sobre los pies y muslos de la dormida. Volviose ésta un poco sin despertar, y su cabeza quedó envuelta en sombra.
Fuera, los postes del telégrafo parecían una fila de espectros; los árboles sacudían su desmelenada cabeza, agitando ramas semejantes a brazos tendidos con desesperación pidiendo socorro; una casa surgía blanquecina, de tiempo en tiempo, aislada en el paisaje como monstruosa testa de granítica esfinge; todo confundido, vago, sin contornos, flotante y fugaz, a imitación de los torbellinos de humo de la máquina, que envolvían al tren cual envuelve a la presa el aliento de fuego de colérico dragón. Dentro del coche silencio religioso; dijérase que era un recinto encantado. El viajero corrió el transparente azul, cubriendo la lámpara; recostose en una esquina cerrados los ojos, y, estirando las piernas, las apoyó en el asiento fronterizo. Así pasaron estaciones y estaciones. Dormitaba él un poco, y después, asombrado del silencio y largo sopor de Lucía, levantábase, receloso de que la hubiese sobrecogido un síncope. Iba a ella, inclinándose, y otra vez tornaba a su rincón, habiendo percibido el ritmo acompasado del pacífico respirar de la niña.
Difusa y pálida claridad comenzaba a tenderse sobre el paisaje. Ya se discernía la forma de montañas, árboles y chozas; la noche se retiraba barriendo las tembladoras estrellas, como una sultana que recoge su velo salpicado de arabescos argentinos. El estrecho segmento de círculo de la luna menguante se difumaba y desvanecía en el cielo, que pasaba de obscuro a un matiz de azul opaco de porcelana. Glacial sensación corrió por las venas del viajero, que subió el cuello de su americana y llegó los pies instintivamente al calorífero, tibio aún, en cuyo seno de metal danzaba el agua, produciendo un sonido análogo al que se oye en la cala de los buques. De improviso se abrió bruscamente la puerta del departamento, y saltó dentro un hombre ceñudo, calada la gorra de dorado galón, en la mano una especie de tenacilla o sacabocados de acero.
—¡Los billetes, señores!—gritó en voz seca e imperiosa.
El viajero echó mano a su chaleco y entregó un trozo de cartón amarillo.
—¡Falta uno! El billete de la señora. ¡Eh, señora!, ¡señora! ¡El billete!
Agitábase ya Lucía en su asiento, y echando abajo el chal escocés e incorporándose, se frotaba asombrada los ojos con los nudillos, a la manera de las criaturas soñolientas. Tenía revuelto y aplastado el pelo, y muy encendido el lado del rostro sobre que reposara; una trenza suelta le descendía por el hombro, y, destrenzándose por la punta, ondeaba en tres mechones. Arrugada la blanca enagua, se insubordinaba bajo el vestido de paño; un lazo de un zapato se había desatado, flotando y cubriendo el empeine del pie. Lucía miraba en derredor con ojos vagos e inciertos; estaba seria y atónita.
—¡El billete, señora! ¡Su billete de usted!—seguía gritándole el empleado, con no muy afable tono.
—El billete...—repitió ella. Y de nuevo tendió la vista en torno, sin lograr sacudir totalmente el estupor del sueño.
—Sí, señora, el billete—reiteró más desapaciblemente aún el empleado.
—¡Miranda.... Miranda!—exclamó Lucía por fin, enlazando sus dispersos recuerdos de la víspera. Y registró con los ojos todo el departamento, estupefacta al no ver a Miranda allí.
—El señor de Miranda tendrá mi billete—dijo dirigiéndose al empleado, como si éste hubiese de conocer forzosamente a Miranda.
El empleado, desorientado, se volvió hacia el viajero, tendida la diestra.
—No me llamo Miranda—murmuró éste.
Y como viese al empleado furioso, dispuesto a interpelar a Lucía con grosero ademán, añadió:
—¿Venía alguien con usted, señora?
—Sí, señor...—contestó Lucía, atribulada ya—. Pues claro está que venía... venía don Aurelio Miranda, mi marido...—y al decirlo, sonriose involuntariamente, de lo nueva y peregrina que se le figuraba tal expresión en su boca.
