de la juventud pasada. ¡Qué ganas tenía de volver a ver en las Vides un emparrado del cual mil veces robara uvas allá de chiquillo!
—Aún las ha de robar usted ahora —exclamó festivamente Clodio Genday—. Ya le diremos al señor de las Vides que ponga un guarda en la parra del Jaén.
Celebrose el chiste con hilaridad suprema, y la niña soltó su risilla aguda ante la idea de que robase uvas su papá. Segundo no hizo más que sonreírse. Tenía los ojos fijos en don Victoriano y pensaba en su destino. Repasaba toda la historia del personaje: a la edad de Segundo era también don Victoriano un oscuro abogaduelo, enterrado en Vilamorta, ansioso de romper el cascarón. Se había ido a Madrid, donde un jurisconsulto de fama le tomó de pasante. El jurisconsulto picaba en político y don Victoriano siguió sus huellas. ¿Cómo empezó a medrar? Espesas tinieblas en torno de la génesis. Unos decían erres y otros haches. Vilamorta se le encontró, cuando me nos se percataba, candidato y diputado: ya frisaría por entonces en los treinta y cinco, y se exageraba su talento y porvenir. Una vez de patitas en el Congreso, creció la importancia de don Victoriano, y cuando vino la Revolución de Setiembre, le halló empinado asaz para improvisarle ministro. El breve ministerio no le dio tiempo a gastarse ni a demostrar especiales dotes, y, casi intacto su prestigio, le admitió la Restauración en un gabinete fusionista. Acababa de soltar la cartera y venía a reponer su quebrantada salud al país natal, donde su influencia era incontestable y robusta, gracias al enlace con la ilustre casa de Méndez de las Vides… Segundo se preguntaba si colmaría sus aspiraciones la suerte de don Victoriano. Don Victoriano tenía dinero: acciones del Banco y de vías férreas, en cuyo consejo de administración figuraba el hábil jurisconsulto… Enarcó desdeñosamente las cejas nuestro versificador, y miró a la esposa del ministro: aquella gentil beldad no amaba, de seguro, a su dueño. Era hija del segundón de las Vides, un magistrado: se casaría alucinada por la posición. ¡Vive Dios! El poeta no envidiaba al político. ¿Por qué se habría encumbrado aquel hombre? ¿Qué extraordinarias dotes eran las suyas? Difuso orador parlamentario, ministro pasivo, algo de capacidad forense… Total, una medianía…
Mientras elaboraba estas ideas el cerebro de Segundo, la señora de Comba se entretenía en desmenuzar los trajes y fachas de los presentes. Analizó, con los ojos entornados, todo el atavío de Carmen Agonde, embutida en un corpiño azul fuerte, muy justo, que arrebataba la sangre a sus mejillas pletóricas. Bajó después la burlona ojeada a las botas de charol del farmacéutico, y volvió a subir hasta los dedos de Clodio Genday, culotados por el cigarro, y el chaleco de terciopelo a cuadritos morados y blancos del abogado García. Por último se posó en Segundo, investigando algún pormenor de indumentaria. Pero la rechazó como un escudo otra mirada fija y ardiente.
Capítulo 5
Agonde madrugó y bajó temprano a la botica, dejando a sus huéspedes entregados al sueño, y a Carmen encargada de meterles, apenas se bullesen, el chocolate en la boca. Quería el boticario gozar del efecto producido en el pueblo por la estancia de don Victoriano. Recostábase en el diván de gutapercha, cuando vio cruzar a Tropiezo, caballero en su parda mulita, y le holeó:
—Hola, hola… ¿A dónde se va tan de mañana?
—A Doas, hombre… Me hace falta todo el tiempo. —Y al afirmarlo, el médico se apeaba, atando su montura a una argolla incrustada en la pared.
—¿Es tan apurada la cosa?
—¡Tssss! La vieja, la abuela de Ramón el dulcero… Si dice que ya está sacramentadiña.
—¿Y le mandan el recado ahora?
—No; si ya fui anteayer… y le puse dos docenas de sanguijuelas que sangraron a tutiplén… Parecía un cabrito… Quedó muy débil, hecha una oblea… Puede que si en vez de sanguijuelas le doy otra cosa que pensaba…
—Vamos, un tropiezo —interrumpió Agonde maliciosamente.
