Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa


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había usted visto nunca fuegos así?

      —Nunca… Es una especialidad de este país… ¡Me gustan mucho! Si fuese poeta como usted, diría de ellos cosas bonitas. Ande usted, discurra usted alguna…

      —Así debe brillar la felicidad en nuestra vida… breves momentos, Nieves… pero mientras brilla… mientras la sentimos…

      Segundo renegaba en su interior de la frase pretenciosa, que no acababa de salir… ¡Qué simplezas estaba ensartando! ¿No era mejor bajarse otro poco más y tocar con los labios?… ¿Y si grita?… ¡No gritará, vive Dios! Ánimo…

      En el balcón se armó un alboroto. Carmen Agonde, a voces, llamaba a Nieves.

      —Nieves, venga… venga… El primer árbol… una rueda de fuego…

      Nieves se levantó apresuradamente y reclinose de pechos en el balcón, pensando que convenía disimular y no estarse toda la noche de palique con Segundo. Empezaba a arder el árbol por un extremo, al parecer no sin trabajo, escupiendo difícilmente chispas rojas; pero de súbito se comunicó el fuego a todo el artefacto, y brotó una flamígera rueda, una enorme oblea de luz verde y roja, que giraba y giraba y se expandía, soltando su cabellera de chispas volantes y atronando el espacio con ruido de metralla. Calló breves instantes y hasta estuvo próximo a extinguirse; tendiose un velo de humo rosado, y se vio detrás un foco de lumbre, un sol de oro que a poco se puso a dar vueltas vertiginosas, abriéndose y rodeándose de una aureola de rayos. Estos fueron apagándose uno por uno, y el sol menguando y quedándose chiquito hasta reducirse al tamaño de una candelilla, que dio perezosamente algunas lánguidas vueltas y, suspirando, falleció.

      Al retroceder Nieves para sentarse otra vez, sintió unos brazos que rodeaban su cuello. Era Victorina, ebria de entusiasmo, prendada de los fuegos, chillando con su delgada vocecilla.

      —Mamá… mamá… qué gracioso, ¿eh?, ¡qué bonito! Y dice Carmen que van a quemar otros árboles y un cubo…

      Interrumpiose, viendo a Segundo en pie detrás de la silla de Nieves. Bajó la cabeza, muy avergonzada de su infantil alegría. Y en vez de regresar al balcón, se quedó allí clavada haciendo caricias a su madre, para disimular la cortedad y timidez que se apoderaban de ella en cuanto la miraba Segundo. Dos arbolitos más ardían en los ángulos de la plaza, figurando un miriñaque y una parrilla de luminarias, primero doradas, después azules. La niña, a pesar de su admiración por la pirotecnia, no daba señales de marcharse dejando solos a Nieves y Segundo. Este se sentó como cosa de diez minutos; pero al observar que el grupo de la madre y la hija no se deshacía, levantose violentamente, poseído de repentino frenesí, y recorrió el tenebroso salón a pasos desiguales, comprendiendo que por entonces no era dueño de sí mismo, ni capaz de contenerse.

      —¡Por vida de… Bien empleado… Quién le mandaba ser un necio y desaprovechar los momentos favorables! Nieves le había alentado: él no lo soñaba, no señor; miradas, sonrisas imperceptibles, pero evidentes; indicios de agrado y benevolencia, todo existía, todo le aconsejaba aclarar una situación tan dudosa y enigmática. ¡Ah, si aquella mujer le quisiera! Y tenía que quererle, y no así por broma y pasatiempo, sino con delirio. No se contentaba Segundo con menos. Su alma ambiciosa desdeñaba triunfos ligeros y efímeros: o todo o nada. Si la madrileña pensaba coquetear con él, se llevaba chasco: él la cogería por sus alas de mariposa, y aun a costa de arrancárselas la pararía: a las mariposas el que las quiere poseer les clava un alfiler o les aprieta fuertemente la región del corazón hasta que expiran: Segundo lo había hecho mil veces cuando niño; volvería a hacerlo ahora; estaba resuelto. Siempre que una risa ligera y burlona, un ademán reservado o una expresión tranquila de Nieves indicaban a Segundo que la señora de Comba se mantenía serena, el despecho concentrado subía a su garganta amenazando sofocarle; y al ver allí a la niña, con quien su madre sostenía animado diálogo, como para entretenerla y que la sirviese de defensa, adoptó la firme decisión de no dejar pasar la noche sin saber a qué atenerse.

