Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa


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a ver, señora; ¿dónde dejó usted a su marido? ¿Lo recuerda usted?

      —¿Qué sé yo? Si me dormí....

      —¿Y dónde se durmió usted? ¿No lo sabe usted tampoco?

      —En la estación donde cenamos.... En Venta de Baños. Miranda se bajó a facturar el equipaje, y me dijo que descansase un rato, que procurase dormir....

      —¡Y lo ha procurado usted bien!—murmuró con una media sonrisa el viajero—. Duerme usted desde allá... cinco horas seguidas, de un tirón....

      —Pero... es que ayer madrugué tanto.... Estaba rendida.

      Y Lucía se frotó los ojos, cual si otra vez sintiese en ellos la comezón del sueño. Después buscó en su moño dos o tres horquillas, recogiéndose con ellas la rebelde trenza.

      —¿Me ha dicho usted—interrogó el viajero—que venían ustedes de León?

      —Sí, señor.... La boda fue a las once de la mañana; pero yo tuve que madrugar para disponer el refresco...—refirió Lucía con su sencillez de niña no hecha al trato social—. Las tres y media eran cuando salimos de León....

      El viajero la miraba, empezando a comprender el enigma. La niña le daba la clave de la mujer.

      —Debí figurármelo—dijo para su sayo—. ¿Llegaron ustedes juntos hasta Venta de Baños?—preguntó a Lucía después.

      —Sí, sí... allí cenamos. Miranda se quedó sin duda facturando....

      —No puede ser.... La operación de facturar termina siempre a tiempo suficiente para que los viajeros tomen el tren.... Algún incidente imprevisto, algún contratiempo debió de ocurrirle.

      —¿No le parece a usted... diga usted con franqueza... lo habrá hecho a propósito, eso de dejarme?

      Tan pueril y sincera congoja revelaba el semblante de Lucía al pronunciar esto, que la seria boca del viajero hubo de sonreírse nuevamente.

      —¡Mire usted!—añadió ella meneando grave y reflexiva la cabeza—; ¡y yo que pensaba que una mujer en casándose tenía quien la acompañase y defendiese! ¡Quien la diese protección y sombra! Pues si esto sucede a las veinticuatro horas no completas.... No completas. ¡Bien estamos!

      —De seguro... de seguro que su marido de usted está más disgustado por lo ocurrido que usted misma. Crea usted que algo sucede que no sabemos, y que explicará la conducta de ese señor.... Miranda. ¿O tendría usted algún antecedente, algún motivo para sospechar que... que la quiso abandonar?

      —¡Motivo! ¡Quiá! Ninguno. Si el señor de Miranda es una persona formal.

      —¿Usted le llama el señor de Miranda ?

      —No... él ya me advirtió ayer que le llamase Aurelio.... Pero como aún no adquirí confianza... y él tiene más edad.... En fin, no se me venía a la boca.

      El viajero puso dique a una marea de preguntas indiscretas que se asomaban a sus labios, y volviose hacia la ventanilla para no perder la hermosa decoración que le ofrecía la Naturaleza. El sol, apareciendo sobre la cumbre de una montañuela cercana, disipaba la bruma matutina, que descendía al valle en jirones de encaje gris, y, brillando en un espacio azul clarísimo, alumbraba con luz naciente, fresca y suave. Por los flancos de granito de la montaña, sembrados de mica que relucía, bajaba desatado un torrente espumoso; y entre el matiz sombrío de los encinares asomaba un pradillo, de tonos pálidos de hierba temprana, donde pacía un rebaño de ovejas, cuyos blancos cuerpos constelaban la alfombra verde como enormes copos de algodón. Al través del ruido ensordecedor del tren, dijérase que se oían en aquella pintoresca solana remotos gorjeos de aves y argentino repiquetear de esquilas.

      Cuando el viajero hubo mirado largamente el lindo paisaje, que ya se perdía en lontananza, dejose caer, como hombre fatigado, en la esquina, y sus brazos exhaustos pendieron a ambos lados de su cuerpo, mientras se le escapaba del pecho leve suspiro, que más que a pesares sonaba a cansancio.

