Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa


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complicidad. Mezclose al grupo de las niñas, y deponiendo su seriedad acostumbrada, reía y bromeaba con Victorina, para quien recogía, al borde de los setos, maduras zarzamoras, bellotas de roble, erizos tempraneros de castaña, y mil florecillas silvestres que la niña archivaba en un saquito de cuero de Rusia.

      Unas veces las llevaba Segundo por caminos hondos, costaneros, abiertos en la piedra viva, guarnecidos de murallones, cubiertos por emparrados que apenas dejaban filtrarse la moribunda luz del sol; otras, por descubiertos, calvos y áridos montecillos, hasta llegar a alguna robleda añosa, a algún castaño dentro de cuyo tronco, resquebrajado y hendido por la vejez, podía Segundo esconderse, mientras las chiquillas, asidas de las manos, bailaban en derredor.

      Un día las condujo al remanso del Avieiro, al puente de piedra bajo cuyos arcos el agua negra, fría e inmóvil, dormía siniestro sueño. Y les refirió que allí, por ser el río más hondo y calentar menos el sol, se guarecían las más corpulentas truchas, y que junto al estribo había aparecido el mes anterior un cadáver. También las guió al eco, donde las niñas gozaron locamente hablando todas a la vez, sin dar tiempo a que el muro repitiese sus gritos y risas. Y otra tarde les enseñó un curioso lago, del cual se referían en el país mil consejas: que no tenía fondo, que llegaba al centro de la tierra, que bajo sus muertas ondas se columbraban ciudades sumergidas, que flotaban en él maderas extrañas y crecían nunca vistas flores. Era el tal lago, en realidad, una gran excavación, probablemente una mina romana inundada, que presa entre la serie de montículos de toba arcillosa que la pala de los mineros había acumulado por todas partes, ofrecía sepulcral y fantástico aspecto, ayudando a la ilusión la melancolía de las vegetaciones palustres que verdeaban en la sobrehaz del gran charco. Como se aproximaba el anochecer, las niñas declararon que tan lúgubre sitio les infundía un miedo atroz; las muchachas confesaron lo mismo, y echaron a escape para salir pronto al camino real, dejando a Nieves y Segundo rezagados. Era la primera vez que tal cosa ocurría, porque el poeta evitaba las ocasiones. Nieves, sin embargo, miró inquieta a su alrededor y bajó después los ojos, encontrando los de Segundo puestos en ella, interrogadores y ardientes. Y entonces, lo tétrico del paisaje y lo solemne del crepúsculo le encogieron el corazón, y sin saber lo que hacía, corrió lo mismo que las muchachas. Sentía detrás las pisadas de Segundo, y cuando por fin se detuvo, no lejos de la carretera, le vio sonreír y no pudo menos de reírse también de su propia necedad.

      —¡Jesús… qué miedo tan estúpido… me he lucido… estoy a la altura de las chicas! Es que el dichoso charco impone… Diga usted: ¿cómo no han sacado vistas de él? Es muy raro y muy pintoresco.

      Regresaban por la carretera, después de anochecido, y como si Nieves pretendiese borrar la impresión de su chiquillada, venía alegre y cariñosa con Segundo; dos o tres veces se tropezaron sus ojos, y, sin duda por distracción, no los apartó. Hablaron de la expedición del día siguiente: había de ser por las orillas del río, más alegres que el lago; un punto de vista admirable y no fatídico, como la charca.

      En efecto, el camino que siguieron al otro día era muy lindo, aunque difícil, por lo espeso de los mimbrales y cañaverales, y lo enmarañado de los abedules y álamos nuevos que estorbaban a veces el paso. A cada momento tenía Segundo que dar la mano a Nieves y desviarlas ramas frescas y flexibles que le azotaban el rostro. Por más precauciones que tomó, no pudo evitar que se humedeciese los pies, ni que se dejase jirones del encaje de su pamela en un álamo. Se detuvieron allí donde el río, dividiéndose, formaba en medio una isleta poblada de espadañas y de sencillos gladiolos. Un arroyo, bajando del monte, venía a perderse en el Avieiro, humilde y callado. Crecían a sus orillas dentados y variadísimos helechos, y graciosa flora acuática. Segundo se arrodilló en el encharcado suelo y empezó a registrar entre las plantas.

      —Tome usted, Nieves.

