Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa


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Las moscas, zumbando, se posaron en el techo para dormir; el calor se aplacó; vino la tarde, y se marcharon las chiquillas. Sintió Leocadia profunda tristeza, y sin cuidarse de arreglar la habitación se fue a su alcoba, y se tendió sobre la cama.

      Empujaron suavemente la vidriera, y entró una persona que pisaba muy blandito.

      —Mamá —dijo en voz baja. La maestra no contestó.

      —Mamá, mamá —repitió con más fuerza el jorobado—. ¡¡Mamá!! —gritó por último.

      —¿Eres tú? ¿Qué te se ofrece?

      —¿Estás enferma?

      —No, hombre.

      —Como te acostaste…

      —Tengo así un poco de jaqueca… Déjame en paz.

      Dio media vuelta Minguitos, y se dirigió hacia la puerta silenciosamente. Al ver la prominencia de su espinazo arqueado, sintió la maestra una punzada en el corazón. ¡Aquel arco le había costado a ella tantas lágrimas en otro tiempo! Se incorporó sobre un codo.

      —¡Minguitos!

      —¿Mamá?

      —No te marches… ¿Qué tal estás hoy? ¿Te duele algo?

      —Estoy regular, mamá… Sólo me duele el pecho.

      —¿A ver… acércate aquí?

      Leocadia se sentó en la cama y cogió con ambas manos la cabeza del niño, mirándole a la cara con el mirar hambriento de las madres. Tenía Minguitos la fisonomía prolongada, melancólica; la mandíbula inferior, muy saliente, armonizaba con el carácter de desviación y tortura que se notaba en el resto del cuerpo, semejante a un edificio cuarteado, deshecho por el terremoto; a un árbol torcido por el huracán. No era congénita la joroba de Minguitos: nació delicado, eso sí, y siempre se notó que le pesaba el cráneo y le sostenían mal sus endebles piernecillas… Leocadia iba recordando uno por uno los detalles de la niñez… A los cinco años el chico dio una caída, rodando las escaleras; desde aquel día perdió la viveza toda; andaba poco y no corría nunca; se aficionó a sentarse a lo moro, jugando a las chinas horas enteras. Si se levantaba, las piernas le decían al punto: párate. Cuando estaba en pie sus ademanes eran vacilantes y torpes. Quieto, no notaba dolores, pero los movimientos de torsión le ocasionaban ligeras raquialgias. Andando el tiempo creció la molestia: el niño se quejaba de que tenía como un cinturón o aro de hierro que le apretaba el pecho; entonces la madre, asustada ya, le consultó con un médico de fama, el mejor de Orense. Le recetaron fricciones de yodo, mucho fosfato de cal y baños de mar. Leocadia corrió con él a un puertecillo… A los dos o tres baños, el mal se agravó: el niño no podía doblarse, la columna estaba rígida, y sólo en posición horizontal resistía el enfermo los ya agudos dolores. De estar acostado se llagó su epidermis; y una mañana en que Leocadia, llorosa, le suplicaba que se enderezase y trataba de incorporarle suspendiéndole por los sobacos, exhaló un horrible grito.

      —¡Me he partido, mamá! ¡Me he partido! —repetía angustiosamente, mientras las manos trémulas de la madre recorrían su cuerpo, buscando la pupa.

      ¡Era cierto! ¡Habíase levantado el espinazo, formando un ángulo a la altura de los omoplatos; las vértebras reblandecidas se deprimían, y la cifosis, la joroba, la marca indeleble de eterna desventura, afeaba y a aquel pedazo de las entrañas de Leocadia! La maestra había tenido un momento de dolor animal y sublime, el dolor de la fiera que ve mutilado a su cachorro. Había llorado con alaridos, maldiciendo al médico, maldiciéndose a sí propia, mesándose el cabello y arañándose el rostro. Después corrieron las lágrimas, vinieron los besos delirantes, pero calmantes y dulces, y el cariño tomó forma resignada. En nueve años no hizo Leocadia más que cuidar a su jorobadito noche y día, abrigándole con su ternura, distrayendo con ingeniosas invenciones los ocios de su niñez sedentaria. Acudían a la memoria de Leocadia mil detalles. El niño padecía pertinaces disneas, debidas a la presión de las hundidas vértebras sobre los órganos respiratorios, y la madre se levantaba des calza a las altas horas de la noche, para oír si respiraba bien y alzarle las almohadas… Al evocar estos recuerdos sintió Leocadia reblandecérsele el alma y agitarse en el fondo de ella algo como los restos de un gran amor, cenizas tibias de un fuego inmenso, y experimentó la reacción instintiva de la maternidad, el impulso irresistible que hace a las madres ver únicamente en el hijo ya adulto, el niño que lactaron y protegieron, al cual darían su sangre si les faltase leche. Y exhalando un chillido de pasión, pegando su boca febril de enamorada a las pálidas sienes del jorobadito, exclamó lo mismo que en otros días, acudiendo al dialecto como a un arrullo:

      —¡Malpocadiño! ¿Quién te quiere?… di, ¿quién te quiere mucho? ¿Quién?

      —Tú no me quieres, mamá. Tú no me quieres —articulaba él semi—risueño, reclinando la cabeza con deleite en aquel seno y hombros que cobijaron su triste infancia. La madre, entre tanto, le besaba locamente el pelo, el cuello, los ojos —como recuperando el tiempo perdido—, prodigándole palabras de azúcar con que se emboban los niños de pecho, palabras profanadas en horas de pasión, que ahora volvían al puro cauce maternal.

      —Rico… tesoro… rey… mi gloria…

      Por fin sintió el jorobado caer una lágrima sobre su cutis. ¡Delicioso refresco! Al principio la gota de llanto, redonda y gruesa, quemaba casi; pero fue esparciéndose, evaporándose, y quedó sólo en el lugar que bañaba una grata frescura. Frases vehementes se atropellaban en los labios de la madre y del hijo.

      —¿Me quieres mucho, mucho, mucho? ¿Lo mismo que toda la vida?

      —Lo mismo, vidiña, tesoro.

      —¿Me has de querer siempre?

      —Siempre, siempre, rico.

      —¿Me has de dar un gusto, mamá? Yo te quería pedir…

      —¿Qué?

      —Un favor… ¡No me apartes la cara!

      El jorobado notó que el cuerpo de su madre se ponía de repente inflexible y rígido, como si le hubiesen introducido un astil de hierro. Dejó de advertir el dulce calor de los párpados humedecidos y el cosquilleo de las mojadas pestañas. Con voz algo metálica preguntó Leocadia a su hijo:

      —¿Y qué quieres, vamos a ver?

      Minguitos murmuró sin encono, resignado ya:

      —Nada, mamá, nada… Si fue de risa.

      —Pero entonces, ¿por qué lo decías?

      —Por nada. Por nada, a fe.

      —No, tú por algo lo decías —insistió la maestra, agarrándose al pretexto para enojarse—. Sino que eres muy disimulado y muy zorro. Todo te lo guardas en el bolsillito, muy guardado. Esas son lecciones de Flores: ¿piensas tú que no me hago de cargo?

      Hablando así, rechazó al niño y saltó de la cama. Oyose en el corredor, casi al mismo tiempo, un taconeo firme de persona joven. Leocadia se estremeció, y tartamudeando:

      —Anda, anda junto a Flores… —ordenó a Minguitos—. A mí déjame, que no estoy buena, y me aturdes más.

      Venía Segundo un tanto encapotado, y después del júbilo de verle, se apoderó de Leocadia el afán de despejar las nubes de su cara. Primero se revistió de paciencia y aguardó. Después, echándole los brazos al cuello, formuló una queja: ¿dónde había estado metido?, ¿cómo había tardado tanto en venir? El poeta desahogó su mal humor: vamos, era cosa insufrible andar en el séquito de un personaje. Y dejándose llevar del gusto de hablar de lo que ocupaba su imaginación, describió a don Victoriano, a los radicales, satirizó la recepción y el hospedaje de Agonde, explicó las esperanzas que fundaba en la protección del ex—ministro, y motivó con ellas la necesidad de hacer a don Victoriano la corte. Leocadia clavó en el rostro de Segundo su mirada canina.

      —¿Y qué tal… la señora… y la niña? ¿Dice que son muy guapas?

      Segundo