      El sol subía y sus rayos comenzaban a travesear en los cristales del coche, y en las frentes de los dos que lo ocupaban, como invitándoles a contemplarse el uno al otro. Midiéronse, en efecto, instintivamente con la vista, procurando que su mutua curiosidad no fuese advertida, de lo cual resultó una escena muda y expresiva, representada por ella con infantil desenfado, y con reserva ceñuda por él.

      Era el viajero un hombre en la fuerza de la edad y en la edad de la fuerza. Veintiocho, treinta o treinta y dos años podían haber corrido sobre él, sin que fuese dable decir si los representaba. El descolorido semblante lo tenía aún más pálido en los pómulos, allí donde suelen estar las que en verso se llaman rosas. Con todo esto no parecía de endeble salud, y era bien proporcionado de cuerpo, la barba negra y hermosa, el cabello rebelde a las artes del peluquero, flexible y libre, ondulante por aquí y por acullá, sin simetría ni compás, mas no sin cierta colocación propia que caracterizaba y embellecía la cabeza.

      Tenía las facciones bien dispuestas, pero encapotadas por unas nubes de melancolía y padecimiento, no del padecimiento físico que destruye el organismo, pega la piel a los huesos, amojama las carnes y empaña o vidria el globo ocular, sino del padecimiento moral, o mejor dicho, intelectual, que sólo hunde algo la ojera, labra la frente, empalidece las sienes y condensa la mirada, comunicando a la vez descuido y abandono a los movimientos del cuerpo. Esto último era lo que en el viajero se notaba más.

      Eran todas sus actitudes y ademanes como de hombre rendido y exánime. Algo había descompuesto y roto en aquel noble mecanismo, algún resorte de esos que al saltar interrumpen las funciones de la vida íntima. Hasta en su vestir percibíase la languidez y desaliento que tan a las claras revelaba la fisonomía. No era negligencia, era indiferencia y caimiento de ánimo lo que manifestaba aquel traje obscuro de mezclilla, aquella cadena de oro, impropia para un viaje, aquella corbata atada sin esmero y al caer, aquellos guantes nuevos, de fina piel de Suecia, de color delicado, que no iban a durar limpios ni diez minutos. Faltábale al viajero la elegancia primorosa e inteligente que cuida de los detalles, que hace ciencia del tocador; veíase en él al hombre que es superior a la propia elegancia porque no la ignora, pero la desdeña: grado de cultura por donde se ingresa en una esfera más alta que el buen tono, que al fin y al cabo es categoría social, y quien se eleva por cima del buen tono, eximese también de categorías. Miranda vestía la librea del buen gusto, y por eso, antes de reparar en Miranda, se fijaban las gentes en su ropa, al paso que lo que en Artegui atraía la atención, era Artegui mismo. Ni la irregularidad del vestir encubría, antes bien, patentizaba, la distinción de la persona: cuantas prendas componían su traje eran ricas en su género; inglés el paño, holanda la tela de la camisa, de primera el calzado y guantes. Todo esto lo notó Lucía, más con el instinto que con el entendimiento, porque, inexperta y bisoña, no había llegado aún a dominar la filosofía del traje, en que tan maestras son las mujeres.

      A su vez la consideraba Artegui como aquel que, volviendo de países nevados y desiertos, mira a un vallecillo alegre que por casualidad encuentra en el camino. Jamás había visto reunidas en nadie tanta juventud, robustez y frescura. A pesar de la noche pasada en ferrocarril, estaba el rostro de Lucía más lozano que unas hierbas de San Juan, y sus cabellos revueltos y a trechos aplastados, le prestaban cierto aspecto de ninfa que sale del baño, destocada y húmeda. Reíansele los ojos, las facciones todas, y el sol, indiscreto cronista de los cutis marchitos, jugaba sin temor entre el dorado imperceptible vello que tapizaba las mejillas de la niña, tiñéndolas con tonos calientes de rancio mármol.

      Lucía esperaba que la hablasen, y su mirada lo pedía. Pero como el viajero no pareciese dispuesto a realizar sus esperanzas, se resolvió ella, pasado algún tiempo, a volver a la carga, exclamando:

      —Bien, ¿y qué hago yo? Usted no me dice cómo voy a salir del paso.

      —¿Adónde iba usted, señora, con su marido?

      —Ibamos a Francia... a las aguas de Vichy, que le habían recetado los médicos.

      —¿A Vichy directamente? ¿No pensaban ustedes