las habían adoptado, Ash y Susan las querían como si fuesen suyas. En aquel momento estaban a cargo de él y estaba decidido a darles la vida que su hermano hubiera deseado. Se lo debía a Ash.
–Entonces, ¿qué te parece la última? –le preguntó Ben Hearst, su abogado, mientras tomaba notas sobre las candidatas a niñera que habían visto esa tarde.
Coop se volvió hacia él, incapaz de ocultar su frustración.
–No le confiaría ni a mi hámster.
Al igual que las otras tres mujeres a quienes habían entrevistado, a la última candidata le interesaba más hablar de su carrera como jugador de hockey que de las mellizas. Había conocido a millones como ella, mujeres que trataban de conseguir un marido famoso. Aunque en otro tiempo él hubiera disfrutado de ser el centro de atención y probablemente se hubiera aprovechado de ello, en aquellos momentos le resultaba molesto. No lo veían como el tutor de dos niñas preciosas, sino como un trozo de carne. Acababa de perder a su hermano y ninguna de las candidatas a niñera le había dado el pésame.
Llevaba dos días realizando entrevistas improductivas y comenzaba a creer que no encontraría una niñera adecuada.
Su ama de llaves, que le había estado ayudando de mala gana con las mellizas, había amenazado con despedirse si no encontraba a alguien que las cuidara.
–Lo siento –dijo Ben–. Supongo que deberíamos haber previsto que sucedería esto, pero creo que te va a gustar la siguiente.
–¿Está cualificada para el trabajo?
–Más que cualificada –le entregó a Coop el currículum–. La he dejado para el final.
Sierra Evans, de veintiséis años. Había estudiado Enfermería y trabajaba de enfermera infantil.
–¿En serio? –preguntó Coop a su abogado.
Este sonrió y asintió.
–Yo también me he quedado sorprendido.
La mujer estaba soltera, no tenía antecedentes penales; ni siquiera una multa de aparcamiento. Parecía perfecta.
–¿Dónde está el truco?
Ben se encogió de hombros.
–Tal vez no lo haya. ¿Estás listo para conocerla?
–Adelante –respondió Coop mientras sentía renacer en él la esperanza.
Ben pidió a la recepcionista, a través del interfono, que dejara pasar a la señorita Evans.
La puerta se abrió y la mujer entró. Coop se percató inmediatamente de que era distinta a las otras. Vestía un uniforme de trabajo y zapatos cómodos. Tenía una altura y un aspecto normales, y no había nada que la hiciera destacar, salvo la cara.
Sus ojos castaños eran tan oscuros que parecían negros y tenían un aire asiático. Tenía una boca grande de labios gruesos y sensuales y, aunque no llevaba maquillaje, no lo necesitaba. Tenía el pelo negro, largo y brillante, recogido en una cola de caballo.
–Disculpen por el uniforme, pero vengo directamente del trabajo –dijo ella con voz ronca.
–No pasa nada –le aseguró Ben–. Siéntese, por favor.
Ella lo hizo y dejó el bolso. Coop la observó en silencio mientras Ben le hacía las preguntas de rigor, a las que ella contestó mirando a Coop de vez en cuando, pero con la atención centrada en Ben. Las otras candidatas habían hecho preguntas a Coop tratando de que interviniera en la conversación. Pero la señorita Evans no trató de flirtear con él ni de insinuársele. Tampoco sonrió de forma deslumbrante ni dijo que estuviera dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguir el empleo. De hecho, evitó mirarle a los ojos, como si su presencia le pusiera nerviosa.
–Entenderá que este puesto implica vivir en la casa. Será responsable de las mellizas las veinticuatro horas del día y librará de once de la mañana a cuatro de la tarde los domingos, y un fin de semana al mes de ocho de la mañana del sábado a ocho de la tarde del domingo –dijo Ben.
–Entiendo.
Ben se volvió hacia Coop.
–¿Quieres añadir algo?
–Sí –se dirigió directamente a la señorita Evans–. ¿Por qué quiere dejar su trabajo de enfermera para ser niñera?
–Me encanta trabajar con niños, como es evidente –afirmó ella con una sonrisa tímida y bonita–. Pero hacerlo en la unidad de cuidados intensivos neonatales es muy estresante y te agota en el plano emocional. Necesito un cambio de ritmo y también tengo que reconocer que me atrae la idea de vivir en el lugar de trabajo.
–¿Por qué?
–Mi padre está enfermo y no se vale por sí mismo. El sueldo que me ofrecen ustedes, y no tener que pagar alquiler, me permitiría ingresarlo en una residencia de lujo.
Él se quedó sin habla durante unos segundos porque era lo último que esperaba oír. No conocía a nadie dispuesto a dedicar una cantidad tan grande de su sueldo a cuidar a un progenitor. Hasta Ben parecía sorprendido.
Coop no encontraba motivo alguno para no contratarla inmediatamente, pero no quería precipitarse. Se trataba de las niñas, no de su propia conveniencia.
–Quiero que se pase por mi casa mañana y conozca a mis sobrinas.
Ella lo miró esperanzada.
–¿Significa eso que tengo el empleo?
–Me gustaría ver cómo se relaciona con las niñas antes de tomar una decisión. Pero, para serle sincero, es usted la candidata mejor cualificada de las que hemos visto hasta ahora.
–Mañana es mi día libre, así que puedo ir a su casa cuando quiera.
–¿Le parece a la una, después de que las niñas hayan comido? Soy novato en eso de cuidarlas, así que tardo bastante en bañarlas, vestirlas y darles de comer.
Ella sonrió.
–Me parece bien.
–Ben le dará la dirección.
Este se levantó y la señorita Evans lo imitó, agarró el bolso y se lo colgó del hombro.
–Otra cosa, señorita Evans –dijo Coop–. ¿Le gusta el hockey?
Ella vaciló.
–¿Es un requisito necesario para el trabajo?
–Claro que no –contestó él tratando de no sonreír.
–Entonces, no. No me gusta mucho el deporte. Aunque hasta hace poco, mi padre era muy aficionado al hockey.
–Entonces, ¿sabe quién soy?
–¿Hay alguien en Nueva York que no lo sepa?
–¿Puede ser eso un problema?
–No entiendo qué quiere decir.
La confusión de ella hizo que Coop se sintiera idiota por habérselo preguntado. ¿Estaba tan acostumbrado a que las mujeres lo adularan que ya lo esperaba? Tal vez él no fuera su tipo, o tuviera novio.
–No importa.
–Quería decirle que lamento mucho lo de su hermano y su esposa. Sé lo duro que es perder a un ser querido.
A Coop se le hizo un nudo en la garganta. Le había molestado que las demás no se lo hubieran dicho, pero que lo hiciera ella lo incomodó, tal vez porque pareciera que hablaba en serio.
–Gracias –había sufrido ya demasiadas pérdidas. Primero, sus padres cuando tenía doce años y después, Ash y Susan. Quizá fuera el precio que tenía que pagar por la fama y el éxito.
Cuando ella se hubo marchado, Ben le preguntó:
–¿Crees que esta servirá?
–Está cualificada y parece