      Ella se acercó, y él, con una rodilla en tierra; le entregó un manojo de flores azules, de un azul pálido de turquesa, con tronco delgadísimo; flores que ella sólo había visto contrahechas, en adornos de sombreros, y cuya existencia le parecía un mito: flores soñadas, que se figuraba no crecerían sino en los bordes del Rhin, allá donde suceden todas las cosas novelescas; flores que se conocen con un nombre tan bonito: no me olvides.

       Capítulo 12

      Era Nieves lo que suele llamarse una señora cabal, sin una página turbia en su historia, sin un pensamiento de infidelidad a su marido, sin más coquetería que la del vestido y tocado; y aun esa, libre de afeites o de saliños tentadores, limitada a complacencias serviles con la moda. Su ideal, caso de tener alguno, se cifraba en una vida cómoda, elegante, rodeada de consideración social. Se había casado muy joven, dotándola don Victoriano en algunos miles de duros, y el día de la boda, su padre la llamó a su despacho de magistrado; y teniéndola de pie como a los reos, le encargó mucho que respetase y obedeciese al esposo que tomaba. Ella obedeció y respetó.

      Y la obediencia y el respeto desesperaron a don Victoriano, que buscaba en el matrimonio el desquite de largos años pasados en el bufete; años de abstinencia amorosa, en que los asiduos trabajos y la sedentaria vida no le consintieron atar un tierno lazo ni cultivar dulces afectos, permitiéndole a lo sumo algún lance rápido, alguna violenta e irritante aventura que no satisfacía su espíritu: juzgaba que la linda hija del presidente de sala le pagaría sus atrasos de amor, y notó con estéril y doloroso despecho que Nieves veía en él al marido grave a quien se acepta dócilmente, sin repugnancia, y nada más. Respetando mal de su grado la tranquilidad de aquella superficial criatura, no supo ni osó despertarla, y sólo consiguió consumirse y deshacerse en vano, acelerar la destrucción de su organismo y apresurar la crisis de la madurez, multiplicando las ráfagas blancas que listaban su pelo negro.

      Al nacer la niña, esperó don Victoriano resarcirse con creces en nuevas y santas caricias, en un oasis puro. Mas las exigencias de la posición política, el tráfago de los negocios, la complicación y el engranaje implacable de su existencia, se interpusieron entre él y las delicias paternales. Vio a su hija de lejos siempre y apenas consiguió, a la hora del café, tenerla un rato a horcajadas sobre los muslos. Y después sobrevinieron los ataques de la enfermedad…

      Desde que se declaró esta, con sus aflictivos síntomas, Nieves, por extraño caso, se halló como desligada del vínculo conyugal, y en cierto modo, soltera. Juzgaba ella sinceramente y de buena fe que lo importante y esencial del matrimonio era la vida en común de los esposos, la cohabitación obligatoria. Libre de este deber, parecíale haber vuelto a los rosados días del colegio, cuando mariposeaba y jugaba a los novios con sus compañeras, que le fingían inofensivas cartitas amorosas y se las metían debajo de la almohada. ¡Qué tiempos! Era pollita…

      No había vuelto a divertirse desde entonces, no. ¡Valiente diversión la de aquella vida metódica y rutinaria de Madrid!… Sí, una temporada hubo en que el marqués de Cameros, el rico y joven cliente de don Victoriano, venía con cierta frecuencia, y aun le habían convidado dos o tres veces a comer, sin cumplido… Persistía en Nieves el recuerdo de que el marqués la miraba mucho a hurtadillas, y que de noche se lo encontraban, casualmente, siempre en el mismo teatro a donde ellos iban… No pasó de ahí.

      Ahora florecía la segunda juventud de Nieves, los veintinueve o treinta años, época terrible en la vida femenina; y si no podía producir rojos cálices llenos de abrasadora pasión, en cambio deseaba adornarse con los soñadores no me olvides del poeta… Parecíale a Nieves que en el vaso de porcelana de China de su existencia faltaba una flor, y el frágil ramito azul venía a completar la gracia del juguete de sobremesa… ¡Bah! ¡Qué mal había en todo ello! Una chiquillada. Aquellas flores, conservadas entre las hojas de un devocionario lujoso, sólo le inspirarían pensamientos de color celeste bajo, inertes como las pobres corolas ya prensadas y secas…

      Prendió en el pecho el grupo azul. ¡Qué bien hacía entre la cascada de encaje crudo!

      —Mamá —le preguntó Victorina de noche, antes de recogerse—: ¿te dio Segundo esas flores tan monas, di?

      —Ah… no recuerdo… Sí, creo que las ha cogido García.

      —¿Me las das, para guardarlas