Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas


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el amor. Un día le dije: «Si quieres probarme que me quieres, huye de tu casa conmigo». Yo pensé que me iba a decir que no.

      —Pensaste mal... sobre todo si en su casa había... leña.

      —La respuesta fue coger el mantón, y decirme vamos. No podía salir por la Cava. Salimos por la zapatería que se llama Al ramo de azucenas. Lo que te digo; el pueblo es así, sumamente ejecutivo y enemigo de trámites.

      Jacinta miraba al suelo más que a su marido.

      —Y a renglón seguido la consabida palabrita de casamiento—dijo mirándole de lleno y observándole indeciso en la respuesta.

      Aunque Jacinta no conocía personalmente a ninguna víctima de las palabras de casamiento, tenía una clara idea de estos pactos diabólicos por lo que de ellos había visto en los dramas, en las piezas cortas y aun en las óperas, presentados como recurso teatral, unas veces para hacer llorar al público y otras para hacerle reír. Volvió a mirar a su marido, y notando en él una como sonrisilla de hombre de mundo, le dio un pellizco acompañado de estos conceptos, un tanto airados:

      «Sí, la palabra de casamiento con reserva mental de no cumplirla, una burla, una estafa, una villanía. ¡Qué hombres!... Luego dicen... ¿Y esa tonta no te sacó los ojos cuando se vio chasqueada?... Si hubiera sido yo...».

      —Si hubieras sido tú, tampoco me habrías sacado los ojos.

      —Que sí... pillo... granujita. Vaya, no quiero saber más, no me cuentes más.

      —¿Para qué preguntas tú? Si te digo que no la quería, te enfadas conmigo y tomas partido por ella... ¿Y si te dijera que la quería, que al poco tiempo de sacarla de su casa, se me ocurría la simpleza de cumplir la palabra de casamiento que le di?

      —¡Ah, tuno!—exclamó Jacinta con ira cómica, aunque no enteramente cómica—. Agradece que estamos en la calle, que si no, ahora mismo te daba un par de repelones y de cada manotada me traía un mechón de pelo... Con que casarte... ¡y me lo dices a mí!... ¡a mí!

      La carcajada lanzada por Santa Cruz retumbó en la cavidad de la plazoleta silenciosa y desierta con ecos tan extraños, que los dos esposos se admiraron de oírla. Formaban la rinconada aquella vetustos caserones de ladrillo modelado a estilo mudéjar, en las puertas gigantones o salvajes de piedra con la maza al hombro, en las cornisas aleros de tallada madera, todo de un color de polvo uniforme y tristísimo. No se veían ni señales de alma viviente por ninguna parte. Tras las rejas enmohecidas no aparecía ningún resquicio de maderas entornadas por el cual se pudiera filtrar una mirada humana.

      «Esto es tan solitario, hija mía—dijo el marido, quitándose el sombrero y riendo—, que puedes armarme el gran escándalo sin que se entere nadie».

      Juanito corría. Jacinta fue tras él con la sombrilla levantada. «Que no me coges». —«A que sí».—«Que te mato...». Y corrieron ambos por el desigual pavimento lleno de yerba, él riendo a carcajadas, ella coloradita y con los ojos húmedos. Por fin, ¡pum!, le dio un sombrillazo, y cuando Juanito se rascaba, ambos se detuvieron jadeantes, sofocados por la risa.

      «Por aquí» dijo Santa Cruz señalando un arco que era la única salida.

      Y cuando pasaban por aquel túnel, al extremo del cual se veía otra plazoleta tan solitaria y misteriosa como la anterior, los amantes, sin decirse una palabra, se abrazaron y estuvieron estrechamente unidos, besuqueándose por espacio de un buen minuto y diciéndose al oído las palabras más tiernas.

      «Ya ves, esto es sabrosísimo. Quién diría que en medio de la calle podía uno...».

      —Si alguien nos viera... —murmuró Jacinta ruborizada, porque en verdad, aquel rincón de Zaragoza podía ser todo lo solitario que se quisiese, pero no era una alcoba.

      —Mejor... si nos ven, mejor... Que se aguanten el gorro.

