Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa


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punto… cállese usted, criatura… ¡qué sabe usted, qué sabe usted, ni qué sabe nadie lo que son esas cosas, hasta que cae en ellas de cabeza y queda sujeto y no puede salir ya! Si yo le contase a usted. ¡Pero es imposible contar la vida entera, día por día, referir una batalla que dura años, sin tregua ni reposo! Combatir para que le empiecen a conocer a uno, seguir combatiendo para que no le olviden, pasar del bufete a la política, de una rueda de cuchillos a una cama de ascuas, lidiar en el foro, en el Congreso, sin fe, sin convicción, porque sí, por no dejar vacante el puesto que uno se conquista; y a todo esto, ni una hora libre, ni un minuto sosegado, ni tiempo para nada… Logra uno fortuna cuando ya le falta humor para gozarla; se casa y forma familia, y… casi no es uno dueño de acompañar a su mujer al teatro… No me hable usted… El infierno, el infierno en abreviatura es la política… Querrá usted creer… (y aquí soltó redonda la interjección) que cuando mi chiquitina empezó a andar, intenté yo un día tener el gusto de llevarla a paseo de la mano… Un capricho, una rareza… Pues iba muy satisfecho bajando la escalera con la pequeñilla en brazos, y cátate que me encuentro al marqués de Cameros, un aspirante a diputado cunero por Galicia, que venía a pedirme quince o veinte cartas de mi puño y letra para mayor eficacia… ¡Y fui tan bestia, hombre, fui tan bestia, que en vez de tirar al marqués por las escaleras abajo, subí de nuevo mis dos pisos, di la chiquilla a la niñera y me encerré en el despacho a preparar la elección! Y así, toda la vida; conque dígame usted, ¿tengo o no tengo razón en abominar de tanta estupidez y tanta farsa? ¡Ah! ¡Qué trabajo nos tomamos para hacernos infelices!

      No cabía duda. En la voz del hombre político temblaban lágrimas reprimidas; en su laringe se revolvían, ahogándose, imprecaciones y blasfemias. Segundo, por hacer algo, abrió de par en par la vidriera del balcón. El sol estaba distante del zenit, el calor era menos pesado.

      —¡Y lo peor de todo… la cola! —prosiguió don Victoriano deteniéndose—. Usted lucha y brega sin calcular, sin entretenerse en observar el estado de sus fuerzas… Combate usted al modo de aquellos caballeros antiguos, con la visera calada. Pero como no es usted de hierro, sino de carne, cuando menos lo piensa, ¡zas!, se encuentra enfermo, enfermo, herido sin saber dónde… No pierde usted sangre, pero pierde usted el jugo… lo propio que un limón cuando lo exprimen… Y el ex—ministro se reía amargamente. Y quiere usted pararse, reponerse, comprar a peso de oro la salud… y ya no es tiempo… ya no tiene usted gota de agua en su cuerpo todo… ¡Ea, fastidiarse, secarse y reventar! ¡Pues ya se ha lucido usted con sus trabajos y sus victorias! ¡Está usted fresco… está usted aviado!

      Decíalo accionando, metiendo las manos en los bolsillos, en un paroxismo de confianza, expresándose igual que si estuviese solo. Y en realidad, consigo mismo hablaba. Era aquel un monólogo, traducción en alta voz de los pensamientos negros que don Victoriano ocultaba, merced a esfuerzos de heroísmo. La extraña enfermedad que padecía le causaba horribles pesadillas nocturnas; soñaba que se volvía pilón de azúcar, y que la inteligencia, la sangre y la vida se le escapaban por un canal muy hondo, muy hondo, convertidas en almíbar puro. Despierto, su mente rechazaba, como se rechaza la ignominia, tan peregrino mal. Debía equivocarse Sánchez del Abrojo: aquello era un desorden fisiológico y pasajero, un achaque usual y corriente, consecuencia de la vida sedentaria, y Tropiezo y su rutina vencerían acaso a la ciencia. ¿Y si no vencían?… El hombre político sentía pasar por los bulbos capilares un soplo glacial que le encogía el corazón. ¡Morir a los cuarenta y pico de años, con la inteligencia firme y con tantas cosas emprendidas y logradas! Y síntomas de muerte debían ser sin duda aquella sed abrasadora, aquella bulimia nunca saciada, aquella sensación enervante de derretimiento, de fusión, aquel liquidarse continuo.

