Javier L. Ibarz

La Biblioteca de Ismara


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partes, pero muy clara en los dedos y el brazo. Lo que estaba dentro de la huella líquida correspondía a una mujer de unos veinte años; lo que estaba fuera, a otra de más de cuarenta. Los restos de una ampolla esférica en la mano derecha parecían el origen. Como si la víctima hubiera intentado llevarse el líquido a la boca antes de ser decapitada y no lo hubiera conseguido. La doctora y el ayudante se miraron, incrédulos.

      —¿Bótox a lo bestia? —dijo él.

      —Llévate la ampolla para analizarla —contestó ella—. Esto es muy, muy raro.

      —Bueno, no solo esto —continuó el ayudante—. También está lo del medallón.

      —¿Qué pasa con el medallón?

      —Mire la foto que tomaron al llegar. —Le mostró una imagen en la que el medallón presentaba unas leves filigranas.

      —Vale. ¿Y?

      —Mírelo ahora.

      Le puso la joya en la mano. En la superficie plateada del octógono no había ni rastro de signos, ni siquiera una leve rozadura.

      —Puede ser que solo se vean con la luz —aventuró la forense.

      —Ya lo he pensado, pero no —replicó él, enfocando el objeto de plata con la linterna, cambiando los filtros, el ángulo… Nada. No había nada—. ¿Ves?

      —Bótox mágico, inscripciones que desaparecen… —La forense estaba atónita—. ¿Seguro que no era aquí donde estrenaban la película de magos?

      El ayudante se encogió de hombros.

      Noe suspiró.

      —Cuando pillemos al asesino —dijo—, va a tener que contestar muchas preguntas.

      3

      Al final, Clara había conseguido una hora de plazo prometiendo que no diría a nadie dónde se iban (cómo iba a decírselo, si no lo sabía); tenía sesenta minutos para despedirse.

      Que alguien a quien quieres desaparezca sin dar explicaciones es muy duro. Gabriel tenía que entenderlo. No podía culparla por querer ahorrarle ese dolor a sus amigos. Sobre todo a Lucas. ¿Lucas? Eso era lo más absurdo. Todo el tiempo pensando que era un idiota y ahora que tenía que irse no podía quitarse al borderline ese de la cabeza, con sus musculitos y sus ojos verdes, su sonrisa de chulo de playa y su corazón dolorido…

      ¿Corazón dolorido, ese insensible macarra que solo pensaba en mujeres de tres tetas? Eh, eh, eh, un momento… ¿Es que estaba sintiendo algo por él? No. Él sí que estaba por ella. Siempre con excusas para preguntarle cualquier cosa. Cada vez que se distraía, allí estaba, mirándola. ¿Y ella? También intentaba hablar en voz alta de cosas que quería que él oyera… No, no podía marcharse sin hablarle.

      ¿Qué? Lo que no podía era marcharse. Su tío no tenía derecho a fastidiarle la existencia. Fuera un asesino o solo un aguafiestas, no podía arruinar su vida apartándola de sus amigos y sus futuros novios. ¿Había dicho novio?

      «Clara, estás desbarrando. No has pensado en ese tío en tu vida… vale, al principio creías que estaba bueno, pero eso fue hasta que abrió la boca y descubriste que tenía el cerebro entre las piernas y viceversa… ¿Y ahora es tu novio? A lo mejor es preferible que te marches antes de acabar convertida en animadora… ¿Es posible vomitar de pensamiento? Porque voy ahora mismo a buscar un baño en mi cerebelo».

      En lugar de eso, se encerró en su cuarto. Llamó a Patricia y le contó todo, incluidas sus sospechas sobre la culpabilidad de su tío. Pero Patricia no compartía sus paranoias. Era una tía con los pies en el suelo y el perfecto contrapunto para una Clara con imaginación superdesarrollada. Le encantaba escuchar las historias que Clara se imaginaba, pero siempre le devolvía a la tierra con un par de frases categóricas. «Eso es imposible» era su favorita. Y se la repitió unas cuantas veces a lo largo de la conversación. Sobre todo cuando Clara le dijo que creía que, en el fondo, Lucas era un tío sensible.