      Y vuelta a los abracitos y a los vocablos de miel.

      —Por aquí no pasa un alma... —dijo él—. Es más, creo que por aquí no ha pasado nunca nadie. Lo menos hay dos siglos que no ha corrido por estas paredes una mirada humana...

      —Calla, me parece que siento pasos.

      —Pasos... ¿a ver?... —Sí, pasos. En efecto, alguien venía. Oyose, sin poder determinar por dónde, un arrastrar de pies sobre los guijarros del suelo. Por entre dos casas apareció de pronto una figura negra. Era un sacerdote viejo. Cogiéronse del brazo los consortes y avanzaron afectando la mayor compostura. El clérigo, al pasar junto a ellos, les miró mucho.

      «Paréceme—indicó la esposa, agarrándose más al brazo de su marido y pegándose mucho a él—, que nos lo ha conocido en la cara».

      —¿Qué nos ha conocido?

      —Que estábamos... tonteando.

      —Psch... ¿y a mí, qué?

      —Mira—dijo ella cuando llegaron a un sitio menos desierto—, no me cuentes más historias. No quiero saber más. Punto final.

      Rompió a reír, a reír, y el Delfín tuvo que preguntarle muchas veces la causa de su hilaridad para obtener esta respuesta:

      «¿Sabes de qué me río? De pensar en la cara que habría puesto tu mamá si le entras por la puerta una nuera de mantón, sortijillas y pañuelo a la cabeza, una nuera que dice diquiá luego y no sabe leer».

       Índice

      «Quedamos en que no hay más cuentos».

      —No más... Bastante me he reído ya de tu tontería. Francamente, yo creí que eras más avisado... Además, todo lo que me puedas contar me lo figuro. Que te aburriste pronto. Es natural... El hombre bien criado y la mujer ordinaria no emparejan bien. Pasa la ilusión, y después ¿qué resulta? Que ella huele a cebolla y dice palabras feas... A él... como si lo viera... se le revuelve el estómago, y empiezan las cuestiones. El pueblo es sucio, la mujer de clase baja, por más que se lave el palmito, siempre es pueblo. No hay más que ver las casas por dentro. Pues lo mismo están los benditos cuerpos.

      Aquella misma tarde, después de mirar la puerta del Carmen y los elocuentes muros de Santa Engracia, que vieron lo que nadie volverá a ver, paseaban por las arboledas de Torrero. Jacinta, pesando mucho sobre el brazo de su marido, porque en verdad estaba cansadita, le dijo:

      «Una sola cosa quiero saber, una sola. Después punto en boca. ¿Qué casa era esa de la Concepción Jerónima...?».

      —Pero, hija, ¿qué te importa?... Bueno, te lo diré. No tiene nada de particular. Pues señor... vivía en aquella casa un tío de la tal, hermano de la huevera, buen tipo, el mayor perdido y el animal más grande que en mi vida he visto; un hombre que lo ha sido todo, presidiario y revolucionario de barricadas, torero de invierno y tratante en ganado. ¡Ah! ¡José Izquierdo!... te reirías si le vieras y le oyeras hablar. Este tal le sorbió los sesos a una pobre mujer, viuda de un platero y se casó con ella. Cada uno por su estilo, aquella pareja valía un imperio. Todo el santo día estaban riñendo, de pico se entiende... ¡Y qué tienda, hija, qué desorden, qué escenas! Primero se emborrachaba él solo, después los dos a turno. Pregúntale a Villalonga; él es quien cuenta esto a maravilla y remeda los jaleos que allí se armaban. Paréceme mentira que yo me divirtiera con tales escándalos. ¡Lo que es el hombre! Pero yo estaba ciego; tenía entonces la manía de lo popular.

      —¿Y su tía, cuando la vio deshonrada, se pondría hecha una furia, verdad?

      —Al principio sí... te diré...—replicó el Delfín buscando las callejuelas de una explicación algo enojosa—. Pero más que por la deshonra se enfurecía por la fuga. Ella quería tener en su casa a la pobre muchacha, que era su machacante. Esta gente del pueblo es atroz. ¡Qué moral tan extraña la suya!, mejor