de ellos todo ha de cambiar. Un periodista suele pasar años esperando el momento exacto, el golpe de suerte; tener entre las manos algo grande, una información importante. Una historia que sacuda a millones de personas, capaz de trepar los encabezados hasta llegar al mito supremo de la primera página, ese lugar frecuentado por el éxito. Ramón Carpintero, cronista de policiales, no era más que un taciturno cincuentón entrado en años y grasas; pero había conservado, aunque adormecidas, sus ilusiones juveniles. Cuando la espera lacerante de la jubilación había empezado a rondar por su cabeza, se produjo lo que, de manera imprevista, despertó sus sueños, los que esperaban ocultos en los cajones de la frustración.
Ramón Carpintero reconoció de inmediato el diamante. Eso ya le había pasado, la diferencia era que ahora se dispuso a trabajarlo, pulirlo amorosamente cada uno de sus días por venir.
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Un empleado de la Oficina de Información de la Presidencia —casi un amigo, si se desliza un par de billetes en el momento indicado— le dijo en voz baja y actitud cómplice que el informe se había originado en el Servicio de Investigaciones Sociales. El pomposo nombre apenas ocultaba un departamento de la inteligencia del Estado.
—Que yo sepa —agregó muy seguro— nunca salió de allí.
¡Justo lo que necesitaba saber! A la mañana siguiente visitó a un antiguo compañero de estudios que trabajaba en el Ministerio de Interior.
—Darío, ¿cómo es posible que en la Oficina de Información no hayan podido darme el informe? Tienen todo de cuanta dependencia se pida, pero del informe nada, absolutamente nada, solo esa síntesis.
—¡Vericuetos de la burocracia, Ramón!
El chirrido de la puerta vaivén los previno. La secretaria, una joven de pechos escasos y nalgas bien puestas, entró con dos cafés, unas cuantas carpetas que dejó sobre el escritorio, su perfume floral y un par de novedades que Darío escuchó sin mirarla.
—Burocracia o no, me parece poco serio que la gente conozca una síntesis de dos carillas. ¡Dos carillas!
—¿Creés acaso que te hubieran dado el trabajo completo?
—¿Por qué no?
—...
—Lo daría a conocer.
—¡Demasiado iluso para ser periodista! Además, el pobre Paseck ni siquiera tuvo tiempo de corregirlo.
A Ramón Carpintero solía pasarle que una fracción de segundo antes de que su cerebro entendiera, una suave corriente eléctrica le recorría el cuerpo. Un llamado de atención para su mente. Un despertador para el órgano del conocimiento, el mensaje del cuerpo al espíritu: ¡algo está por ocurrir!
—Cómo… ¿No fue escrita por él?
—No tuvo tiempo, murió antes.
Hubo una pausa, un momento de tensión.
—¿Quién la hizo?
—Pedro Artiz.
—¿Y ese tipo sabe algo de sociología?
—Supongo. Aquí es difícil estar seguro de quién sabe qué cosa. Se especializó en Inglaterra, becado. Regresó justo para escribir la síntesis.
—¿Becado en qué universidad?
—Ninguna, fue para un curso de la Fundación para el Desarrollo Informático.
—Me estás diciendo que la síntesis la hizo un burócrata especializado en técnicas informáticas. Esos tipos que se sientan a un escritorio, ocho horas por día frente a un monitor, para sumar y restar cosas que no entienden.
—Es de uso corriente.
—¿Vos leíste el informe original?
—No, claro que no. Son muy pocos los que tuvieron acceso a él, pero no debe haber mucha diferencia con la síntesis.
—Lo que no entiendo es por qué Paseck eligió, entre todos sus colaboradores, a alguien sin formación histórica ni sociológica.
Hubiera aceptado que de no ser un sociólogo o un historiador fuera un escritor o un periodista, alguien que manejara el lenguaje con la misma devoción por los significados que el desaparecido. Pero un informático...
—¿Quién te dijo que lo eligió? Ni siquiera lo tuvo como ayudante.
Se produjo un larguísimo silencio, sus miradas se cruzaron dilatando los segundos; Darío se dio cuenta de que había sido imprudente.
—La síntesis la hizo alguien que no tuvo participación en la investigación.
Darío asintió casi con recelo.
—Eso significa que entre el informe y la síntesis puede haber serias diferencias, inexactitudes...
—Pero ¿por qué? Aquello fue algo que pasó hace tanto tiempo, un episodio lamentable pero que ya está enterrado. ¿A quién puede importarle ahora?
Ramón apuró su café y, observando el reloj, desde el fondo de su estómago, sacó la respuesta:
—A mí.
Se levantó para despedirse y volver a la redacción. Ya dejaba la oficina cuando a sus espaldas escuchó la voz de su amigo:
—Cuando se publicó la síntesis de Artiz, el informe fue declarado secreto.
—¿Cómo?
—Es secreto de Estado, no lo busqués porque nadie te lo va a dar. Y mejor que no se enteren de que estás escarbando.
—¿Quiénes?
Darío se encogió de hombros:
—No te metas en problemas.
• • •
Ese cincuentón aburrido, de vida apacible y ordinaria, hastiado de su propia rutina, de sus límites, de su cobardía inconfesa que ocultaba tras una fachada ligeramente seductora, decidió recorrer el tentador camino del peligro.
Dado que ninguna oficina pública le iba a dar el informe, y no teniendo capacidad económica para hacer un soborno lo suficientemente importante que compensase el peligro de una prolongada prisión, no tuvo mejor idea que visitar a la viuda del profesor y buscar en su casa —previa rememoración de una vieja y acaso olvidada amistad— una copia perdida del trabajo.
Doña Clo, piadosa transformación de Clotilde, lo atendió con su sencillez habitual. No fue su rostro, todavía terso, ni su figura delgada sino su mirada la que le hizo evidente las noches de insomnio. Doña Clo y el profesor habían sido muy unidos y, aunque no tuvieron hijos, compartieron cosas importantes y sutiles. Carpintero llevó lentamente la conversación hacia el tema del informe.
—Sí, él trabajó mucho tiempo en eso, aquella investigación lo hizo revivir. Cuando el presidente le encargó el informe, poniéndole todos los recursos a su disposición, creyó que tocaba el cielo con las manos. Sintió que haría lo más importante de su vida. Nosotros nunca hablábamos mucho de su trabajo, pero en alguna oportunidad me comentó que había hechos grandes descubrimientos.
—¿Cómo cuáles, Clo?
—Me dijo que las causas de aquellos hechos fueron tergiversadas, que hubo una especie de censura alrededor del tema. Encontró pruebas que comprometían a personajes importantes de fines del siglo pasado. Hombres de la política, eclesiásticos, militares, intelectuales, mucha gente.
—Clo, yo, ¿cómo decir...? No quiero mentirle, vine en busca de alguna copia.
—Pero Ramón, aquí no hay nada. Mi marido tenía una copia o dos, pero cuando vinieron los del Servicio se las llevaron.
—¿Requisaron la casa?
—Buscaron por todos lados, me hicieron muchas preguntas tratando de saber qué acceso había tenido yo al informe.
—Así que no queda nada.