Muriel Spark

Robinson


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Y volví a perder el conocimiento.

      Es cierto que estuve a punto de tomar un barco bananero que iba hacia las Antillas y que haría una escala en las Azores, pero poco a poco mis amigos fueron disuadiéndome a medida que observábamos a los indios, daneses e irlandeses que vagaban en los muelles de la Compañía de las Indias Orientales en Londres. Y por eso en mis sueños, aunque finalmente había tomado la costosa ruta aérea de Lisboa, todavía existía el barco bananero.

      Cuando desperté por segunda vez me hallaba en la casa de Robinson. Estaba tendida sobre un colchón colocado en el piso y al moverme sentí un dolor agudo en un hombro. A través de la resolana que entraba por una puerta entornada podía ver un extremo del lago azul y verde. Al parecer estábamos a una altura considerable, en la ladera de una montaña.

      Podía oír que alguien se movía en uno de los cuartos contiguos, ubicado a mi izquierda. Algunos segundos después oí las voces de dos hombres.

      —¡Basta! —grité. Las voces callaron. Luego una murmuró algo.

      Enseguida una puerta se abrió a mi izquierda. Intenté girar, pero el dolor me detuvo, y esperé mientras un hombre entraba en la habitación y caminaba hacia mí.

      —¿Dónde estoy?

      —En Robinson —dijo.

      —¿Dónde?

      —En Robinson.

      Era bajo y robusto, con la cara curtida y el pelo canoso y enrulado.

      —En Robinson —repitió—. En el océano Atlántico Norte. ¿Cómo se siente?

      —¿Quién es usted?

      —Robinson —dijo—. ¿Cómo se siente?

      —¿Quién?

      —Robinson.

      —Creo que tengo una conmoción cerebral —dije.

      —Me alegro de que piense eso porque es cierto —dijo—. Saber que uno tiene una conmoción cerebral cuando la tiene es un tercio de la cura. Veo que usted es inteligente.

      Al oír esto decidí que Robinson me gustaba y volví a dormirme. Me sacudió hasta despertarme y puso ante mis labios un jarro de leche agria y tibia. Mientras yo la tragaba, dijo:

      —Dormir es otro tercio de la cura y la alimentación es el restante.

      —Me duele el hombro —dije.

      —¿Cuál?

      Toqué mi hombro izquierdo. Estaba cubierto de vendas.

      —¿Cuál hombro?

      —Este —dije—, el que está vendado.

      —¿Cuál hombro? No lo señale. Piense. Descríbalo.

      Me detuve a pensar. Enseguida dije:

      —El hombro izquierdo.

      —Es cierto. Se recuperará pronto.

      Un gatito de pelo sedoso azul grisáceo entró, se sentó en el umbral y se puso a mirarme entrecerrando los ojos hasta que me dormí.

      Esto sucedió veinticuatro horas después del accidente. Cuando volví a despertar era de noche y tuve miedo.

      —¡Basta! —grité.

      No hubo respuesta. Entonces, luego de unos minutos, volví a gritar:

      —¡Basta, Robinson!

      Algo suave y vivo saltó sobre mi pecho. Grité, me incorporé a pesar del dolor que el movimiento me provocó en el hombro. Mi mano alcanzó a tocar pelo suave mientras la gata bajaba de un salto al colchón.

      Robinson entró con un quinqué y se inclinó para examinarme bajo su luz.

      —Pensé que era un ratón —dije—, pero era la gata.

      Dejó la lámpara sobre una mesa lustrosa.

      —¿Se asustó?

      —Bah, soy bastante valiente. Pero primero fue la oscuridad y después la gata. Pensé que era un ratón.

      Se inclinó y acarició a la gata, que se restregaba contra sus piernas.

      —Se llama Bluebell —dijo y salió del cuarto.

      Lo oí moverse en la habitación contigua y poco después volvió con un tazón de sopa picante y caliente. Parecía cansado y suspiró varias veces mientras me hacía tomarla.

      —¿Cómo se llama? —preguntó.

      —January Marlow.

      —Piense —dijo—. Trate de pensar.

      —¿Pensar en qué?

      —En su nombre.

      —January Marlow —dije y apoyé el tazón de sopa en el piso.

      Levantó el tazón y volvió a ponerlo en mi mano derecha.

      —Beba un poco y mientras tanto piense. Usted me dijo el mes y el lugar de su nacimiento. ¿Cuál es su nombre?

      Este error me alegró, me dio confianza.

      —Me pusieron January, un nombre inusual, porque nací en…

      Lo entendió enseguida.

      —Ah, sí. Ya veo.

      —Pensó que era mi conmoción cerebral —dije.

      Esbozó una sonrisa.

      De pronto, dije:

      —Debe de haber ocurrido un accidente. Viajaba en el avión de Lisboa.

      Bebí unos sorbos del caldo mientras trataba de dilucidar las implicancias de mis palabras.

      —No se esfuerce tanto —dijo Robinson—, no puede pensarlo todo de golpe.

      —Recuerdo el avión de Lisboa —dije.

      —¿Viajaba con amigos o con parientes?

      Yo sabía la respuesta a esa pregunta.

      —No —dije enseguida, casi gritando.

      Robinson permaneció inmóvil y suspiró.

      —Pero tengo que mandar un telegrama a Londres en la mañana —dije.

      —En Robinson no hay oficina de correo. Es una isla muy pequeña. —Y agregó, porque supongo que puse cara de sorpresa—: Está a salvo. Creo que mañana podrá levantarse. Entonces lo verá por sí misma.

      Tomó el tazón vacío y se sentó en una silla alta de mimbre. La gata saltó sobre su regazo. “Bluebell”, murmuró. Yo lo miraba acostada, semicomatosa, y me daba trabajo ordenar mis pensamientos y colocarlos en una frase. Finalmente dije:

      —¿Le importaría decirme si hay alguna enfermera, alguna mujer, por aquí?

      Se inclinó sobre mí como si buscara atraer mi atención.

      —Eso será una dificultad para usted. No hay mujeres en la isla. Pero cuidarla no es un problema para mí. Será por poco tiempo. Además, es necesario. —Apartó a la gata de su regazo—. Piense que soy un doctor o algo parecido.

      Una voz de hombre llamó desde el interior de la casa.

      —Es otro de los pacientes —dijo Robinson.

      —Cuántos… el accidente. ¿Cuántos?

      —Volveré pronto —dijo.

      Mientras desaparecía de mi vista pensé que se veía fatigado. Bluebell arqueó el lomo, trepó a mi colchón, se hizo un ovillo y empezó a ronronear.

      Estábamos a miles de kilómetros de todo. Creo que aún persistían los efectos de la conmoción cuando me levanté, la cuarta mañana después del accidente. Me tomó cierto tiempo conocer los detalles de la casa de Robinson y no fue sino hasta la semana