no dije eso —respondió Clo ante su muda sorpresa—. Vea, Ramón, la historia es así. Él temía que algún accidente, me entiende, pudiera borrar la información...
—¡Él...!
—Recuerde que me había dicho que tenía pruebas comprometedoras para mucha gente importante. Con el paso del tiempo se fue poniendo nervioso y reservado. Cuando ya casi había terminado el trabajo tuvo una idea...
Clo hizo una pausa, luego siguió más bajo, como confesando un secreto.
—Así que, antes de que archivaran los expedientes, los sacó con la excusa de hacer un último estudio.
—¿Eso no despertó sospechas?
—En absoluto, sabe usted la fama de meticuloso que tenía. Era el científico loco del Servicio. Además, se lo respetaba demasiado. No podía solo, así que convenció a uno de sus ayudantes.
—¿Y los trajo acá?
—Sí.
—Y cuando requisaron la casa los del Servicio…
—No, él ya los había sacado.
Carpintero sintió una puntada en la base del estómago.
—Un día antes de entregar el informe llevó todo a casa de un amigo nuestro. Probablemente aún lo tenga.
—Usted les ocultó...
—No preguntaron…
Ramón rio a carcajadas, Clo también, probablemente por primera vez en muchos meses.
—Una pregunta más, ¿cuál fue el ayudante comprometido con el plan del profesor?
—¿No se dio cuenta, Ramón?
Entonces entendió. Quijano, el mismo que acompañaba a Paseck el día del accidente.
—Sí, disculpe, era evidente.
• • •
Pocos días después fue a ver a quien, posiblemente, tenía los expedientes de Paseck. La persona lo recibió alborozado, hablar con un amigo de su amigo, ordenar y desordenar historias, recordar sus andanzas con el profesor en la época de estudiantes. La charla parecía estirarse con repetición de intimidades adolescentes cuando Ramón, a boca de jarro, sacó el tema de la investigación y le extendió la breve esquela de Clotilde. El rostro del hombre se ensombreció.
Querido Arches:
El que lleva esta nota es un amigo de confianza. Quiero que le entregues todo el material de la investigación de Mario.
Un beso, te recuerdo.
Clo.
• • •
El hombre no pronunció palabra, pero Carpintero advirtió el ligero temblor en sus manos. Con una seña le indicó que lo siguiera. Pasaron por un largo corredor hasta desembocar en un patio, lo cruzaron y mientras el viejo abría una puerta de vidrios olvidados, dijo con solemnidad:
—Aquí está.
En una pequeña habitación se encontraban apilados, del piso al techo, una increíble cantidad de biblioratos. Estaba allí, desordenada pero tangible, casi toda la información. No la redacción final —a la que Carpintero nunca tendría acceso— pero sí la investigación que la había precedido.
El hombre le dijo al oído:
—Tenga cuidado amigo, esto quema.
Ramón Carpintero sintió que un trueno explotaba dentro de él.
• • •
En el informe policial sobre el accidente, consta que el vehículo no detuvo la marcha al llegar al paso a nivel del ferrocarril, siendo embestido por este. Una colisión fortísima que arrojó al profesor y a su acompañante fuera del automóvil, producida a las tres y cuarto de la madrugada. No se mencionan testimonios de testigos, peritajes del rodado ni autopsias de los muertos; considerando, sin mayores diligencias, que el deceso de Paseck se produjo por desprendimiento de masa encefálica y que la colisión fue absolutamente accidental. En el informe no consta que el profesor estuviese alcoholizado, sin embargo, un vocero de la policía dejó trascender esa información, la que fue inmediatamente recogida por la prensa. Carpintero sabía, más allá de toda duda, que Paseck era abstemio. Probablemente nunca en su vida hubiera probado una gota de alcohol.
Poco tardó en averiguar que, si bien Quijano bebía en cantidades consideradas normales, no era posible que fuera quien guiaba el vehículo, pues una afección nerviosa le impidió siempre aprender a manejar.
No tenía pruebas concluyentes para oponerse a la tesis de una muerte accidental, pero le parecía que el modo en que actuó la policía no era normal. La carencia de peritajes en el automóvil, cuyos desechos ya eran inencontrables, le obsesionaba; la increíble ausencia de autopsia y la ficticia versión sobre consumo de alcohol, le llamaban la atención. También lo inquietaba la inusual rapidez del trámite —no tardó más de veinticuatro horas—, la ausencia de la prueba S.E.C.1 en el pavimento y que el juez interviniente no hubiera reclamado una investigación más exhaustiva para encontrar algún testigo.
Ramón Carpintero obtuvo datos veraces que le permitieron confirmar que diez minutos antes del accidente una cuadrilla de operarios de la empresa de gas cortó el tránsito por la calle Bruselas y dispersó a los contados y trasnochados transeúntes por una supuesta fuga de combustible. El rastreo lo llevó a comprobar que en la empresa prestataria del servicio no constaba pedido de reparación alguno, o que se hubiese mandado personal a la zona ese día. Buscó, y la fortuna quiso que hallara a dos vecinos del lugar que afirmaron haber oído, más o menos a la hora del presunto accidente y a dos cuadras del paso a nivel, cinco o seis detonaciones que bien podrían haber sido disparos de armas de fuego.
Entonces elaboró una teoría. El automóvil conducido por el profesor fue interceptado en algún lugar cercano a las vías del ferrocarril, Paseck y su ayudante fueron muertos por disparos de armas de fuego y, posteriormente, el automóvil, con ellos ya sin vida o gravemente heridos, fue conducido al paso a nivel donde se simuló el accidente. Por aquellos días Carpintero le confió a su amigo Mujica que, si bien no tenía pruebas concluyentes, sabía que una exhumación de los restos confirmaría su hipótesis.
• • •
Para no correr riesgos rentó un pequeño departamento en el barrio de San Telmo. Mudó las miles de hojas que componían la investigación, las ordenó con la paciencia que nunca dispuso en su vida, encontró parte de los borradores de las conclusiones de Paseck, la correspondencia mantenida con autoridades científicas del extranjero y su esclarecedora y preocupante entrevista con el doctor Friedrich Schultz. En definitiva, un sinnúmero de elementos originales y preciosos estaban allí, ante su vista, armonizados por un historiador, sociólogo y criminalista de nota, acaso el más prestigioso del país y, fundamentalmente, por un hombre valiente. Vivió lo que se siente al heredar una gran fortuna, esa rara combinación de felicidad y vergüenza.
Tiempo después, ya lejos, Carpintero le escribiría a Mujica:
“Él era un científico, yo un escriba; rehíce el informe de la manera que podía hacerlo.
“Se dirá que he novelado la historia, sumándole aromas y colores. Sí, lo he hecho. Pero esto no le resta verdad al relato. He perseguido las noticias policiales; pero siempre he estado atento a la trama invisible que suelen ocultar los hechos; porque lo que pasa, Daniel, lo que realmente sucede, está en las almas de los protagonistas.
“Para desentrañar esa trama invisible solo contamos con sus consecuencias: actos, hechos, en fin, datos debidamente documentados. Yo, por supuesto, quise verificar la exactitud de los hechos. Y lo hice.
“Sin embargo, al momento de mostrar lo esencial, ocurre la paradoja. Si lo esencial es el mundo interno, el verdadero hallazgo es encontrar su materia prima: imágenes, sentimientos, ideas. Pero a la hora de plasmar esa materia prima sobre el papel en blanco resulta que todos los datos comprobados no alcanzan. Entonces, ¿cómo