Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa


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que hacía parecer más hundidas sus mejillas y más ojerosos y marchitos sus párpados. Recobró su andar la melancólica inclinación del sauce, y dejando a un lado bromas y retozos, se consagró por completo al Cisne.

      Como hacía luna y eran las noches apetecibles para gozadas, así que se ponía el sol y se acababa el bureo de la labor y las parejas de vendimiadores se reunían a danzar, algunos de los huéspedes se juntaban a su vez en el huerto, especialmente al pie de un paredón que tenía por límite camelios frondosos, o bien se detenían, al regresar de paseo, en algún lugar de esos que convidan a sentarse y a un rato de plática. Sabía Elvira d e memoria muchos versos buenos y malos, por lo regular pertenecientes al género tristón, erótico y elegiaco; no ignoraba ninguna de las flores y ternezas que constituyen el dulce tesoro de la poesía regional; y al pasar por sus delgados labios, por su voz suave, timbrada con timbre cristalino, al entonarlos con su mimoso acento del país, los versos gallegos adquirían algo de lo que la saeta andaluza en la boca sensual de la gitana: una belleza íntima y penetrante, la concreción del alma de una raza en una perla poética, en una lágrima de amor. De tan plañideras estrofas se alzaba a veces irónica risa, lo mismo que el repique alegre de las castañuelas suele destacarse entre los sones gemidores de la gaita. Ganaban las poesías en dialecto y parecía aumentarse su frescura y agreste aroma al decirlas una mujer, con blanda pronunciación, en la linde de un pinar o bajo la sombra de un emparrado, en serenas noches de luna: y el ritmo pasaba a ser melopea vaga y soñadora como la de algunas baladas alemanas; música labial, salpicada de muelles diptongos, de eñes cariñosas, de x moduladas con otro tono más meloso que el de la silbadora ch castellana. Generalmente, después de haber recitado buen rato, se cantaban canciones: don Eugenio, que era rayano, sabía fados portugueses; y Elvira se pintaba sola para entonar aquella popularísima y saudosa cántiga de Curros, que parece hecha para las noches druídicas, de lunar.

      Segundo tembló de vanidad cuando, en turno con los de los poetas conocidos y amados en el país, recitó Elvira de corrido la mayor parte de los cantos del Cisne, impresos en periódicos de Vigo o de Orense. Segundo no había escrito nunca en dialecto, y sin embargo, Elvira tenía un libro donde recortaba y pegaba con engrudo todas las producciones del desconocido Cisne. Y Teresa, terciando en la animada conversación delató, con el mejor propósito, a su hermana.

      —Esta también compone. Anda, mujer, di algo tuyo. Tiene un cuaderno así de cosas suyas, discurridas, escritas por ella. Recitó la poetisa, después de los indispensables remilgos, dos o tres cosillas casi sin forma poética, flojas, sinceras en medio de su falsedad sentimental: de esos versos que no revelan facultades artísticas, pero son indicio cierto, infalible, de que el autor o autora siente un anhelo no satisfecho, aspira a la fama o a la pasión, como el inarticulado lloro del párvulo declara su hambre. Segundo daba tormento al bigote; Nieves bajaba los ojos y jugaba con las borlas de su abanico, impaciente y aun algo aburrida y nerviosa. Sucedía esto a los dos o tres días de la llegada de Segundo, el cual todavía no había podido realizar la menor tentativa de decirle a Nieves dos palabras.

      —¡Qué señoritas estas tan cursis! —pensaba la de Comba, mientras en voz alta repetía—: ¡Qué bonito, qué tierno! Se parece a unas composiciones de Grilo…

       Capítulo 18

      No hablaban de versos el mayorazgo de las Vides, ni los Gendays, ni el arcipreste, instalados en el balcón so pretexto de tomar la luna; en realidad para debatir la palpitante cuestión de vendimia.

      ¡Buena cosecha, buena! La uva no tenía ni señales de oidium: era limpia, gruesa, y tan sazonada, que se pegaba a los dedos lo mismo que si estuviese regada con miel. De seguro valía más el vino nuevo de aquel año que el viejo del anterior. ¡El anterior fue mucho cuento! ¡Que granizo por acá, que agua por acullá!… Estaba la uva abierta ya con tanto llover y sin pizca de sustancia; resultó un vino que apenas manchaba la manga de la camisa de los arrieros…

      Al recordar semejante calamidad, Méndez fruncía su arrugada boca, y el arcipreste resoplaba… Y la conversación seguía, sostenida por Primo Genday, que muy verboso, salivando y riendo, recordaba pormenores de cosechas de veinte años atrás, afirmando:

      —La de este año es igualita a la del sesenta y uno.

