Emilio Salgari

Obras de Emilio Salgari


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      —Se lo agradecería. ¿Necesita escolta?

      —No, gracias, prefiero ir solo, así puedo ocultarme en los bosques sin llamar la atención.

      —Tiene razón. ¿Cuándo partirá? -Ahora mismo.

      —¡La sangre de los Rosenthal es sangre de valientes! —murmuró lord James—. Vuelva pronto, recuerde que lo espero a cenar.

      El portugués saludó militarmente, se puso el sable debajo del brazo y salió al parque.

      —¡Y ahora, a buscar a Sandokán! —murmuró cuando estuvo lejos—. Ya verá, milord, la exploración que voy a hacer. ¡Tenga la seguridad de que no encontraré ni rastro de los piratas! No soñé que me resultara tan bien esta combinación.

      Así monologando, atravesó el parque y tomó el sendero que conducía a Victoria. Apenas había recorrido unos mil metros, cuando un fusil le apuntó al pecho mientras una voz amenazante gritaba:

      —¡Ríndete o te mato!

      —¿No me conoces, Paranoa?

      —¡El señor Yáñez! —exclamó el malayo.

      —En carne y hueso. Corre a decir a Sandokán que lo espero aquí, y ordena a Inioko que tenga listo el parao.

      —¿Nos marchamos?

      —Probablemente esta noche. ¿Llegaron los otros dos paraos?

      —No, señor Yáñez. Tememos que se hayan perdido.

      El pirata partió con la velocidad de una flecha. No habían transcurrido veinte minutos cuando apareció Sandokán, seguido de Paranoa y otros cuatro piratas.

      —¡Yáñez, amigo mío! ¡Estaba tan preocupado por ti! ¿La viste?

      —Como ves, represento mi papel de pariente del inglés a la perfección; nadie ha dudado de mí. ¡Ni mucho menos el lord! Imagínate que hoy me espera a cenar.

      —¿Viste a Mariana?

      —Sí, y me pareció tan hermosa que me llegué a marear. Cuando se puso a llorar...

      —¿Ha llorado? —gritó Sandokán—. ¡Dime quién la hizo llorar para arrancarle el corazón!

      —Pero, Sandokán, ¡si lloraba por ti!

      —¡Ah! Cuéntamelo todo, Yáñez, te lo ruego.

      El portugués no se hizo de rogar y le relató todo lo sucedido.

      —¿El lord saldrá esta misma noche? —preguntó ansioso el Tigre cuando Yáñez terminó de hablar.

      —Así lo supongo.

      —¿Cómo lo sabré?

      —Envía a uno de tus hombres al invernadero y que allí espere mis órdenes.

      —¿Hay centinelas repartidos por el parque?

      —No los he visto.

      —¿Y si fuera yo mismo?

      —No, Sandokán, tú no debes abandonar este sendero. El lord puede acelerar la partida y se precisa tu presencia para que guíes a nuestros hombres.

      —Enviaré a Paranoa, entonces. Es diestro y prudente. Apenas se haya puesto el sol irá a esperar tus órdenes. Espero que el lord no cambie de idea, pues nosotros no podemos permanecer mucho tiempo aquí. Debemos partir antes de que en Victoria se sepa dónde estamos porque en Mompracem hay pocos hombres.

      —¡Tiemblo por mi isla!

      —Procuraré que el lord apresure la marcha. Mientras tanto haz armar el parao y reúne aquí a toda la tripulación.

      Se estrecharon la mano y se separaron.

      Yáñez regresó y comenzó a pasear por el parque, pues todavía era demasiado temprano para presentarse al lord.

      En una senda próxima a la casa se cruzó con Mariana.

      —¡Ah, milady, qué suerte encontrarla! —dijo.

      —Lo buscaba —contestó la joven—. Dentro de cinco horas salimos para Victoria, así lo ha dicho mi tío.

      —Sandokán está preparado.

      —¡Dios mío! —murmuró ella, y se tapó el rostro con las manos.

      —¡No llore, lady Mariana! —dijo Yáñez.

      —¡Tengo miedo, Yáñez!

      —Escúcheme —dijo el portugués, llevándola hacia un sendero más apartado—. Muchos creen que Sandokán es un vulgar pirata salido de las selvas de Borneo, ávido de sangre y de víctimas. Pero se equivocan: es de estirpe real y no un pirata sino un vengador. Tenía veinte años cuando subió al trono de Muluder. Fuerte como un león, audaz como un tigre, valiente hasta la locura, al cabo de poco tiempo venció a todos los pueblos vecinos y extendió las fronteras de su reino hasta el de Varauni. Aquellas campañas le fueron fatales, pues ingleses y holandeses, celosos de una nueva potencia que iba a sojuzgar la isla entera, se aliaron con el sultán de Borneo para atacarlo. Concluyeron por hacer pedazos el nuevo reino. Sicarios pagados asesinaron a la madre y a los hermanos y hermanas de Sandokán; bandas poderosas invadieron el reino, saqueando, asesinando, cometiendo atrocidades inauditas. En vano Sandokán luchó con el furor de la desesperación. Todos sus parientes cayeron bajo el hierro de los asesinos, pagados por los blancos, y él mismo apenas pudo salvarse, seguido de una pequeña tropa de leales. Anduvo errante varios años por las costas de Borneo, sin víveres, sufriendo horribles miserias, en espera de reconquistar el trono perdido y de vengar a su familia asesinada. Hasta que una noche, perdida toda esperanza, se embarcó en un parao y juró guerra a muerte a la raza blanca y al sultán de Varauni. Arribó a Mompracem, contrató hombres y empezó a piratear en el mar. Devastó las costas del sultanato, asaltó barcos holandeses e ingleses y terminó siendo el terror de los mares, convertido en el terrible Tigre de la Malasia. Usted ya sabe lo demás.

      —¡Ah, Yáñez, qué bien me hacen sus palabras! —dijo Mariana—. Porque lo amo tanto que sin él la vida para mí sería un martirio.

      —Volvamos ya a la quinta, milady. Dios velará por nosotros.

      La condujo a la casa y subieron al comedor, donde ya estaba lord James.

      —Me alegro que esté aquí —dijo—. Al verlo salir del parque temí que le sucediera alguna desgracia.

      —Quise asegurarme por mí mismo de que no hay ningún peligro, milord.

      Éste quedó silencioso durante algunos instantes, y en seguida se dirigió a Mariana.

      —¿Has escuchado que nos vamos a Victoria?

      —Sí —contestó ella con sequedad.

      —¿Vendrás?

      —Usted sabe demasiado bien que me sería inútil resistir.

      —¡Antes que ser la mujer de ese perro que se llama Sandokán, prefiero matarte! -exclamó el lord furioso-. Anda a hacer los preparativos para el viaje.

      La joven salió de la habitación cerrando violentamente la puerta.

      —¿La ha visto? —dijo el lord volviéndose hacia Yáñez—. Cree que puede desafiarme, pero se engaña. ¡Vive Dios que lo evitaré aunque tenga que hacerla pedazos!

      Yáñez cruzó los brazos para no caer en la tentación de echar mano del sable. Hubiera dado la mitad de su sangre por liquidar a aquel viejo siniestro en ese mismo momento.

      Cenaron en silencio. Antes de levantarse de la mesa, Yáñez preguntó:

      —¿Nos marcharemos pronto, milord?

      —Sí, a medianoche. Llevaremos una escolta de doce soldados muy fieles y diez indígenas.

      —Con