Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa


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cesar de hacer media con unos dedos rancios como teclas de clavicordio, vendía en la granera el centeno, en la bodega el vino de renta, prestaba un duro al cincuenta por cien a las fruteras y regateras de la plaza, se cobraba en especie, tasaba la comida, la luz y la ropa a sus sobrinos, engordaba con amorosa solicitud un cerdo, y era respetada en Vilamorta por sus aptitudes formicarias.

      Aspiraba el abogado a trasmitir su clientela y asuntos a Segundo. Sólo que el muchacho no daba indicios de servir para embrollar pleitos y causas. ¿Cómo había realizado el milagro de salir bien en los exámenes, sin abrir en todo el curso los libros de derecho, y faltando a clase siempre que hacía solo diluviaba? ¡Bah! Con un memorión de primera y un regular despejo: aprendiéndose, cuando era menester, páginas y páginas del texto, y recordándolas y diciéndolas con la propia facilidad que las Doloras de Campoamor, si no con tanto gusto.

      Sobre la mesa de Segundo se besaban tomos de Zorrilla y Espronceda, malas traducciones de Heine, obras de poetas regionales, el Lamas Varela, alias Remedia—vagos, y otros volúmenes no menos heterogéneos. No era Segundo un lector incansable; elegía sus lecturas según el capricho del momento, y sólo leía lo que conformaba con sus aficiones, adquiriendo así un barniz de cultura deficiente y varia. Más intuitivo que reflexivo y estudioso, aprendió sólo y a tientas el francés, para leer en el original a Musset, a Lamartine, a Proudhon, a Víctor Hugo. Fue su cerebro como erial inculto donde a trechos se alzaba una flor rara y peregrina, un arbusto de climas remotos; ignoró las ciencias graves y positivas, las lecturas sólidas y serias, nodrizas del vigor mental, la era clásica, la literatura castiza, las severas enseñanzas de la historia; y en cambio, por raro fenómeno de parentesco intelectual, se identificó con el movimiento romántico del segundo tercio del siglo, y en un rincón de Galicia revivió la vida psicológica de generaciones ya difuntas. No de otro modo algún venerable académico, saltando de un brinco los diez y nueve siglos de nuestra era, se alegra ahora con lo que regocijaba a Horacio y vive platónicamente prendado de Lidia.

      Rimó Segundo sus primeros versos, desengañados y escépticos en la intención, ingenuos en realidad, cuando apenas contaba diez y siete años. Sus compañeros de cátedra le aplaudieron a rabiar. Adquirió entre ellos cierto prestigio, y cuando estampó en un periódico las primicias de su musa, tuvo, sin salir del estrecho círculo del aula, admiradores y envidiosos. Desde entonces adquirió el derecho de pasear solito, de reír poco, de ocultar sus aventurillas y de no jugar ni achisparse por compañerismo, sino únicamente cuando le daba la gana.

      Y le daba pocas veces. La excitación puramente física y brutal carecía para él de atractivo; si bebía por bravata, repugnábale el espectáculo de la embriaguez, los finales de francachela estudiantil, el mantel manchado, las disputas necias, los amigos que yacían debajo de la mesa o tendidos en el sofá, el descoco e insensibilidad de las hembras venales; salía de allí desdeñoso y empalagadísimo, y a veces una reacción muy propia de su complicado carácter le impulsaba a él, lector sincero de Proudhon, Quinet y Renan, al recinto de alguna iglesia solitaria, donde sus pulmones respiraban con delicia aire húmedo saturado de incienso.

      No protestó el abogado García contra las aficiones literarias de su hijo, porque las juzgó pasajera diversión de la mocedad, una muchachada, lo mismo que bailar en las fiestas. Empezó a inquietarse así que Segundo, ya graduado, se opuso a auxiliarle en el despacho de sus tortuosos pleitecillos. ¿Si resultaría el chico inútil para todo y bueno solamente para zurcir versos? No era delito zurcirlos, pero así… cuando no hubiese muchos procesos que hojear y artimañas que idear para envolver a los litigantes. Desde que cayó en la cuenta, el abogado trató a su hijo con mayor desconfianza, con más terca impertinencia y desvío. Cada día le predicaba, en la mesa o donde podía, sermoncillos incisivos acerca de lo necesario que es ganarse el pan, con asiduidad y trabajo, no dependiendo de nadie. Estas continuas amonestaciones, en que empleaba la misma capciosa machaquería que en el enredijo de los protocolos, ahuyentaron a Segundo de su casa. La de Leocadia le sirvió de refugio, y él vino en dejarse querer pasivamente, lisonjeado al pronto por el triunfo que habían obtenido sus versos, alcanzándole homenaje tan desinteresado y ardiente, y atraído después por el bienestar moral que engendra la aprobación sin condiciones y la complacencia sin tasa. Su perezosa mente de soñador reposaba en los algodones que sabe mullir el cariño para la amada cabeza. Leocadia admitía, perfilaba, ensanchaba todos sus planes de porvenir; le animaba a que escribiese, a que publicase; le elogiaba sin restricciones y sin fingimiento, porque para ella, que tenía la facultad crítica aposentada en las cavidades cardíacas, Segundo era el más melodioso cisne del universo todo.