      —Lo mismo, hombre —confirmaba Méndez—. Lo que es el Rebeco no da esta vez menos cargas; y la Grilloa, no sé, no sé si aún nos meterá en casa seis o siete más… ¡Es mucha viña la Grilloa!

      Después de tan alegres augurios de pingüe recolección, complacíase Méndez en detallar a su atento auditorio algunas mejoras que introducía en el cultivo: tenía ajustada la mayor parte de sus pipas con arcos de hierro, más costosos que los de madera, pero más duraderos y que ahorraban la pesada faena de preparar y domar arcos a cada vendimia: además pensaba instalar, por vía de ensayo, un lagar con no sé qué hidráulicos artificios, que evitasen el feo espectáculo de la uva pisada por humanos pies; y no queriendo tampoco desperdiciar el bagazo de la uva, destilaría un alcohol refinado, que le había de comprar Agonde a peso de oro para remedios…

      Al arrullo de las voces graves que discutían importantes puntos agrícolas en el balcón, don Victoriano, un tanto rendido de su expedición a las viñas, fumaba en la mecedora, sepultado en penosas meditaciones. Desde su regreso de las aguas, sentíase cada vez más débil: la efímera mejoría se evaporaba, creciendo la postración, la bulimia, la sed y la desecación del pobre cuerpo. Recordaba que Sánchez del Abrojo le había indicado cuánto alivio le proporcionaría un ligero sudor, y al observar los primeros días, después de beber el agua sulfurosa, el restablecimiento de esta función de la piel, su alegría no tuvo límites. ¡Mas cuál fue su terror al advertir que la camisa, tiesa y dura, se le pegaba al cutis, como si estuviese empapada en almíbar! Apoyó los labios en un pliegue de la manga y percibió un sabor dulzón. ¡Evidente! ¡Sudaba azúcar! ¡La secreción glicosa era, pues, incoercible, y por tremenda ironía de la suerte, todas las amarguras de su existencia venían a resolverse en aquella extraña elaboración de materias dulces!

      Notaba de pocos días a esta parte otro alarmante síntoma. Su vista se alteraba. Al desecarse el humor acuoso del ojo, se le iba empañando el cristalino, y presentábase la catarata de los diabéticos. Don Victoriano sentía escalofríos. Ya le pesaba haberse puesto en las homicidas manos de Tropiezo, y haber tomado las aguas. Indudablemente le erraban la cura. Desde aquel día, régimen severo, dieta de frutas, de féculas, de leche. ¡Vivir, vivir siquiera un año, y ocultar el mal!… Si los electores veían a su diputado ciego y moribundo, ¡ríanse todos con Romero!… ¡El bofetón de perder las elecciones próximas le parecía tan humillante!…

      Carcajadas argentinas y exclamaciones juveniles que subían del huerto cambiaron el curso de sus ideas. ¿Por qué Nieves no se hacía cargo del grave estado de su marido? Él quería disimular ante el mundo entero, pero ante su mujer… ¡Ah! ¡Su mujer le pertenecía, su mujer debía estar allí sosteniéndole la frente, acariciándole, en vez de gozar y loquear entre las camelias como una chiquilla! Si era linda y fresca y su marido achacoso, peor para ella… Que se aguantase, como era su deber… ¡Bah, qué disparate! ¡Nieves no le quería; no le había querido nunca!

      Las risas y el alboroto aumentaban abajo. Era que, agotados los versos, Victorina y Teresa habían propuesto jugar al escondite. Victorina chillaba a cada momento: —¡Tulé… panda Teresa! ¡Tulé… panda Segundo! —Era el huerto muy adecuado para semejante ejercicio, a causa de su complicación casi laberíntica, debida a estar dispuesto en inclinadas mesetas, sostenidas por paredillas, divididas por tupidísimo arbolado, y comunicadas por escalinatas desiguales, como sucede a las fincas todas en tan accidentado país. Así es que el juego producía gran alborozo, pues difícilmente conseguía el que pandaba acertar con los escondidos.

      Procuraba Nieves ocultarse bien, por pereza, por no pandar y tener luego que correr mucho detrás de los demás jugadores. Deparole la fortuna un refugio soberbio, el limonero grande, situado al extremo de una meseta, cerca de varias escalerillas que favorecían la retirada. Se emboscó, pues, en lo más denso de la gruta de follaje, haciendo por disimular su vestido claro. Breves momentos llevaba allí, cuando la oscuridad aumentó y una voz murmuró muy