Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa


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tiempo y observar régimen: veremos cómo vuelve usted en otoño… ». ¡Qué diablo de cara tenía Sánchez del Abrojo al hablar así! Una fisonomía reservada, de esfinge. La afirmación explícita de Tropiezo despertó en don Victoriano tumultuosas esperanzas. Aquel practicón de aldea debía saber mucho por experiencia: más acaso que los orondos doctores cortesanos.

      —Vamos, papá —suplicaba la niña tirándole de la manga.

      Emprendieron el camino. Vilamorta, madrugadora de suyo, vivía más activamente entonces que por la tarde. Abiertas se hallaban las tiendas; colmados los cestos de las fruteras; Cansín medía su almacén con las manos en los bolsillos, haciéndose el desentendido por no saludar a Agonde ni reconocer su triunfo; el Pellejo, muy enharinado, regateaba con tres panaderos de Cebre, que le pedían trigo del bueno; Ramón el de la dulcería tableteaba sobre el mostrador con un gran tablero lleno de libras de chocolate, y antes que se enfriasen del todo las marcaba con un hierro rápidamente.

      Era despejada la mañanita, y ya picaba más de lo justo el sol. La comitiva, engrosada con García y Genday, se internó por huertecillas y maizales hasta el ingreso de la alameda. Exhaló don Victoriano una exclamación de júbilo. Era la misma hilera doble de olmos, alineada sobre el río, el espumante y retozón Avieiro, que se escurría a borbotones, en cascaduelas mansas, con rumor gratísimo, besando las peñas gastadas y lisas por el roce de la corriente. Reconoció los espesos mimbrerales; recordó todo el saudoso ayer, y, conmovido, se apoyó en el parapeto de la alameda. Encontrábase el lugar casi desierto; media docena, a lo sumo, de mustios y biliosos agüistas, daban vueltas por él con lento paso, hablando en voz queda de sus padecimientos, eructando el bicarbonato de las aguas. Nieves, reclinada en un banco de piedra, contemplaba el río. La niña la tocó en el hombro.

      —Mamá, el chico de ayer.

      A la otra orilla, sobre un peñasco, estaba de pie Segundo García, distraído, con su sombrero de paja echado hacia atrás y la mano puesta en la cadera, sin duda para guardar el equilibrio en tan peligrosa posición. Nieves riñó a la chiquilla.

      —No seas tontita, hija… Me has dado un susto… Saluda a ese señor.

      —Es que no mira… ¡Ah!, ya miró… Salúdale tú, mamita… Se quita el sombrero… va a resbalar… ¡Quia! Ya está en sitio seguro…

      Don Victoriano bajaba los escalones de piedra que conducían a la fuente mineral. En pobre gruta moraba la náyade: un cobertizo sustentado en toscos postes, una estrecha pila de donde rebosaba el manantial, unas pocilgas inmundas para los baños, y un fuerte y nauseabundo olor a huevos podridos, causado por el estancamiento del agua sulfurosa, era cuanto allí encontraba el turista exigente. Sin embargo, a don Victoriano se le inundó el alma de purísimo gozo. Cifraba aquella náyade la mocedad, la mocedad perdida: los años de ilusiones, de esperanzas frescas como las orillitas del río Avieiro. ¡Cuántas mañanas había venido a beber de la fuente por broma, a lavarse la cara con el agua que en el país gozaba renombre de poseer estupendas virtudes medicinales para los ojos! Don Victoriano alargó ambas manos, las sumió en la corriente tibia, sintiéndola con fruición resbalar por entre sus dedos, y jugueteando con ella y palpándola como se palpan las carnes de un ser querido. Pero el cuerpo ondeante de la náyade se le escapaba lo mismo que se escapa la juventud: sin ser posible detenerla. Entonces se despertó la sed del ex—ministro. Allí, al lado, sobre el borde de la pila, había un vaso; y el bañero, pobre viejo chocho, se lo brindó con sonrisa idiota. Bebió don Victoriano cerrando los ojos, con inexplicable placer, saboreando el agua misteriosa, encantada por las artes mágicas del recuerdo. Apurado el vaso, enderezose y subió con paso firme y elástico la escalera. En la alameda, Victorina, que se desayunaba con pan y queso, quedó asombrada cuando su padre, jovialmente, la cogió del regazo un zoquete de pan diciéndola:

      —Todos somos de Dios.

