro izquierdo, la última traspasaba de parte a parte el brazo derecho a la altura del músculo bícipe. Había perdido mucha sangre y estaba semi inconsciente, la pierna izquierda aplastada contra los adoquines por el peso del tronco del caballo. Lucia se concentró en la bestia muerta, ordenando con la mente su parcial levitación. El cambio de posición del animal fue casi imperceptible pero bastó para que, comenzando a tirar de Andrea mientras lo aferraba por las axilas, la muchacha consiguiese librarlo de aquella mala posición. Los ojos del joven, como por arte de magia, volvieron a brillar, mirando fijamente a los de la muchacha durante un tiempo que ella creyó sublime, luego se voltearon hacia dentro, mientras Andrea perdía completamente la consciencia. Lucia no se desesperó, apoyó dos dedos sobre la yugular de su amado y pudo advertir, si bien, una débil pulsación.
No todo está perdido, pensó. ¡Todavía no lo ha abandonado la vida! Pero debo actuar con rapidez si quiero ponerlo a salvo.
Confiándose a sus poderes, pero sobre todo en la fuerza de la desesperación y en el profundo amor que por segunda vez le habían inspirado sus ojos, comenzó a arrastrar su cuerpo inerte, dándose cuenta de que no estaba ni siquiera haciendo un esfuerzo sobrehumano. Extendió su conjuro de invisibilidad a su joven amor y se dirigió por la Costa dei Longobardi para llegar al Palazzo Franciolini. Ninguno de los hombres que estaban combatiendo en las calles se dignó mirarles, continuaban cruzando las armas y combatiendo como si Lucia, con su pesado fardo, ni siquiera existiese. Cuando estuvo delante del portón de la mansión de Andrea, colocó en el suelo su cuerpo exánime y se paró otra vez sobre aquella baldosa decorada que tanto le había llamado la atención, la que representaba un pentagrama de siete puntas. Pero no era el momento de dejarse llevar por las distracciones. Aferró la aldaba del portalón y comenzó a golpearlo con todas sus fuerzas. Uno de los sirvientes de la casa Franciolini, un moro musculoso con un turbante en la cabeza, que el Capitano del Popolo había comprado como esclavo en un viaje a Barcelona, abrió el portalón un poquito, para asegurarse de que no fuesen enemigos los que llamaban a la puerta. Cuando se dio cuenta de la situación, en un abrir y cerrar de ojos, hizo entrar a la muchacha y arrastró adentro al joven señor.
―Por Alá y por Mahona, bendito sea su nombre, que sea perdonado por haberlos nombrado. ¿Qué ha ocurrido con el Capitano?
―El Capitano está muerto y si, ¡en vez de perder el tiempo en invocar a tus dioses, no haces lo que te digo, el mismo fin tendrá también tu joven señor!
―No