      De repente recordó don Victoriano la presencia de Segundo, que había olvidado casi. Y apoyándole otra vez ambas manos en los hombros, y fijando en los del poeta sus ojos áridos, que requemaba un llanto contenido, exclamó:

      —¿Quiere usted oír la verdad y recibir un buen consejo? ¿Tiene usted ambición, aspiraciones y esperanzas? Pues yo tengo desengaños, y quiero hacerle a usted un favor comunicándoselos ahora. No sea usted tonto; quédese usted aquí toda su vida; ayude a su padre, herédele el bufete, y cásese con esa muchacha tan frescota de Agonde… No abandone nunca este país de fruta, de viñas, de clima tan dulce… ¡Cuánto daría yo ahora por no haberme movido de él! ¡Si se pudiese ver la vida futura en cuadros, como un panorama! Nada, hijo… Quieto aquí; eche usted aquí raíces; viva muchos años con prole numerosa… ¿Ha reparado usted qué sano está su padre? Da gusto verle con aquella dentadura tan fuerte y tan entera… Yo no tengo un diente por dañar: dicen que es uno de los síntomas de mi achaque… ¡Ah!, si su madre de usted viviese, ahora le estarían naciendo a usted hermanitos!

      Segundo sonreía:

      —Pero, señor don Victoriano… —murmuró—, con arreglo a sus teorías de usted, en lugar de vivir… vegetaríamos.

      —¡Y qué dicha mayor que vegetar! —respondió el hombre político asomándose al balcón—. ¿Cree usted que no son dignos de envidia esos árboles?

      Tenía en efecto el huerto, a semejante hora en que declinaba el sol, cierta beatitud voluptuosa, cual si gozase un sueño feliz. Las hojas lustrosas de los limoneros y camelias, los gomosos troncos de los frutales parecían beber con deleite el fresco aliento vespertino, precursor del rocío vital de la noche. La atmósfera dorada se teñía a lo lejos en tintas de acuarela, color lila. Empezaban a oírse mil rumores, preludios de cantos de insectos, de conciertos de ranas y sapos.

      Interrumpió la contemplativa tranquilidad de la escena el trote precipitado de una mula, y Clodio Genday en persona, sofocado, girando como una devanadera, penetró en el huerto. Con las manos, con la cabeza, con el cuerpo todo, llamó, gritó, vociferó:

      —¡La traigo buena… buena! Ya subo, ya subo.

      Fueronle a recibir a la escalera de la solana, y entró disparado, como un rehilete, viéndose que no traía cuello ni corbata, y venía desceñido, hecho una calamidad.

      —Que nada, señor don Victoriano, que nos la juegan, que nos la jugaron… Que si no se toman pronto medidas perdemos el distrito… Mentira le parecería a usted lo que llevan revuelto y urdido, desde días acá, en la botica de doña Eufrasia… Y nosotros inocentes, descuidadísimos… Toditos los curas metidos en el ajo: el de Lubrego, el de Boán, el de Naya, el de Cebre… Ponen de candidato al señorito de Romero, de Orense, que está dispuesto a aflojar la mosca… Pero ¿dónde anda Primo; ese majadero, ese pasmón que no se enteró de nada?

      —Vamos a buscarle, hombre… ¡Qué me cuenta usted! ¡Qué me cuenta usted! Nunca pensé que se atreviesen…

      Y don Victoriano, reanimado, excitado, siguió a Clodio que iba gritando por el salón:

      —¡Primo! ¡Primo!

      A poco rato vio Segundo que los dos hermanos y el ex—ministro recorrían el huerto, departiendo y gesticulando acaloradamente. Clodio acusaba, defendíase Primo, y conciliaba don Victoriano. En su furia, Clodio metía a Primo los puños en la cara, le desabrochaba el chaleco, mientras el inculpado sólo acertaba a contestar tartajosamente, haciéndose cruces muy de prisa:

      —Jesús, Jesús, Jesús… ¡Avemaría de gracia!

      El poeta les miraba pasar, observando la transformación de don Victoriano. Al retirarse del balcón, vio enfrente de sí a Nieves que le decía con afabilidad:

      —¿Y esos señores? ¿Le dejan a usted solito? A estas horas ya deben cantar los pinos. Se ha levantado brisa.

      —De fijo cantan ahora —contestó el poeta—. Yo los oiré desde la silla del caballo, camino de Vilamorta.

      El movimiento de sorpresa de Nieves no pasó inadvertido para Segundo, que clavando los ojos en ella, añadió con soberbia y frialdad:

      —A no ser que usted me mandara quedarme.

      Nieves enmudeció. Por cortesía, figurábase que era preciso detener al huésped; y al mismo tiempo, eso de decirle: «quédese usted», estando los dos solos, le pareció cosa rara y grave compromiso. Al fin, con risa forzada,