Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas


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a su niño, sin disimular la ira—, que se te antoje también ponerte esos pantalones ajustados con los cuales las piernas de los hombres parecen zancas de cigüeña?». Y una vez roto el fuego, rompió la señora en acusaciones contra su hijo por aquellas maneras nuevas de hablar y de vestir. Él se reía, buscando medios de eludir la cuestión; pero la inflexible mamá le cortaba la retirada con preguntas contundentes. ¿A dónde iba por las noches? ¿Quiénes eran sus amigos? Respondía él que los de siempre, lo cual no era verdad, pues salvo Villalonga, que salía con él muy puesto también de capita corta y pavero, los antiguos condiscípulos no aportaban ya por la casa. Y Barbarita citaba a Zalamero, a Pez, al chico de Tellería. ¿Cómo no hacer comparaciones? Zalamero, a los veintisiete años, era ya diputado y subsecretario de Gobernación, y se decía que Rivero quería dar a Joaquinito Pez un Gobierno de provincia. Gustavito hacía cada artículo de crítica y cada estudio sobre los Orígenes de tal o cual cosa, que era una bendición, y en tanto él y Villalonga ¿en qué pasaban el tiempo?, ¿en qué?, en adquirir hábitos ordinarios y en tratarse con zánganos de coleta. A mayor abundamiento, en aquella época del 70 se le desarrolló de tal modo al Delfín la afición a los toros, que no perdía corrida, ni dejaba de ir al apartado ningún día y a veces se plantaba en la dehesa. Doña Bárbara vivía en la mayor intranquilidad, y cuando alguien le contaba que había visto a su ídolo en compañía de un individuo del arte del cuerno, se subía a la parra y... «Mira, Juan, creo que tú y yo vamos a perder las amistades. Como me traigas a casa a uno de esos tagarotes de calzón ajustado, chaqueta corta y botita de caña clara, te pego, sí, hago lo que no he hecho nunca, cojo una escoba y ambos salís de aquí pitando»... Estos furores solían concluir con risas, besos, promesas de enmienda y reconciliaciones cariñosas, porque Juanito se pintaba solo para desenojar a su mamá.

      Como supiera un día la dama que su hijo frecuentaba los barrios de Puerta Cerrada, calle de Cuchilleros y Cava de San Miguel, encargó a Estupiñá que vigilase, y este lo hizo con muy buena voluntad llevándole cuentos, dichos en voz baja y melodramática: «Anoche cenó en la pastelería del sobrino de Botín, en la calle de Cuchilleros... ¿sabe la señora? También estaba el Sr. de Villalonga y otro que no conozco, un tipo así... ¿cómo diré?, de estos de sombrero redondo y capa con esclavina ribeteada. Lo mismo puede pasar por un randa que por un señorito disfrazado».

      —¿Mujeres...?—preguntó con ansiedad Barbarita.

      —Dos, señora, dos—dijo Plácido corroborando con igual número de dedos muy estirados lo que la voz denunciaba—. No les pude ver las estampas. Eran de estas de mantón pardo, delantal azul, buena bota y pañuelo a la cabeza... en fin, un par de reses muy bravas.

      A la semana siguiente, otra delación:

      «Señora, señora...».

      —¿Qué? —Ayer y anteayer entró el niño en una tienda de la Concepción Jerónima, donde venden filigranas y corales de los que usan las amas de cría...

      —¿Y qué? —Que pasa allí largas horas de la tarde y de la noche. Lo sé por Pepe Vallejo, el de la cordelería de enfrente, a quien he encargado que esté con mucho ojo.

      —¿Tienda de filigranas y de corales?

      —Sí, señora; una de estas platerías de puntapié, que todo lo que tienen no vale seis duros.

      No la conozco; se ha puesto hace poco; pero yo me enteraré. Aspecto de pobreza. Se entra por una puerta vidriera que también es entrada del portal, y en el vidrio han puesto un letrero que dice: Especialidad en regalos para amas... Antes estaba allí un relojero llamado Bravo, que murió de miserere.

      De pronto los cuentos de Estupiñá cesaron. A Barbarita todo se le volvía preguntar y más preguntar, y el dichoso hablador no sabía nada. Y cuidado que tenía mérito la discreción de aquel hombre, porque era el mayor de los sacrificios; para él equivalía a cortarse la lengua el tener que decir: «no sé nada, absolutamente nada». A veces parecía que sus insignificantes e inseguras revelaciones querían ocultar la verdad antes que esclarecerla. «Pues nada, señora; he visto a Juanito en un simón, solo, por la Puerta del Sol... digo... por la Plaza del Ángel... Iba con Villalonga... se reían mucho los dos... de algo que les hacía gracia...». Y todas las denuncias eran como estas, bobadas, subterfugios, evasivas... Una de dos: o Estupiñá no sabía nada, o si sabía no quería decirlo por no disgustar a la señora.

