y nada más…
Ensañábase el boticario, multiplicando pormenores y recargándolos, con rabia de plebeyo que coge al vuelo una ocasión de ridiculizar a la aristocracia pobre, y refiriendo historias de todos los señoritos y señoritas, miserias más o menos hábilmente recatadas. Reíase don Victoriano recordando algunos de aquellos cuentos, ya proverbiales en el país, mientras Nieves, tranquilizada por la risa de su marido, empezaba a pensar sin terror, antes con cierta complacencia recóndita, en los episodios de los fuegos. Había temido ver a Segundo entre la multitud, pero a medida que venía la noche y se borraban los vivos colores de los tinglados y se encendían lucecillas y eran más roncos los cantos de los beodos, se sosegaba su ánimo y el peligro le parecía muy remoto, casi nulo. En su inexperiencia se había figurado al pronto que el brazo de Segundo le dejaría señal en el talle, y que el poeta aprovecharía el primer momento para aparecer exigente y loco de amor, delatándose y comprometiéndola. Mas el día se deslizaba sereno y sin lances, y Nieves probaba la impaciencia inevitable en la mujer que no ve llegar al hombre que ocupa su imaginación. Al fin pensó en el baile. Allí estaría Segundo, de hecho.
Capítulo 15
Y se compuso para el baile del poblachón con secreta ilusioncilla, esmerándose lo mismo que si se tratase de un sarao en el palacio de Puenteancha. Claro está que el tocado y vestido eran muy diferentes, pero no menor el estudio y arte en la elección. Un traje de crespón de China blanco, subido y corto, guarnecido con encajes de valenciennes: traje plegado, adherente y dúctil lo mismo que una camisa de batista, y cuya original sencillez completaban los largos guantes de Suecia, oscuros, arrugados en la muñeca, que subían hasta el codo. Un terciopelo negro rodeaba la garganta y lo cerraba una herradura de brillantes y zafiros. El hermoso pelo rubio, recogido a la inglesa, se insubordinaba un tanto en la frente.
Casi le dio vergüenza de haber calculado este atavío cuando atravesó del brazo de Agonde la fangosa plaza, y oyó la ratonera música, y vio que, como la víspera, estaba el zaguán del Consistorio lleno de gente acurrucada, a la cual era necesario pisar para llegar hasta la escalera. Por los descansos corrían las heces de la feria, un reguero oscuro, color de vino… Agonde la desvió.
—No pise ahí, Nieves… cuidadito…
Ella se sintió repelida por tan feo ingreso, y recordó el vestíbulo y la escalera de los duques de Puenteancha, de mármol, alfombrada por el centro, con macetas a los lados… A la puerta del salón donde ahora penetraba, había una cantina provista de azucarillos, rosquillas y dulces, y la mujer de Ramón el confitero, con su inseparable mamón, despachaba el género mirando torvamente a las señoritas que entraban a divertirse. Sentaron a Nieves en el lugar más conspicuo del salón, frente a la puerta. No estaban muy limpias las caleadas paredes, ni muy flamantes las banquetas cubiertas de paño grana; y ni las luces mal despabiladas, ni la araña de hojalata con bujías formaban un espléndido alumbrado. La mucha gente era causa de que el calor rayase en insufrible. Hacia el centro del salón se arracimaban los hombres, confundiéndose en negra masa la juventud de Vilamorta con agüistas, forasteros, tahúres y señoritos monteses. Cada vez que la música atronaba el recinto con la indiscreta sonoridad de sus metales, del grupo central se destacaban los animosos bailarines, lanzándose en busca de pareja.
