la nube que de las aguas de la ciencia levantaran los fuegos del instinto, empieza á vislumbrar la verdad. Ha sido una caída, una tremenda caída á la inducción, mas es preciso aceptarla y aprovecharla en beneficio del futuro genio. Ahora que posee á Marina se acuerda más de Leoncia, oliendo la cabellera de la braqui-morena sueña en la de la dólico-rubia. ¡Si cupiera fundirlas en una!... ¿Por qué el goce de lo poseído ha de encendernos el apetito de lo que no poseemos?
«La Materia es inerte, estúpida: tal vez no es la belleza femenina más que el esplendor de la estupidez humana, de esa estupidez que representa la perfecta salud, el equilibrio estable. Marina no me entiende; no hay un campo común en que podamos entendernos; ni ella puede nadar en el aire, ni yo volar en el agua. ¿Educarla? ¡imposible! Toda mujer es ineducable; la propia más que la ajena.» Así piensa Avito.
¿Y Marina? A los pocos días de trasladada del poder de su hermano al del marido se encuentra en regiones vagarosas y fantásticas, se duerme y en sueños continúa viviendo, en sueños incoherentes, bajo el dominio de la figura marital que anda, come, bebe, y pronuncia extrañas palabras.
—¿Y tu marido?—le pregunta Leoncia un día.
—¿Mi marido? ah, sí, ¿Avito? ¡bien!
¡Qué casa, Dios mío, qué casa! Hay que dejar abierta de noche la ventana del cuarto, por donde entran las tinieblas exteriores y el aire fresco, no hay que espumar el puchero, hay que sumergir á cada paso los cubiertos en esa cubeta con solución de sublimado corrosivo que está sobre la mesa, y esos extraños vasos, graduados, y con su rótulo H2O, y el salero con su ClNa, y ese retrete de báscula y... ¡qué mundo, Dios mío, qué mundo!
Una noche, sacudiendo por el momento el sueño crónico y antes de entregarse al otro, susurra Marina unas palabras al oído de Avito, le abraza éste sin poder contenerse y no duerme en toda la noche. Ya está en función el pedagogo.
—¡Vamos, Marina, un poco más de alubias!...
—Pero si no me apetecen...
—No importa, no importa... ahora tienes que comer más con la reflexión que con el instinto, más con la cabeza que con la boca... Vamos, un poco más de alubias, alimento fosforado... fósforo, fósforo, mucho fósforo es lo que necesita...
—Mira que luego no voy á poder comer la chuleta...
—¿La chuleta? ¡no importa! ¿Carne? No, la carne aviva los instintos atávicos de barbarie... ¡fósforo! ¡fósforo!
Y Marina se esfuerza por hartarse de alubias.
—Y luego acabaré de leerte la biografía de Newton... ¡qué gran hombre! ¿no te parece? ¿no te parece que era un gran hombre Newton?
—Sí.
—Piensa bien qué gran hombre era... Si saliese nuestro hijo un Newton...—y agrega para sí: «me parece que estoy sugestivo... así, así...»
—¿Y si sale hija?—dice ella por decir algo, á lo que se pone muy serio Avito, que no quiere contar con la genia.
—Esta tarde iremos al Museo, á que veas las obras maestras y te empapes en ellas; allí te explicaré el papel social, digo sociológico, del arte.
—Pero si...
—¿Que no lo entiendes? No importa, no importa nada... no trato de instruirte, sino de sugestionarte... La sugestión es un fenómeno...
—¡Por Dios, Avito, por Dios! fenómeno no... no... no...
—Tienes razón, ¡torpe de mí! tienes razón... esa ignorancia... A la noche iremos á la Ópera, á que te armonices...
—Pero si acaba tan tarde... si no tengo ganas...
—Hay que hacerlas. Mira que ya no te perteneces, Marina, que ya no nos pertenecemos...
La mujer se deja hacer; come alubias á todo pasto, escucha biografías de grandes hombres según don Avito, mira cuadros, oye música...
—Mejor quisiera que me leyeses en el Año cristiano la vida del santo de hoy...—se atreve á suplicar un día desde su sueño.
Avito la mira diciéndose: «¡oh, el atavismo!» y arranca en una disertación contra los santos todos del Año cristiano, hombres anti-sociales y mejor aún que anti-sociales antisociológicos. Y al observar la expresión de su mujer se dice: «¡hasta las entrañas mismas! ¡esto hará su efecto!»
Marina se siente mal y Avito se alarma por ello. Ocúrresele si podrá ser un parto prematuro, y sorprendido de su imprevisión en este respecto, piensa pedir una incubadora Hutinel, por si acaso. Y hasta le halagaría, allá, por muy dentro, que fuera tal cosa, pues podría así comprobar en su hijo las maravillas de la ciencia. Y como la indisposición de su mujer se agrava, tiene que llamar al médico, un médico sociólogo también.
—¿Qué?—pregunta Avito ansioso, después del reconocimiento médico, pensando en la incubadora.
—No es más que una indigestión... una fuerte indigestión... ¿qué ha comido usted, señora?
—¡Alubias!
—Pero eso...
—Es que me hastían ya, las aborrezco...
—¿Pues por qué las toma?
—Soy yo, soy yo quien se las hago tomar... por causa del fósforo...
—¡Ah!—y poniéndole una mano sobre el hombro, le dice el médico:—No indigeste de fósforo al genio, amigo Carrascal, que no basta fósforo en el cerebro para que éste dé luz; no basta, pues acaso le tenemos todos de sobra.
—¿Entonces?
—¡Es menester además... raspa!
—¡Piedra, yesca y eslabón! que cantábamos de niños.
—¡Exacto!
—Ya que no quieres ir á la ópera—dice un día Avito á su mujer—he ideado lo que la sustituya...
Hace traer un aristón, coloca en él el disco de una melodiosa sonata, y puesta la mano en el manubrio dice:
—Quiero que oigas música. Además, las vibraciones rítmicas palpitarán en el aire y esas vibraciones habrán de trasmitirse en torno... Allá donde lleguen todo se acordará rítmicamente en cuanto sea posible, y no cabe duda, las tiernas células del embrión habrán así de hacerse más armónicas... Ven, acércate, siéntate ahí...
—Pero...
—¡Pero ahora escucha!
Empieza á darle al manubrio. La pobre Materia soñolienta mira con sus tersos ojazos cándidos á la figura dominante de su sueño; despiértale la sonata las dormidas ternuras maternales, y empieza á inundarle el corazón maternal piedad, piedad jugosa hacia el padre del futuro genio.
—Ven, acércate, que te lleguen al regazo las rítmicas ondulaciones; que envuelvan al tierno embrión...
Siente la pobre Materia que le hinchen las aguas profundas del espíritu, amargas linfas, que le ahogan el corazón de madre, que los objetos todos, la cómoda, las sillas, la consola, el espejo, el espejo sobre todo, la mesa, todos se ríen de ella; córrele la sangre al rostro, á reirse también viendo aquello, y avergonzada al sentir el rubor, empiezan á rezumar sus ojos silenciosas lágrimas y las lágrimas le acongojan.
—Oh, veo que te afecta demasiado, y tampoco eso... tampoco eso... No le quiero sentimental. Un sentimental no puede ser buen sociólogo. Y ahora, puesto que hace tan buen día, á pasear un rato, á tomar luz... ¡luz! ¡luz! ¡mucha luz!
Y ya de paseo, dice:
—La educación empieza en la gestación... ¿qué digo? en la concepción misma... antes, mucho antes, venimos educándonos ab initio, desde lo homogéneo primitivo.
Ella