la musa… ¡Pero ahora! Recordaba la poesía A los ojos azules y el modo de recitarla. ¡Veneno eran aquellas estrofas de miel: sí, veneno y acíbar! Leocadia sintió acudir llanto a sus lagrimales y las lágrimas saltaron entre sollozos convulsivos, que sacudían el cuerpo y hacían crujir las maderas de la cama y susurrar la hoja de maíz del jergón. Ni por esas suspendió su actividad el caviloso cerebro. Indudablemente Segundo estaba enamorado de la señora de Comba; pero ella era una mujer casada… ¡Bah! En Madrid y en las novelas todas las señoras tienen amantes… Y además, ¿quién resistiría a Segundo, a un poeta émulo de Bécquer, joven, guapo, apasionado cuando se le antojaba serlo?
¿Qué podía Leocadia contra esta gran catástrofe? ¿No valía más resignarse? ¡Ah!, resignarse. ¡Pronto se dice! No, no: luchar y vencer por cualquier medio. ¿Por qué le negaba Dios la facultad de expresar sus sentimientos? ¿Por qué no se había puesto de rodillas delante de Segundo pidiéndole un poco de amor, pintándole y comunicándole la llama que la consumía a ella el tuétano de los huesos? ¿Por qué quedarse muda cuando tantas cosas podía decir? Segundo no iría a las Vides. Mejor. Carecía de dinero. Magnífico. No conseguiría destino alguno, ni se movería de Vilamorta. Mejor, mejor, mejor… ¿Y qué, si al fin Segundo no la amaba; si se desviaba de ella con un ademán que Leocadia estaba viendo todavía a oscuras, o mejor dicho, a la extraña luz de la pasión celosa?
¡Qué calor, qué desasosiego! Leocadia se arrojó de la cama, dejándose caer al suelo, donde le parecía encontrar una frescura consoladora. En vez de alivio notó un temblor, y en la garganta un obstáculo, a modo de pera de ahogo atravesada allí, que no le permitía respirar. Quiso alzarse y no pudo: la convulsión empezaba y Leocadia contenía los gritos, los sollozos, las cabezadas, por no despertar a Flores. Algún tiempo lo consiguió, mas al fin venció la crisis nerviosa, retorciendo sin piedad los rígidos miembros, obligando a las uñas a desgarrar la garganta, al cuerpo a revolcarse, y a las sienes a batirse contra el piso… Vino después, precedido de fríos sudores, un instante en que Leocadia perdió el conocimiento. Al recobrarlo se halló tranquila, aunque molidísima. Levantose, subió a la cama de nuevo, se arropó, y quedó anonadada, sin cerebro, sumida en reparador marasmo. El grato sueño del amanecer la envolvió completamente.
Despertose bastante tarde, no saciada de descanso, rendida y como atontada. Apenas acertaba a vestirse; parecíale que desde la noche anterior había transcurrido un año por lo menos; y en cuanto a su celosa cólera, a sus proyectos de lucha… Pero ¿cómo pudo ella pensar en cosas semejantes? Que Segundo fuese feliz, eso tan sólo importaba y convenía; que realizase sus altos destinos, su gloria… Lo demás era un delirio, una convulsión, una crisis pasajera, sufrida en horas que el alma amante no quiere solitarias.
Abrió la maestra la cómoda donde guardaba sus ahorros y el dinero para el gasto. No lejos de un montón de medias palpó un bolsillo, ya muy lacio y escueto. En él se contenían poco ha unos miles de reales, todo su peculio en metálico. Quedaban sobre treinta duros descabalados, y para eso debía un corte de merino negro a Cansín, licores al confitero y encargos a unas amigas de Orense. Y hasta noviembre no vencían sus rentitas. ¡Brillante situación!