      Poco a poco la amante previsión de la maestra fue extendiéndose a otras esferas de la vida de Segundo. Ni el abogado García ni la tía Gaspara concebían que un chico, terminada ya su carrera, necesitase un céntimo para gasto alguno extraordinario. La tía Gaspara, en especial, ponía el grito en el cielo a cada desembolso: después de llenar de camisas la maleta de su sobrino un año, por diez lo menos debía quedar surtido: la ropa no estaba autorizada para romperse o acabarse sin más ni más. Leocadia notó las escaseces de su ídolo; hoy se hizo cargo de que no andaba bien de pañuelos, y le dobladilló y marcó una docena; mañana reparó que sólo de higos a brevas le daban medio duro para el ramo de cigarros, y se impuso la tarea de hacérselos en persona, suministrando gratis la materia primera; oyó murmurar a las fruteras de la avaricia de la tía Gaspara, entendió que Segundo comía mal, y se dedicó a aderezar para él platos apetitosos y nutritivos, amén de encargarle a Orense libros, de repasarle la ropa y de pegarle los botones.

      Todo esto lo realizaba con inexplicable regocijo, recorriendo la casa a paso ligero y casi juvenil, remozada por la dulce maternidad del amor, y tan dichosa, que ni se acordaba de reñir a las chiquillas de la escuela, pensando sólo en acortarles la tarea para quedarse más pronto en compañía de Segundo. Había en su cariño mucha parte generosa y espiritual, y los mejores instantes de su pasión satisfecha eran aquellas horas nocturnas en que, próximos al balcón, sentados muy cerca el uno del otro, convirtiendo con la imaginación las matas de claveles y albahaca en selva virgen, ella oía, recostada en el hombro de Segundo, los versos que este recitaba con bien timbrada voz, versos cuya armonía se le figuraba a Leocadia un cántico celeste.

      La medalla tenía su reverso. Eran amargas las horas matutinas en que Flores, con la cara larga y difícil, contraída o iracunda, con el pañuelo de algodón torcido, arrugado y caído sobre los ojos, venía a notificarle, en breves y truncadas palabras, que:

      —Se han acabado los huevos… ¿vienen más? No hay azúcar: ¿de cuál traigo? ¿De ese tan caro de pilón que vino la semana pasada? Hoy traje café, café, dos libritas, como quien lava… Yo no compro más licor: allá tú: yo no.

      —¿Qué dices, mujer? ¿Qué te sucede?

      —Que si te gusta darle al Ramón, el de la dulcería, veinticuatro reales por una botella de anisete, habiéndolo a ocho en la botica, bien; pero yo no voy a meterle los cuartos en la mano a ese ladrón: a ver cómo no te pide cinco duros por cada frasquito.

      Leocadia, suspirando, salía de su letargo; iba a la cómoda, sacaba dinero, no sin pensar que le sobraba la razón a Flores: sus ahorritos, su par de miles de reales para un apuro, ya debían encontrarse temblando; valía más no enterarse del estado del peto: los disgustos, retrasarlos. ¡Dios delante! Y reñía a la vieja con fingida cólera.

      —Ve por la botella, anda, no me enfades… A las ocho entran las chiquillas, y aún tengo la enagua por planchar… Hazle el chocolate a Minguitos; más te valiera no tenerlo muerto de hambre… Y dale bizcocho.

      —Daré, daré… ¡Pues si yo no le diese al infeliz!… —refunfuñaba la criada, que al nombre de Minguitos, sentía crecer su enojo. Se oía en la cocina el furioso porrazo administrado a la chocolatera para sentarla sobre el fuego y el airado voltear del molinillo en el remolino espumoso del chocolate. Flores entraba en el cuarto del contrahecho, que aún no había abandonado las sábanas, y le tomaba las manos.

      —Tienes calor, rapaz… Aquí viene el chocolatito, ¿eh?

      —¿Me lo da mamá?

      —Te lo daré yo.

      —Y mamá, ¿qué hace?

      —Almidonando