—En la vida todos son tropiezos… repuso el médico encogiéndose de hombros. ¿Y por arriba? —añadió mirando al techo. —Como príncipes… roncando.
—¿Y… él… qué tal? —silabeó don Fermín bajando la voz.
—¿Él? —pronunció Agonde imitándole… —. Así… así… ¡algo viejo! Con mucho pelo blanco…
—Pero, ¿luego qué tiene, vamos a ver? Porque estar, está enfermo.
—Tiene… una enfermedad nueva, muy rara, de las de última moda… Y Agonde sonreía picarescamente.
—¿Nueva?
Agonde entornó los ojos, pegó la boca al oído de Tropiezo y articuló dos palabras, un verbo y un sustantivo.
—… azúcar.
Soltó Tropiezo fuerte risotada; de pronto se quedó muy serio y se frotó repetidas veces la nariz con el dedo índice.
—Ya sé, ya sé —declaró enfáticamente… —. Hace poco que leí de eso… Se llama… aguarde, hom… di… diabetes sacarina, que viene de sácaro, azúcar… y de… ¡Justamente las aguas de aquí y otras de Francia son las únicas para curar ese mal! Si bebe unos vasitos de la fuente, tenemos hombre.
Emitía Tropiezo su dictamen apoyándose en el mostrador, sin acordarse ya de la mulita, que pateaba a la puerta. Guiñando un ojo, preguntó de repente:
—Y la señora, ¿qué dice del mal del marido?
—¡Qué ha de decir, hombre! No sabrá que es de cuidado.
Una mueca de indescriptible y grosera burla metamorfoseó la cara inexpresiva del médico; miró a Agonde, y ahogando otra explosión de risa, dijo:
—La señora… ¡Si que la señora no lo sabrá! ¿Usted leyó los síntomas del mal? Pues justamente…
—¡Chsst! —atajó furioso el boticario. Toda la familia Comba hacía irrupción en la botica por el postigo del portal. Madre e hija formaban lindo grupo, ambas de enormes pamelas de paja tosca, adornadas con un lazo colosal de lanilla color fuego; sus trajes de tela cruda, bordados con trencilla roja, completaban lo campestre del atavío, semejante a un ramillete de amapolas y heno. Colgábale a la niña su rica mata de pelo oscuro, y a la madre se le embrollaban las crenchas rubias bajo la sombra del ala del sombrerón. No llevaba Nieves guantes, ni en su tez se veían rastros de polvos de arroz, ni de otros artificios de tocador, imputados injustamente por las provincianas a las madrileñas: al contrario, se notaban en las rosadas orejas y cuello señales de enérgico lavatorio y fricciones de toalla. En cuanto a don Victoriano, la luz matinal revelaba mejor la devastación de su semblante. No estaba, conforme al dicho de Agonde, viejo: lo que allí se advertía era la virilidad; pero atormentada, exhausta, herida de muerte.
—Jesús, María! ¿Ustedes han tomado chocolate? —preguntaba Agonde confuso.
—No, amigo Saturnino… ni lo tomamos, con permiso de usted, hasta volver… No pase usted cuidado por nosotros… Victorina le ha saqueado a usted la alacena… el aparador…
Entreabrió la niña un pañuelo que llevaba atado por las cuatro puntas, descubriendo una hacina de pan, bizcocho y queso del país.
—Al menos les bajaré un queso entero… Iré a ver si hay pan fresco, de ahora mismito…
No quería don Victoriano; por Dios, que no le quitasen el gusto de irse a desayunar a la alameda de las aguas, igual que de muchacho. Agonde observó que no eran sanos para él tales alimentos; y al oírlo Tropiezo, se rascó una oreja y murmuró con escéptico tono:
—Bah, bah, bah… Le son cosas de ahora, novedades… Lo sano para el cuerpo, ¿se hacen de cargo?, es lo que el cuerpo pide y reclama… Si al señor le apetece el pan… Y para su enfermedad, señor don Victoriano, ya no hay como estas aguas. No sé a qué va la gente a dar cuartos a los franchutes cuando aquí tenemos cosas mejores.
El ministro miró a Tropiezo con vivo interés. Acordábase de su última consulta