      Diez meses pasaron de esta manera, Barbarita interrogando a Estupiñá, y este no queriendo o no teniendo qué responder, hasta que allá por Mayo del 70, Juanito empezó a abandonar aquellos mismos hábitos groseros que tanto disgustaban a su madre. Esta, que lo observaba atentísimamente, notó los síntomas del lento y feliz cambio en multitud de accidentes de la vida del joven. Cuánto se regocijaba la señora con esto, no hay para qué decirlo. Y aunque todo ello era inexplicable llegó un momento en que Barbarita dejó de ser curiosa, y no le importaba nada ignorar los desvaríos de su hijo con tal que se reformase. Lentamente, pues, recobraba el Delfín su personalidad normal. Después de una noche que entró tarde y muy sofocado, y tuvo cefalalgia y vómitos, la mudanza pareció más acentuada. La mamá entreveía en aquella ignorada página de la existencia de su heredero, amores un tanto libertinos, orgías de mal gusto, bromas y riñas quizás; pero todo lo perdonaba, todo, todito, con tal que aquel trastorno pasase, como pasan las indispensables crisis de las edades. «Es un sarampión de que no se libra ningún muchacho de estos tiempos—decía—. Ya sale el mío de él, y Dios quiera que salga en bien.

      Notó también que el Delfín se preocupaba mucho de ciertos recados o esquelitas que a la casa traían para él, mostrándose más bien temeroso de recibirlos que deseoso de ellos. A menudo daba a los criados orden de que le negaran y de que no se admitiera carta ni recado. Estaba algo inquieto, y su mamá se dijo gozosa: «Persecución tenemos; pero él parece querer cortar toda clase de comunicaciones. Esto va bien». Hablando de esto con su marido, D. Baldomero, en quien lo progresista no quitaba lo autoritario (emblema de los tiempos), propuso un plan defensivo que mereció la aprobación de ella. «Mira, hija, lo mejor es que yo hable hoy mismo con el Gobernador, que es amigo nuestro. Nos mandará acá una pareja de orden público, y en cuanto llegue hombre o mujer de malas trazas con papel o recadito, me lo trincan, y al Saladero de cabeza».

      Mejor que este plan era el que se le había ocurrido a la señora. Tenían tomada casa en Plencia para pasar la temporada de verano, fijando la fecha de la marcha para el 8 o el 10 de Julio. Pero Barbarita, con aquella seguridad del talento superior que en un punto inicia y ejecuta las resoluciones salvadoras, se encaró con Juanito, y de buenas a primeras le dijo: «Mañana mismo nos vamos a Plencia».

      Y al decirlo se fijó en la cara que puso. Lo primero que expresó el Delfín fue alegría. Después se quedó pensativo. «Pero deme usted dos o tres días. Tengo que arreglar varios asuntos...».

      —¿Qué asuntos tienes tú, hijo? Música, música. Y en caso de que tengas alguno, créeme, vale más que lo dejes como está.

      Dicho y hecho. Padres e hijo salieron para el Norte el día de San Pedro. Barbarita iba muy contenta, juzgándose ya vencedora, y se decía por el camino: «Ahora le voy a poner a mi pollo una calza para que no se me escape más». Instaláronse en su residencia de verano, que era como un palacio, y no hay palabras con qué ponderar lo contentos y saludables que todos estaban. El Delfín, que fue desmejoradillo, no tardó en reponerse, recobrando su buen color, su palabra jovial y la plenitud de sus carnes. La mamá se la tenía guardada. Esperaba ocasión propicia, y en cuanto esta llegó supo acometer la empresa aquella de la calza, como persona lista y conocedora de las mañas del ave que era preciso aprisionar. Dios la ayudaba sin duda, porque el pollo no parecía muy dispuesto a la resistencia.

      «Pues sí—dijo ella, después de una conversación preparada con gracia—. Es preciso que te cases. Ya te tengo la mujer buscada. Eres un chiquillo, y a ti hay que dártelo todo hecho. ¡Qué será de ti el día en que yo te falte! Por eso quiero dejarte en buenas manos... No te rías, no; es la verdad, yo tengo que cuidar de todo, lo mismo de pegarte el botón que se te ha caído, que de elegirte la que ha de ser compañera de toda tu vida, la que te ha de mimar cuando yo me muera. ¿A ti te cabe en la cabeza que pueda