Emilio Salgari

Obras de Emilio Salgari


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apartar los pensamientos que oprimían su cansado cerebro. Después de un rato se marchó lentamente a su camarote.

      A la mañana siguiente, el parao se encontraba a unos cuarenta kilómetros de Mompracem.

      Ya todos se consideraban seguros, cuando el portugués, que vigilaba con atención, descubrió una sutil columna de humo que se dirigía hacia el este.

      —¡Otro crucero a la vista! —exclamó—. ¡Que yo sepa, en este trozo de mar no hay volcanes!

      —¿Qué hay, Yáñez? —preguntó Sandokán.

      Acabo de descubrir una cañonera, hermano. -Menos mal que no es más que una cañonera. Ya sé que no encierra peligro porque lleva un solo cañón. Pero me preocupa el hecho de que ese barco viene del oeste, quizás de Mompracem.

      —¿Temes que haya cañoneado tu isla, Sandokán? —preguntó Mariana, que acababa de subir a cubierta y se les acercaba.

      —Sí, pero no ella sola.

      Hacia el mediodía, un pirata que había trepado hasta el penol del trinquete para arreglar una cuerda, avistó Mompracem, la temida madriguera del Tigre de la Malasia.

      Yáñez y Sandokán respiraron, pues se consideraron seguros, y seguidos de Mariana se dirigieron a la proa. Allá lejos se divisaba una larga línea de color incierto que poco a poco fue haciéndose verde.

      —¡Más rápido, más rápido! —exclamó ansioso Sandokán.

      —¿Qué temes? —preguntó Mariana.

      —No lo sé, pero el corazón me dice que ha sucedido algo. ¿Nos sigue siempre la cañonera?

      —Sí —contestó Yáñez.

      —¡Mala señal!

      —Así es, Sandokán, mala señal.

      —¿Ves algo más?

      Yáñez miró atentamente con un anteojo y repuso: Veo los paraos anclados en la bahía.

      Sandokán respiró con alivio, y un relámpago de alegría brilló en sus ojos. Pronto estuvo el parao bastante cerca para distinguir las fortificaciones, los almacenes, las cabañas.

      Sobre la gran roca ondeaba la bandera de la piratería, pero el poblado no estaba tan floreciente ni los paraos eran tantos como antes de que ellos salieran de Mompracem.

      —¡Ah! —exclamó Sandokán, llevándose una mano al pecho—. ¡Lo que yo sospechaba ha sucedido: el enemigo ha atacado mi isla! ¡Mi isla, un día tan temida e inaccesible, ha sido violada y mi fama se ha oscurecido para siempre!

      Cuando por fin desembarcaron Sandokán y sus hombres, los piratas de Mompracem, reducidos a la mitad, se precipitaron a su encuentro, saludándolo con grandes vivas y reclamando venganza contra los invasores.

      Como temiera Sandokán, sabiendo los ingleses de su partida y seguros de que encontrarían una guarnición muy débil, se dirigieron a la isla, bombardearon las fortificaciones y echaron a pique varios barcos. Llevaron su audacia hasta desembarcar tropas, pero el valor de Giro Batol y de sus tigres concluyó por triunfar y el enemigo se vio obligado a retirarse. Había sido una victoria, es verdad, pero por poco cae la isla.

      —¡Este es el fin! -murmuró Yáñez con mortal tristeza.

      Profundamente conmovido, Sandokán, acompañado por Mariana, subió lentamente los estrechos escalones que conducían a lo alto de la roca. Después de dejar a la joven instalada en una cabaña, bajó a la playa.

      La cañonera, en tanto, seguía a la vista de la isla. Parecía que esperaba algo, probablemente algún otro crucero que viniera de Labuán.

      Los piratas, previendo un ataque, trabajaban febrilmente bajo la dirección de Yáñez, reforzando bastiones, excavando fosos, levantando estacadas.

      Sandokán se acercó a Yáñez.