      Quedaron en la plaza del Dos de Mayo, junto al instituto. En cualquier otro momento se hubieran reunido frente al Príncipe Pío, pero a nadie le apetecía volver ahora allí; demasiado macabro. Con tan poco tiempo, solo podrían venir los que vivieran más cerca.

      —Por cierto, yo soy la amiga invisible de Lucas —añadió Patricia—. A lo mejor te apetece cambiármelo, ahora que te vas, y despedirte como una reina…

      VII

      LUCAS

      En cinco minutos le dio vueltas a una estrategia para saber si Lucas sentía o no algo por ella, un complicado plan que terminaría por obligarle a confesar su interés… o que no estaba interesado en absoluto. Y, por supuesto, sin revelarle que a ella le gustaba él. Aunque no sabía cual de las dos opciones sería mejor: si Lucas no estaba interesado en Clara sería un palo, aunque, dado que se iba, al menos no tendría que verlo todos los días. Pero si al final resultaba que Clara era el amor de su vida… ¿qué iban a hacer? ¿Estar pegados al teléfono todo el día? ¿Entrar en el mundo de las chorradas con siglas (T KIERO MCHO, T EXO D MNOS, M GSTARIA, STAR CNTIGO)? ¿Una relación por internet?

      No. Tenía que convencer a su tío de que no se movieran de Madrid. Insistir e insistir para quedarse.

      Pero Gabriel lo tenía todo muy claro. Una hora para despedirse de sus amigos y eso era todo. Lo que había sucedido con sus dos profesores había sido el detonante, pero hacía tiempo que tenía pensado abandonar Madrid. Estaba demasiado lejos de su trabajo y tarde o temprano tenía que volver. Como su tutor, era responsable legal de Clara y ella se venía con él. Y no. No valía que se quedara en casa de un amigo o que la adoptara un profesor. Se iban ahora. Con despedida, o, si se ponía muy tonta, sin ella.

      Y se terminó la discusión.

      Clara se fue a la plaza del Dos de Mayo con un macrocabreo de mil pares de narices.

      En la plaza la esperaban dos o tres compañeros del instituto, Lucas incluído (gracias, Patricia). Pero también estaba Adolfo, el profesor de Lengua. Eso era un poco raro.

      —¿Lo has llamado tú? —le preguntó a Patricia.

      —No. Me lo he encontrado por el camino y se lo he contado. Vive por aquí cerca.

      Era la última persona que Clara esperaba ver y no tenía muchas ganas de hablarle, pero estuvo encantador; le dijo cuánto sentía que se fuera, cómo le hubiera gustado poder leer sus trabajos y tenerla más tiempo como alumna. Ella asentía mientras vigilaba a Lucas, que cuchicheaba con Patricia.

      —Por cierto —añadió el profesor—. Me debes algo.

      —¿Yo? —Clara estaba segura de que eso no era verdad. Se puso a la defensiva.

      —Sí —insistió él—. Y no te lo voy a perdonar: me debes un cuento. Un cuento sobre un junco.

      Por supuesto. Clara sonrió. No le importaba tener ese tipo de deudas. De hecho, había seguido trabajando en él esa última semana.

      —Deme su e-mail y en cuanto lo termine se lo mando, lo prometo. —Clara sacó la libreta que le había regalado su padre, para escribir al dictado, pero el profesor se la quitó de las manos y le apuntó el mail con su propio bolígrafo.

      —¿A dónde os vais? —preguntó mientras escribía.

      —No lo sé. Mi tío no quiere decírmelo.

      —Está demasiado alterado —replicó él y le devolvió la libreta—. No hay para tanto. Ha sucedido una desgracia y dos personas han muerto, pero no creo que tenga nada que ver con el instituto. Pero yo tampoco te pondría en peligro, sobre todo después de todo lo que has pasado.

      Clara dudó si contarle o no sus sospechas, pero Adolfo era tan… confiable…

      —La verdad es que quiere que