Tras un minuto de angustia, causada por la pugna entre sus principios económicos y su resolución, Leocadia se lavó, se alisó el pelo, se echó el vestido y el manto de seda, y salió. Por ser día de misa recorría mucha gente la calle, y el rajado esquilón de la capilla repicaba sin cesar. En la plaza, animación y bullicio. A la puerta de la botica de doña Eufrasia, tres o cuatro cabalgaduras clericales sufrían mal las impertinencias de las moscas y tábanos, volviendo a cada paso la cabeza con desapacible estrépito de ferraje, y mosqueándose los ijares con la hirsuta cola. Tampoco las fruteras, entre regateos y risas, descuidaban espantar los porfiados insectos, posados en el lugar donde la grieteada piel de las claudias y tomates descubría la melosa pulpa o la carne roja. Mas el verdadero cónclave mosquil era la dulcería de Ramón. Daba fatiga y náusea ver a aquellos bichos zumbar, tropezarse en la cálida atmósfera, prenderse las patas en el caramelo de las yemas, hacer después esfuerzos penosos para libertarse del dulce cautiverio. Sobre una tarta de bizcocho, merengue y crema, que honraba el centro del escaparate, se arremolinaba un enjambre de moscas: ya no se tomaba Ramón el trabajo de defenderla, y el ejército invasor la saqueaba a todo su talante: a orillas de la fuente yacían las moscas muertas en la demanda: unas desecadas y encogidas, otras muy espatarradas, sacando un abdomen blanquecino y cadavérico…
Leocadia pasó a la trastienda. Estaba Ramón en mangas de camisa, arremangado, luciendo su valiente musculatura y meneando un cazo para enfriar la pasta de azucarillo que contenía; después la fue cortando con un cuchillo candente, y el azúcar chilló al tostarse, despidiendo olor confortativo. El dulcero se pasó el dorso de la mano por la frente sudorosa.
—¿Qué quería, Leocadia? ¿Anisete de Brizar, eh? Pues se acabó. Tú, Rosa, ¿verdad que se acabó el anisete?
Vio Leocadia, en el rincón de la trastienda—cocina, a la mujer del dulcero, dando papilla a un mamón endeble. La confitera clavó en la maestra su mirada sombría de mujer histérica y celosa, y exclamó con dureza:
—Si viene por más anisete, acuérdese de las tres botellas que tiene sin pagar.
—Ahora mismo las pago —respondió la maestra, sacando del bolsillo un puñado de duros.
—No, mujer, calle por Dios… ¿qué prisa corre? —murmuró avergonzado el dulcero.
—Cobre, Ramón, ande ya… Si justamente vengo a eso, hombre.
—Si se empeña… Maldito el apuro que tenía.
Marchose Leocadia corriendo. ¡No acordarse de la confitera! ¿Quién le pedía nada a Ramón delante de aquella tigre celosa, que chiquita y débil como era, acostumbraba solfear al hercúleo marido? A ver si Cansín…
El pañero vendía, rodeado de paisanas, una de las cuales se empeñaba en que una lanilla era algodón, y la restregaba para probarlo. Cansín, por su parte, la frotaba con fines diametralmente opuestos.
—Mujer, que ha de ser algodón, que ha de ser algodón —repetía con su agria vocecilla, acercando, pegando la tela a la cara de la compradora. Parecía tan amostazado Cansín, que Leocadia no se atrevió a llamarle. Pasó de largo y aceleró el andar. Pensaba en su otro pretendiente, el tabernero… Mas de pronto recordó con repugnancia sus gruesos labios, sus carrillos que chorreaban sangre… Y dando vueltas a cuantos expedientes podían sacarla del conflicto, le ocurrió una idea. La rechazó, la pesó, la admitió… A paso de carga se dirigió al domicilio del abogado García.
Al primer aldabonazo abrió la tía Gaspara. ¡Qué significativo fruncimiento de cejas y labios! ¡Qué repliegue general de arrugas! Leocadia, cortada y muerta de vergüenza, se mantenía en el umbral. La vieja, parecida a un vigilante perro, interceptaba la puerta, próxima a ladrar o morder al menor peligro.
—¿Qué quería? —gruñó.
—Hablar con don Justo. ¿Se puede? —interrogó humildemente la maestra.
—No sé… veremos…
Y el vestiglo, sin más ceremonias, dio a Leocadia con la puerta en las narices. Leocadia aguardó. Al cabo de diez minutos un bronco acento le decía:
—Venga.
El corazón de la maestra bailó como si tuviese azogue. ¡Atravesar la casa en que había nacido Segundo! Era lóbrega y destartalada, fría y desnuda, según son las moradas de los avarientos, donde los muebles no se renuevan jamás y se apuran hasta la suma vetustez. Al cruzar un corredor vio Leocadia al través de una entornada puertecilla alguna ropa de Segundo, colgada de una percha, y la reconoció, no sin cosquilleo en el alma. Al final del corredor tenía su despacho el abogado; pieza mugrienta, sobada, atestada de papelotes y libros tediosos y polvorientos por dentro y fuera. La tía Gaspara se zafó, mientras el abogado recibía a la maestra de pie, en desconfiada y hostil actitud, preguntando con el severo tono de un juez:
—¿Y qué se le ocurre a usted, señora doña Leocadia?
Fórmula exterior relacionada con otra interior:
—¡A