       Capítulo 6

      Así tanto como la llegada de don Victoriano, alborotó a Vilamorta la del señor de las Vides, en persona, acompañado de su mayordomo Primo Genday. Ocurrió este suceso memorable la tarde del día en que don Victoriano infringió las prescripciones de la ciencia, comiéndose media libra de pan tierno. A las tres, con un sol de justicia, entraron por la plaza Genday el mayor y Méndez, caballero este en una poderosa mula, y aquel en un mediano jaco.

      Era el señor de las Vides viejecito, seco lo mismo que un sarmiento. Sus mejillas primorosamente rasuradas, sus labios delgados y barba y nariz aristocráticamente puntiagudas, sus ojos benévolos, maliciosos, con las mil arrugas de la pata de gallo, su perfil inteligente, su cara lampiña, pedían a gritos la peluca de bucles, la bordada chupa y la tabaquera de oro de los Campomanes y Arandas. Con su fisonomía afilada y sutil, contrastaba la de Primo Genday. Tenía el mayordomo el color blanco y sonrosado, la piel fina y transparente de los hemipléjicos, bajo la cual se ramifican inyectadas venas. De sus verdosos ojos, el uno estaba como sujeto al párpado lacio y colgante, y el otro giraba, humedecido, con truhanesca vivacidad. El pelo, blanco de plata, muy rizoso, le daba un parecido remoto con el rey Luis Felipe, tal cual conserva su efigie el cuño de los napoleones.

      Mediante una combinación frecuente en los pueblos chicos, Primo Genday y su hermano Clodio militaban en opuestos bandos políticos, poseyendo en el fondo una sola voluntad y caminando a idénticos fines. Clodio se significaba entre los radicales: Primo era el sostén del partido carlista, y en los casos de apuro, en las electorales lides, se daban la mano por encima de la tapia. Al resonar sobre la acera el trote del jaco de Primo Genday, abriéronse los balcones de la botica reaccionaria y dos o tres manos se agitaron en señal de bienvenida cariñosa. Primo se detuvo y Méndez continuó su ruta hasta llegar al portal de Agonde, echando allí pie a tierra.

      Le recibieron los brazos de don Victoriano y se perdió en las honduras de la escalera. La mula se quedó atada a la argolla, pateando a más y mejor, mientras los curiosos de la plaza consideraban con respeto los arcaicos jaeces del hidalgo, claveteados de plata sobre el labrado cuero, ya reluciente por el uso. Poco a poco fueron reuniéndose con la mula individuos de la raza asinina y caballar, conducidos del diestro, y la gente los distribuyó con mucho tino. El jaco castaño del alguacil, de buena estampa, con su galápago y su cabezada de seda, sería para el ministro: de seguro. La borrica negra, con jamúa—sillón de terciopelo rojo, quién duda que para la señora. A la niña le darían la otra pollina blanca y mansita. El burro del alcalde, para la doncella. Agonde iría en su yegua de costumbre, la Morena, con más esparavanes en los corvejones que cerdas en la cola. A todo esto, los radicales, García, Clodio, Genday, Ramón, examinaban las cabalgaduras y el estado de los aparejos, calculando cuantas probabilidades de éxito ofrecía la tentativa de llegar a las Vides antes del anochecer. El abogado meneaba la cabeza, diciendo enfática y sentenciosamente:

      —Mucha, mucha calma se están dando para eso…

      —¡Y le traen a don Victoriano el caballo del alguacil! —exclamó el estanquero—. ¡Rinchón como un demonio! Va a armarse aquí un Cristo… Tú, Segundo, ¿cuando lo montaste… te hizo algo?

      —A mí, nada… Pero es alegre.

      —Verás, verás.

      Los viajeros salían ya y comenzó a disponerse la cabalgata. Las señoras se afianzaron en sus jamúas y los hombres se asentaron en los estribos. Entonces se representó el drama anunciado por el estanquero, con grave escándalo y mayor retraso de la comitiva. No bien hubo olfateado el jaco del alguacil una hembra de su raza, empezó a sorber el aire todo descompuesto, exhalando apasionados relinchos. Don Victoriano recogía las bridas, pero el rijoso animal ni aún sentía el hierro en la boca, y encabritándose primero y disparando después valientes coces y revolviendo por último la cabeza para morder el muslo del jinete, hizo tanto, que don Victoriano, algo descolorido, tuvo por prudente apearse. Agonde, furioso, se bajó también.

      —¿Pero qué condenado de caballo es ese? —gritó—. A ver, pedazos de brutos… ¿Quién os manda traer el caballo del alguacil? ¡Parece que no sabéis que es una fiera! Usted… Alcalde… o usted, García… pronto… la mula de Requinto, que está a dos pasos… Señor don Victoriano, lleve usted mi