Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa


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de tino. Sintió la punzante nostalgia de lo inaccesible, ese deseo insensato y desenfrenado que infunde a un soñador, en los museos, un retrato de mujer hermosa, muerta hace siglos.

      —Pero di… ¿son tan bonitas esas señoras? —continuaba preguntando la maestra.

      —La madre, sí… —contestó Segundo, hablando con la sinceridad indiferente del que domina a su auditorio—. Tiene un pelo rubio ceniza, y unos ojos azules, de un azul claro, que recuerdan los versos de Bécquer… —Y empezó a recitar:

      Tu pupila es azul, y cuando ríes

      su claridad suave me recuerda…

      Leocadia le escuchaba, al principio, con los ojos bajos; después, con el rostro vuelto hacia otra parte. Así que terminó la poesía, dijo en alterada voz, fingiendo serenidad:

      —Te convidarían a ir allá.

      —¿A dónde?

      —A las Vides, hombre. Dice que quieren tener gente para divertirse.

      —Sí, me han convidado, instándome mucho… No iré. Se empeña el tío Clodio en que debo intimar con don Victoriano, para que me dé luego la mano en Madrid y me abra camino… Pero hija, ir a hacer un triste papel, no me gusta. Este traje es el mejor que tengo, y es del año pasado. Si se juega al tresillo, o hay que dar propinas al servicio… Y a mi padre no se le convence de eso… ni lo intentaré, líbreme Dios. De modo que no me verán el pelo en las Vides.

      Al informarse de estos planes, el rostro de Leocadia se despejó, y levantándose radiante de satisfacción, la maestra corrió a la cocina. Flores, a la luz de un candil, fregaba platos y tacillas, con airados choques de loza y coléricas fricciones de estropajo.

      —Esa máquina del café, ¿la limpiaste?

      —Ahora, ahora… —responseó la vieja—. No parece sino que es uno de palo, que no se ha de cansar… que lo ha de hacer por el aire todo…

      —Daca, yo la limpiaré… Pon tú más leña, que ese fuego se está apagando y van a salir mal los bistés… —Y diciendo y haciendo, Leocadia frotaba la maquinilla, desobstruía con una aguja de calceta el filtro, ponía a hervir en un puchero nuevo agua fresca, y cebaba la lumbre.

      —¡Echa, echa leña! —bufaba Flores—. ¡Como la dan de balde!

      No le hizo caso Leocadia, ocupada en cortar ruedecitas finas de patata para los bistés. Preparado ya lo que juzgó necesario, se lavó las manos deprisa y mal en la tinaja del vertedero, llena de agua sucia, irisada con grandes placas de crasitud. Corrió a la sala donde aguardaba Segundo, y no tardó Flores en traerles la cena, que despacharon sobre el velador. Hacia el café, Segundo fue mostrándose algo más comunicativo. Era aquel café el triunfo de Leocadia. Había comprado un juego de porcelana inglesa, un bote de imitación de laca, unas tenacillas de vermeil, dos cucharillas de plata, y servía siempre con el café una licorera surtida de cumen, ron y anisete. Gozaba viendo a Segundo servirse dos tazas seguidas de café y paladear los licores. A la tercer copa de cumen, viendo al poeta afable y propicio, Leocadia le pasó el brazo alrededor del cuello. Retrocedió él bruscamente, notando con viva repulsión el olor a guisos y a perejil que impregnaba las ropas de la maestra.

      Sucedía esto al punto mismo en que Minguitos dejaba caer al suelo los zapatos, y suspiraba, cubriéndose con la colcha. Flores, sentada en una sillita baja, empezaba a rezar el rosario. Necesitaba el enfermo, para dormirse, el maquinal arrullo de la voz cascajosa que le traía de la mano el sueño, desde que le faltaba a la hora de acostarse la compañía de su mamá. Las Ave marías y Gloria Patris, mascullados mejor que pronunciados, iban poco a poco embotándole el pensamiento, y al llegar a la letanía entrábale el sopor, y, medio traspuesto, a duras penas contestaba a las atroces barbaridades de la vieja:

      —Juana celi… Ora pro nobis… Sal—es—enfirmórun… nobis… Refajos—pecadórun… bis… Consólate flitórun… sss…

      El niño respondía tan sólo con la respiración que pasaba desigual, intranquila, fatigosa, por entre sus dormidos labios… Flores apagaba despacito el velón de cuerda, descalzábase para no hacer ruido, y se retiraba pasito a pasito, apoyándose en la pared del comedor. Desde que Minguitos descansaba, no se oían estrépitos de loza en la cocina.