Nieves miraba, sorprendida, el aspecto del baile. Producíanle un efecto raro y cómico las señoritas con sus peinados abultados y pingües en rizos, sus teces rafagueadas de polvos de arroz ordinarios, sus escotes por poco más abajo del pescuezo, sus largas colas de telas peseteras, pisoteadas y destrozadas por las recias botas de los galanes, sus flores de tarta mal prendidas, y sus guantes cortos de muñeca, de grueso cabrito, que amorcillaban las manos… Acordábase Nieves de las descripciones de Agonde, del tocador establecido en el pinar, y se daba aire con su gran pericón negro, tratando de alejar la atmósfera pestilente en que el bureo del baile la envolvía. Allí se bailaba a destajo, como si disputasen un premio ofrecido a quien echase más pronto los bofes; iban las parejas arrastradas por su propio impulso a la vez que por los ajenos empujones, pisotones y rodillazos; y Nieves, habituada a presenciar el baile acompasado y fino de los saraos, se admiraba de la fe y resolución con que brincaban en Vilamorta. Algunas muchachas a quienes los taconazos habían desgarrado los volantes del traje, se paraban, remangaban la cola, arrancaban el adorno todo alrededor rápidamente, lo enrollaban, y después de arrojarlo en una esquina, volvían risueñas y felices a los brazos de su pareja. Los caballeros se enjugaban el sudor con el pañuelo, pero era inútil; cuellos y pecheras se reblandecían, el pelo se pegaba a las frentes, por los sobacos de los corpiños de seda se extendía una mancha; y los cinco dedos de los galanes se señalaban y quedaban impresos en la espalda de las señoras… Y la gimnasia proseguía, y el polvo y las moléculas de sudor viciaban el aire, y el piso del salón se cimbreaba… Había parejas hermosas, jóvenes frescas y mancebos gallardos, que danzaban con la alegría sana de la mocedad, con los ojos brillantes, rebosando expansión física; y otras muy risibles, de hombres chiquitos con mujeres altas, de mujeronas con niños barbiponientes, de un anciano calvo con una inmensa jamona. Algunos hermanos bailaban con sus hermanas, por cortedad, por no atreverse a sacar a otras señoritas, el secretario del Ayuntamiento, casado hacía años ya con una orensana rica, vieja y muy celosa, saltaba toda la noche con su mujer, y por no morir asfixiado imprimía a polkas y valses el compás de las habaneras.
Cuando Nieves entró la miraron las demás mujeres con curiosidad primero y sorpresa después. ¡Cosa más rara! ¡Venir tan sencillita! ¡No traer una cola de vara y media, ni una flor en el peinado, ni brazaletes, ni zapatos de seda! Dos o tres forasteras de Orense, que abrigaban la pretensión de poner raya en el baile de Vilamorta, cuchicheaban entre sí, comentando aquella negligencia artística y el pudor de aquel corpiño, blanco, subido y la gracia de aquella cabeza chiquita, casi sin moño, vaporosa como las de los grabados de La Ilustración. Se proponían las de Orense copiar el figurín; en cambio, las de Vilamorta y el Borde censuraban acerbamente a la ministra.
—Viene así como vestida de casa…
—Lo hace porque aquí no se quiere poner nada bueno… Ya se ve, para un baile de aquí… Pensará que no entendemos… Pero mujer, siquiera pudo peinarse algo mejor… Y bien se le conoce que se aburre; mira, ¡si parece que se está durmiendo!
—Antes parecía que no se podía estar quieta sentada… daba con el pie en el suelo, de ganas que tenía de irse…
¡Ah! ¡Efectivamente, Nieves se aburría! ¡Y si las señoritas censoras pudiesen adivinar la causa!
No veía a Segundo en parte alguna, por más que le buscaba con los ojos, al principio disimuladamente y sin rebozo después. Por fin vino el abogado García a saludarla, y entonces no se pudo contener, y esforzándose por hablar en tono natural y corriente, le preguntó:
—¿Y el pollo? ¡Milagro que no anda por aquí!
—¿Quién? ¿Segundo? Segundo es allá… tan raro… ¡vaya usted a saber lo que estará haciendo él a estas horas! Leyendo versos, o componiéndolos… Hay que dejarlo con sus manías.
Y el ahogado agitó las manos, como indicando que era preciso respetar las extravagancias del genio, mientras pensaba para sus botones:
—Estará con la condenada de la vieja.
La verdad era que el poeta, dadas las circunstancias, por nada del mundo iría a un baile como aquel, donde sus conocidas, las chicas del pueblo, le comprometerían a bailar, a recibir empellones y sudar el quilo como los de más muchachos. Y su retraimiento, hijo del instinto estético, surtió efecto maravilloso en Nieves, borrando del todo los residuos del temor, estimulando la coquetería y picando la curiosidad.
Hablábase en el mismo baile, en el círculo radical que se formó alrededor de don Victoriano y su esposa, de la salida inmediata para las Vides, a presenciar la vendimia: proyecto que regocijaba al ex—ministro, como regocija a un niño cualquier diversión extraordinaria. Se nombraba a las personas a quienes el hidalgo tenía convidadas o pensaba convidar para tan alegre época, y al pronunciar Agonde el nombre de Segundo, Nieves alzó los ojos, su rostro se animó, mientras se decía interiormente:
—Es