Carlos Fernández Liria

El orden de 'El Capital'


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van inevitablemente adosados a la certeza sensible cuando no se han tomado todas las precauciones científicas), conviene también indicar que la construcción de modelos teóricos no puede convertirse en una licencia para la ensoñación apriorística. Como hemos visto, los modelos no son sino una muestra de la gran cantidad de trabajo teórico que, en cualquier caso, se requiere para despejar un lugar que restablezca los derechos de la experiencia. Lo que no puede ocurrir es que los derechos de la experiencia queden conculcados por el propio modelo.

      Sin embargo, no parecen nada acomplejados por el casi nulo resultado empírico con el que cuentan sus construcciones teóricas. Más bien al contrario, en tono bastante arrogante, consideran que si los hechos no responden a sus modelos, lo mejor que se puede hacer es cambiar los hechos. Se trata, sin duda, de un proceder científico inusual el de pensar que cuando la realidad no se ajusta al modelo, la que falla es la realidad y, por lo tanto, habrá que aplicar algún plan de ajuste del FMI para corregirla. Bien es verdad que esta arrogancia viene amparada desde el poder político y las instituciones financieras, contribuyendo esto en gran medida a su éxito, pero desde el punto de vista estrictamente teórico (que es, en definitiva, el que nos interesa aquí), se trata de una anomalía verdaderamente insólita.

      Toda su construcción teórica está basada sobre el supuesto de que cada individuo humano es esencialmente una especie de mónada que sólo intenta maximizar su propio interés (algo para lo que reservan en exclusiva el noble nombre de «comportamiento racional»), realizando sin parar complicadísimos cálculos de la utilidad esperada de cada acción. A partir de aquí, y partiendo de la presunta «evidencia» de que una sociedad es esencialmente la suma de un montón de «individuos humanos», cualquier explicación de los procesos sociales se realiza por mera agregación de estos «pequeños centros de cálculo egocéntricos», considerando cualquier comportamiento que no responda a este perfil como resultado de alguna perturbación externa. Hasta qué punto llega la esterilidad empírica de este modelo para dar cuenta de los comportamientos sociales, se pone de manifiesto si pensamos, por ejemplo, que tiene que condenar como «irracional» cosas tan comunes en cualquier sociedad como el tozudo empeño de los padres por cuidar desinteresadamente de sus hijos. En efecto, si lo que esencialmente caracteriza a los sujetos humanos –que son, a su vez, considerados como las mónadas de las que se compone cualquier construcción social posible, tanto Manhattan como una tribu del Pacífico– es comportarse «racionalmente» (o sea, en su jerga, intentando siempre maximizar la utilidad esperada), entonces cualquier comportamiento desinteresado debe entenderse como una anomalía que cae fuera de esa supuesta naturaleza humana (base, como hemos dicho, de toda explicación social respecto a cualquier tiempo o lugar). Bien es verdad que nunca falta quien intenta apuntalar mínimamente la eficacia empírica del modelo considerando que esos comportamientos desinteresados tienen que ser sólo aparentes, pues, en el ejemplo que acabamos de plantear, pongamos por caso, si los padres cuidan de sus hijos debe ser para conseguir que éstos cuiden de ellos cuando sean viejos; y si los padres, de todas formas, también cuidan de los hijos incluso cuando éstos tienen enfermedades terminales (es decir, cuando no hay esperanza de obtener una contraprestación por su parte en el futuro), tiene que ser porque, tras realizar cierto cálculo, han preferido evitar el rechazo social que sufrirían si los abandonaran, etc. De este modo, su acercamiento a los hechos (cuando lo hay) se reduce más bien a postular que la realidad, aunque aparente lo contrario, tiene que obedecer a los supuestos de la teoría (lo cual, desde luego, lejos de ser una gran proeza científica, es una licencia para no abandonar ni un instante el cómodo aunque estéril terreno de las tautologías); pero, en todo caso, si por cualquier motivo, en un momento dado, se prefiere considerar que la realidad no responde a las exigencias del modelo, entonces se concluye que tanto peor para la realidad, que estaría introduciendo conductas «irracionales» que, evidentemente, habría que corregir.

      Por lo tanto, el uso de estos modelos no es en ningún sentido una operación encaminada a restablecer los derechos de la experiencia, sino, más bien al contrario, a suprimirlos por completo. De hecho, como ya hemos indicado, se trata de un desprecio por lo real que tiene su base en una concepción de los modelos científicos que permite, literalmente, hacer lo que te dé la gana respecto a lo real. Cuando interesa presentar la teoría como descriptiva, perfectamente puedes suponer que la realidad seguramente obedece a tus supuestos aunque se empeñe en aparentar lo contrario y, cuando interesa presentar la teoría como normativa, reconoces que efectivamente la realidad no se ajusta al modelo, pero, entonces, propones correcciones no del modelo, sino de lo real (correcciones para cuya aplicación se recurre precisamente a las grandes instituciones financieras internacionales).

      No es éste el momento de analizar el sentido (obviamente, ideológico) que puede corresponder a una operación teórica de este tipo. La ciencia no puede consistir ni en señalar obsesivamente a la riqueza y complejidad de lo real, como si con eso se estuviera dando algún paso en su conocimiento, ni en construir modelos enteramente apriorísticos que se desentiendan de lo real porque pretendan más bien enmendarle la plana diciéndole lo que tiene que ser.

      Ciertamente, no hay observación si no se ha despejado antes, mediante un ingente trabajo teórico, un lugar para posibilitarla –y, en este sentido, es enteramente estéril, desde el punto de vista del conocimiento, limitarse a glorificar la «riqueza», «complejidad», «fluidez» e «inefabilidad» de lo concreto–; pero tampoco se puede perder de vista que todo ese trabajo teórico previo debe ir siempre encaminado, precisamente, a construir un lugar que restablezca los derechos de la experiencia y no, en ningún caso, a suplantarla –y, en este sentido, es una estafa intentar que la teoría sustituya a la experiencia en vez de limitarse a crear las condiciones en las que devolverle la palabra con ciertas garantías de que son las cosas mismas las que la toman.

      2.5 El modelo de mercado en la economía