      Tornó al lado de Nieves, pero esta se había incorporado, y la niña, cogiéndole las manos, la arrastraba al balcón. Era el momento solemne y crítico: acababan de suspender del palo el globo monstruo para hincharlo; y en la plaza se oía gran vocerío, el rumor de la ansiedad. Una falange de artesanos combistas, entre los cuales figuraba Ramón el dulcero, despejaba el sitio para dejar espacio vacío donde pudiese arder libremente la mecha y verificarse la difícil operación. Veíanse las siluetas alumbradas por la luz de la mecha, agitándose, encorvándose, subiéndose bailando un paso de danza macabra. Ya no alumbraban los cohetes la oscuridad nocturna, y el mar de gente parecía tenebroso como un lago de pez.

      Plegado aun en dobleces innumerables, hecho un látigo, desmayábase el globo besando el suelo con su boca de alambre, donde empezaba a encenderse y a tomar vigor la apestosa mecha. Los artífices del colosal aerostático lo iban desplegando suave y amorosamente, encendiendo debajo de él otras mechas para que auxiliasen a la central y facilitasen la rarefacción del aire en la panza de papel. Esta se pronunciaba, abriéndose los dobleces con blandos chasquidos, y el globo, de lánguido y apabullado, volvíase turgente por algunas partes. Todavía los dibujos de sus cuarterones aparecían prolongados como los presenta de lejos la superficie bruñida y convexa de las cafeteras; pero ya muchas orlas y letreros asomaban por aquí y por acullá, adquiriendo sus naturales proporciones y colocación, y viéndose claramente los groseros brochazos de bermellón o de azul.

      Lo malo era que tuviese el globo tan ancha boca: escapábase por allí el aire dilatado, y si se aumentaban las mechas, había peligro de prender fuego al papel y reducir instantáneamente a pavesas la soberbia máquina. Terrible calamidad, que importaba prevenir a toda costa. Así es que muchos brazos se agitaban extendidos, y cuando el globo se ladeaba hacia alguna parte, varias manos lo sostenían afanosamente: todo con acompañamiento de gritos, palabrotas y maldiciones.

      En la plaza aumentaban las mareas y crecía la ansiedad. Carmen Agonde, riéndose con su pastoso reír, explicaba a Nieves las intrigas de entre bastidores. Los que empujaban y querían meterse en el corro para volcar las mechas e impedir que el globo ascendiese, eran del partido romerista: buena centinela había tenido que hacer el cohetero todo el día para que no le mojasen los árboles de pólvora; pero la inquina mayor era contra el globo, por llevar el retrato de don Victoriano: se la tenían jurada, y afirmaban que no subiría semejante mamarracho mientras ellos viviesen, y que ellos echarían otro globo, mejor que el del Ayuntamiento, y único que saldría con felicidad. Por eso aplaudían y lanzaban burlescos aullidos cada vez que el globo magno, desalentado e incapaz de alejarse de la tierra, se dejaba caer a derecha e izquierda, mientras los partidarios de don Victoriano atendían, de una parte a proteger de todo agravio el enorme corpachón del aerostático; y de otra a calentarle bien las entrañas e inflarle el vientre para que volase.

      Nieves contemplaba atentamente el armatoste, pero estaba a mil leguas de él su espíritu distraído. Segundo había logrado abrirse camino entre los espectadores del balcón, y allí le tenía Nieves, a su derecha, al lado suyo. Nadie les miraba entonces, y el poeta, sin más preámbulos; pasó el brazo alrededor del cuerpo; de Nieves, apoyando con brío la palma de su abierta mano sobre el lugar donde anatómicamente está situado el corazón. En vez de la elástica y mórbida curva del seno y los acelerados latidos de la víscera, Segundo encontró la dureza de uno de esos largos corsés—corazas emballenados y provistos de resortes de acero, que hoy prescribe la moda: artificio que daba al talle de Nieves gran parte de su púdica esbeltez.

      ¡Maldito corsé! Segundo desearía que sus dedos fuesen garfios o tenazas que al través de la tela del vestido, de las recias ballenas, de la ropa interior, de la carne y de las mismas costillas, penetrasen y se hincasen en el corazón; agarrándolo rojo, humeante y sangriento, y apretándolo hasta estrujarlo y deshacerlo y aniquilarlo para siempre. ¿Porqué no se sentían los latidos de aquel corazón? El de Leocadia y hasta el de Victorina saltaban como pájaros al tocarles. Y Segundo, desesperado, apoyaba la mano, insistía, sin recelo de lastimar a Nieves, deseoso, al contrario, de ahogarla.

      Sobrecogida por la audacia de Segundo, Nieves callaba, no atreviéndose a hacer el más leve movimiento por temor de que la gente observase algo, y protestando tan sólo con la