—Muy niña parece para casada—pensó el viajero; pero recordando el anillo que había visto lucir en el meñique, añadió en alta voz:
—¿De dónde venían ustedes?
—De León. Pero qué, ¿no está? ¡Virgen Santa! Caballero... dígame usted... permitame....
Y olvidando que el tren andaba, iba a abrir la portezuela rápidamente, cuando el empleado la detuvo asiéndola del brazo con vigor.
—Eh, señora—dijo en voz ruda—, ¡pues no ve usted que se mata! No se puede salir ahora. ¿Está usted loca? Y acabemos, que yo necesito el billete.
—No lo tengo; ¡cómo he de hacer, si no lo tengo!—pronunció Lucía acongojada, preñándosele de lágrimas los ojos.
—Tendrá usted que tomarlo en la primera estación, y pagar multa.
Y el empleado gruñó más fuerte.
—No moleste usted más a la señora—dijo el viajero terciando muy a tiempo, que ya empezaban a rodar por las mejillas de Lucía lagrimones como avellanas—. ¡So desatento!—prosiguió con cólera—, ¿no ve usted que ha ocurrido a esta señora un suceso que no podía prever? Ea, márchese usted, o por mi nombre....
—Ya ve usted, caballero, que tenemos nuestra obligación... nuestra responsabilidad....
—Váyase usted noramala. Tome usted para el billete de la señora.
Diciendo esto, introdujo la diestra en el bolsillo de su americana, y sacó unos papeles grasientos y verdosos, cuya vista despejó al punto el perruno entrecejo del empleado, que al recibir el billete bajó dos o tres tonos el diapasón de su bronca voz.
—Perdone usted—dijo al cogerlo y guardárselo en su sucia y desflorada cartera.... La palabra de usted bastaba. Al pronto le desconocí; pero ahora recuerdo muy bien de su fisonomía, y caigo en la cuenta de que le conozco mucho, y también he conocido a su padre, señor de Artegui....
—Pues si me conoce—repuso severamente el viajero—, sabrá que gasto pocas palabras ociosas.... Abur.
Y empujando al importuno hacia fuera, cerrole la portezuela en las narices. Pero súbitamente la abrió otra vez, y ceceando al empleado, que ya corría con no vista agilidad por la angosta plataforma de los estribos, gritole en voz sonora:
—¡Psit... psit... eh!, que si hay por esos vagones algún señor de Miranda, avísele usted que aquí está su señora.
Hecho lo cual, se sentó en el rincón, y bajando el vidrio, respiró con ansia el vivificante fresco matinal. Lucía, secando sus ojos del segundo llanto vertido en el curso de tan pocas horas, sentía extraordinaria inquietud de una parte, de otra inexplicable contentamiento. La acción del viajero le causaba el gozo íntimo que suelen los rasgos generosos en las almas no gastadas aún. Moríase por darle las gracias, y no osaba hacerlo. Él, entretanto, miraba amanecer, con la misma atención que si fuese el más nuevo y entretenido espectáculo del mundo. Al fin se resolvió la niña a atreverse, y con balbuciente labio dijo la mayor tontería que en aquel caso decir pudiera (como suele suceder a cuantos piensan mucho y preparan anticipadamente un principio de diálogo).
—Caballero... es que yo no podré pagarle a usted lo que le debo hasta que encontremos a Miranda. Él llevaba los fondos....
—Yo no presto dinero, señora—contestó apaciblemente el viajero, sin volver la faz ni dejar de mirar el alba, que rompía por los cielos envuelta en leves vapores de rosa y nácar.
—Bien... pero no es justo que usted, así, sin conocerme....
El viajero no contestó.
—Y dígame usted, por Dios—añadió Lucía con inflexiones infantiles en su voz pura—, ¿qué será de Miranda? ¿Qué le parece a usted de mi situación? ¿Qué hago yo ahora?
Giró el viajero en su asiento, y quedó frente a Lucía, con aspecto de hombre a quien obligan a ocuparse en lo que no le importa y que se resigna a ello.