      —¿Ha aparecido algún nuevo barco? —le preguntó.

      —No —contestó el portugués—. Pero la cañonera no se aleja de nuestras aguas y ésa es una muy mala señal.

      —Es preciso tomar medidas para poner a salvo nuestras riquezas y, en caso de una derrota, prepararnos la retirada.

      —¿Temes que no podamos hacer frente a los atacantes?

      —¡Tengo malos presentimientos, Yáñez! Algo me dice que perderé esta isla.

      Al caer la tarde, la roca presentaba un aspecto imponente; parecía inexpugnable. Los ciento cincuenta hombres que quedaban después del ataque de la escuadra y de la pérdida de las dos tripulaciones que siguieran a Sandokán a Labuán, habían trabajado como quinientos.

      Llegada la noche, Sandokán hizo embarcar sus joyas y artículos de valor en un gran parao y, junto a otros dos, lo envió a las costas occidentales para que se remontara a alta mar por si era necesario huir.

      A medianoche, Yáñez, los jefes y todas las bandas se reunían con Sandokán ante la gran cabaña. El Tigre estaba vestido en traje de gala, de raso rojo, con turbante verde adornado con un penacho cuajado de brillantes. A la cintura llevaba dos kriss, insignia de gran jefe, y una espléndida cimitarra con la vaina de plata y la empuñadura de oro. A su lado tenía a Mariana.

      —¡Amigos, mis fieles tigres! —dijo—. Los he llamado para decidir la suerte de Mompracem. Comprendo que mi misión vengadora ha concluido, que ya no sabré rugir ni combatir como en otros días, que necesito reposo. Combatiré, sin embargo, una vez más al enemigo que quizás mañana venga a atacarnos, y después daré mi adiós a Mompracem y me iré lejos a vivir con esta mujer, a quien amo y que será mi esposa. ¿Quieren continuar las empresas del Tigre? Les dejo mis barcos y mis cañones. Pero si prefieren acompañarme a mi nueva patria, seguiré considerándolos como a mis hijos.

      Los piratas no contestaron, pero muchos rostros, ennegrecidos por la pólvora de los cañones y los vientos del mar, se bañaban en lágrimas.

      —¡Capitán, mi capitán! —exclamó Giro Batol, que lloraba como un niño—. ¡No abandone nuestra isla! ¡Nosotros la defenderemos!

      —¡Milady —dijo Inioko—, quédese usted también con nosotros! Formaremos una muralla con nuestros cuerpos para protegerla de las balas de los enemigos.

      La joven se adelantó hacia las bandas y luego miró al Tigre.

      —Sandokán —dijo con voz firme—, si yo rompiera el débil vínculo que me liga a mis compatriotas y adoptara por patria esta isla, ¿te quedarías?

      —Sí, y te juro que no volveré a tomar las armas sino en defensa de mi tierra.

      —¡Entonces que Mompracen sea mi patria! ¡Aquí me quedo!

      Cien armas se alzaron mientras los piratas gritaban a una voz:

      —¡Viva la reina de Mompracem!

      R

      A la mañana siguiente parecía que el delirio se había apoderado de los piratas de Mompracem. No eran hombres; eran titanes que trabajaban con energía sobrehumana en fortificar la isla, que ya no abandonarían gracias a que la Perla de Labuán había jurado permanecer en ella.

      Y la reina de Mompracem estaba allí, animándolos con su voz y con sus sonrisas, mientras, a la cabeza de todos, Sandokán trabajaba con actividad febril ayudado por Yáñez, que no perdía su acostumbrada calma.

      —Temo un ataque violento —dijo Sandokán a Yáñez—. Ya verás como los ingleses no vienen solos a atacarnos. Estoy seguro que se han coligado con los holandeses.

      —¡Pues encontrarán la horma de su zapato! Nuestra isla es inexpugnable ahora.

      —¡Ojalá, Yáñez,