       Capítulo 8

      Hasta muy tarde no sopló el Cisne la palmatoria de latón donde la económica tía Gaspara le colocaba, siempre a regañadientes, una vela de sebo. Sentado a la exigua mesa, entre los revueltos libros, tenía delante un pliego de papel, medio cubierto ya de renglones desiguales, jaspeado de borrones y tachaduras, con montículos de arenilla y algún garrapato a trechos. Segundo no pegaría los ojos en toda la noche si no escribiese la poesía que desde el crucero le correteaba por la cabeza adelante. Sólo que, antes de coger la pluma, parecíale llevar la inspiración allí, perfecta y cabal, de suerte que con dar vuelta a la espita, brotaría a chorros: y así que oprimieron sus dedos la pluma dichosa, los versos, en vez de salir con ímpetu, se escondían, se evaporaban. Algunas estrofas caían sobre el papel redondas, fáciles, remataditas por consonantes armoniosos y oportunos, con cierta sonoridad y dulzura muy deleitable para el mismo autor, que temeroso de perderlas, escribíalas al vuelo, en letra desigual; mas de otras se le ocurrían únicamente los dos primeros renglones y acaso el foral, rotundo, de gran efecto, y faltaba la rima tercera, era indispensable cazarla, llenar aquel hueco, injerir el ripio. Deteníase el poeta, mirando al techo y buscando con los dientes un cabo del bigote para morderlo, y entonces la ociosa pluma trazaba, obedeciendo a automáticos impulsos de la mano, un sombrero tricornio, un cometa, o cualquier mamarracho por el estilo… Borradas a veces siete u ocho rimas, se resignaba al fin con la novena, ni mejor ni peor que las anteriores. Acontecía también que una sílaba inoportuna estropeaba un verso, y échese usted a buscar otro adverbio, otro adjetivo, porque si no… ¿Y los acentos? Si el poeta gozase del privilegio de decir, verbi gracia, mi córazon en vez de mi corazón, ¡sería tan cómodo rimar!

      ¡Malditas dificultades técnicas! El estro alentaba y ardía, a modo de fuego sagrado, en la mente de Segundo; pero en tratándose de que apareciese allí, patente, sobre las hojas de papel… Que apareciese expresando cuanto sentía el poeta, condensando un mundo de sueños, una nebulosa psíquica… ¡Ahí es nada! Obtener la difícil conjunción de la forma y la idea, prender el sentimiento con los eslabones de oro del ritmo! ¡Ah, qué cadena tan leve y florida en apariencia y tan dura de forjar en realidad! ¡Cómo engaña la ingenua soltura, la fácil armonía del maestro! ¡Qué hacedero parece decir cosas sencillas, íntimas, narrar quimeras de la fantasía y del corazón en metro suelto y desceñido, y cuán imposible es, sin embargo, para quien no se llama Bécquer, prestar al verso esas alitas palpitantes, diáfanas y azules con que vuela la mariposa becqueriana!

      Mientras el Cisne borra y enmienda, Leocadia se desnuda en su alcoba. Solía entrar en ella otras noches con la sonrisa en los labios, el rostro encendido, los ojos húmedos, entornados, las ojeras hundidas, el pelo revuelto… Y esas noches tardaba en acostarse, se entretenía en arreglar objetos sobre la cómoda, y hasta se miraba al espejo de su vulgar tocador. Hoy tenía los labios secos, las mejillas pálidas; acercose a la cama, se desabrochó, dejó caer la ropa, apagó el quinqué y sepultó la cara en la frescura de las gruesas sábanas de lienzo. No quería pensar; quería olvidar y dormir solamente. Trató de estarse quieta. Mil agujas le punzaban el cuerpo: dio una vuelta buscando el sitio frío, luego otra, luego echó abajo las sábanas… Sentía inquietud horrible, gran amargor en la boca. En medio del silencio nocturno, oía los latidos desordenados del corazón; si se recostaba del lado izquierdo, el ruido la ensordecía casi. Intentó fijar el pensamiento en cosas indiferentes, y se repitió a sí misma mil veces, con monótona regularidad e insistencia: —Mañana es domingo… las niñas no vendrán—. Ni por esas se contuvo el bullir del cerebro y el ardor malsano de la sangre… ¡Leocadia tenía celos!

      ¡Dolor sin medida y sin nombre que exprese su crueldad! Hasta entonces la pobre maestra había ignorado el contrapeso del amor, los negros celos, con su aguijón que se clava en el alma, su abrasadora sed que quema las fauces,