Carlos Cortés

La última aventura de Batman


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      Carlos Cortés

      La última

       aventura de Batman

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logouruk

      Colección Sulayom

       San José, Costa Rica

      Primera edición, 2020.

       © Uruk Editores, S.A.

       © Carlos Cortés.

       ISBN: 978-9930-595-09-1

       San José, Costa Rica.

       Teléfono: (506) 2271-6321.

       Correo electrónico: [email protected]

       Internet: www.urukeditores.com.

       Ilustración de portada: Vicky Ramos.

       Prohibida la reproducción total o parcial por medios mecánicos, electrónicos, digitales o cualquier otro, sin la autorización escrita del editor. Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley.

       Impresión: Publicaciones El Atabal, S.A., San José, Costa Rica.

      Para Teto, Nina y Bea. Aire, tierra y fuego.

batman

      De lo que no se puede hablar, no basta con callarse.

       Hay que escribirlo.

       Jacques Derrida

       Quien aumenta el conocimiento, aumenta el dolor.

       Giordano Bruno

I Secretos de familia

      La última aventura

       de Batman

      Conservé la esperanza de que mi padre volviera hasta los diez años cuando fui por primera vez a la Biblioteca Nacional. Recuerdo muy bien el día, pero no la fecha. Era finales de setiembre y llovía. Aún sigue lloviendo.

      Acababa de cumplir diez años. En la fiesta, en el momento de soplar las velas del queque y decir silenciosamente un deseo, suspiré y deseé que volviera. Lo había hecho muchas veces, pero esa vez lo dije como quien dice un conjuro que se va a cumplir, con todas mis fuerzas.

      Al día siguiente fui a la biblioteca. Llevaba en un papelito arrugado la fecha cuidadosamente apuntada: 17 de abril de 1962. Todos los 16 de abril mamá se marchaba temprano de casa y volvía más tarde de la escuela en la que trabajaba.

      Fui directamente al estante de los periódicos viejos y le solicité a la mujer detrás del mostrador que me facilitara el ejemplar de aquella fecha. Ella me volvió a ver con molestia imaginando que era uno más de los escolares que pululaban a esa hora y que tenían por costumbre vacilar con las viejas noticias y tijeretearlas.

      “¿Es muy importante?”, me dijo con suficiencia, quizás para medir mi determinación. Yo le contesté sin aliento: “¡Sí!, sí es muy importante”. Y tragué sangre.

      Me pidió que llenara una pequeña tarjeta y luego se volvió de espaldas. Transcurrieron unos minutos mientras ascendió hasta la hemeroteca del tercer piso y descendió con un ejemplar manoseado de 1962. El año de mi nacimiento.

      Tomé entre las manos el tomo empastado y me fui temblando hasta una mesa donde me acogió la luz de la tarde. Llovía. Aún sigue lloviendo.

      Despacio comencé a separar las páginas, avanzando de la primera hacia atrás y no me costó dar con la noticia que esperaba: Asesinado Subdirector de Deportes en el Unión.

      Mamá me había dicho siempre que simplemente se había ido, pero era imposible de creer. Aunque toda la familia se había puesto de acuerdo en aquella respuesta sin explicaciones, costaba trabajo silenciar los comentarios por lo bajo de mis primos o desviar la mirada vidriosa de los tíos cuando algún desprevenido extraía el tema del cajón de lo prohibido. Pero en la escuela los compañeros no tenían por qué guardar las apariencias y si bien no tenían detalles hablaban más bien de su muerte.

      Cuando ya no me pude aguantar le pregunté a mi madre y ella repitió lo que siempre me habían dicho: su papá se fue. Así que acudí donde el tío mayor, Ricardo Corazón de León, como le decíamos, como se llamaba a sí mismo, la única persona en el mundo en quien confiaba, pero todo estaba previamente arreglado entre ellos. Sin dar pormenores me explicó lo mismo. Yo tenía ocho años, pero algo me dijo que las cosas no eran así.

      Esas vacaciones, como siempre, fuimos a Puntarenas y nos instalamos en la Pensión Delgadillo. Mamá llevaba unos ridículos vestidos floreados y un sombrero ladeado que le tapaba la mitad de la cara. Llegamos a Puntarenas en tren pero en la estación nos aguardaba un gigantesco Impala con un hombre dentro.

      Al verlo pensé que era mi padre y que había decidido volver. Si se había ido por qué no podía regresar, me dije.

      El hombre le abrió la puerta a mi madre y yo tuve que escabullirme hasta el asiento de atrás como pude. Llegamos a la pensión y después de que mamá y el hombre hablaron un rato con una limonada en frente yo me aburrí y me puse a ver televisión.

      A las siete de la noche daban Batman, pero mamá insistió en que saliéramos con el señor. Yo me negué rotundamente y creo que lloré y pataleé hasta que mamá resolvió el asunto con un par de nalgadas.

      Nunca olvidaré su mano. Nunca me pegó con una faja, como siempre amenazaba, pero sentí que su mano blanca crecía conforme se acercaba a mis nalgas y me daba dos o tres golpes. Entonces yo me calmaba. Eso ocurría al menos una vez a la semana. Yo me portaba mal, bastante mal, pero en ese momento sentía que era natural comportarse de esa manera y llevar los sentimientos hasta un límite nunca satisfecho.

      Fuimos a Los Baños y mamá y el hombre bailaron durante la noche. Yo me quedé en otra mesa con las tías y me aburrí hasta cansarme de estar aburrido. Me tomé un montón de Orange Crush y unas papas fritas y me gasté dos colones, todo un dineral, en la rockola que siempre ponía las mismas canciones. Cómo pica, pica, pica, y cómo rasca, el eterno bigotito de Tomás. Me acuerdo.

      Mamá atendía solo a la orquesta y al vaivén del hombre que la sostenía de los brazos como si flotara. Yo no puse demasiada atención, pero mis tías dijeron que mi madre se había apercollado y que eso, apercollarse, era una buena señal. Más tarde regresé con ellas a la pensión y no vi más a mamá hasta la tarde siguiente.

      Esa noche no dormí casi nada, pero no por culpa de mamá, sino porque las Delgadillo rezaban el rosario y su letanía monótona se me metía dentro de los sueños. Santa María madre de Dios ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte amén y así hasta el infinito. Pero al rato las oraciones terminaban por arrullarlo a uno.

      Lo que era imposible de conciliar eran los gritos del niño del cuarto contiguo. Como a medianoche o más tarde una tía llegó a explicarme que se había quemado la espalda en la playa, que la tenía roja y que por esa razón no soportaba las sábanas ni la ropa, que yo tenía que tener paciencia y dormirme. Paciencia, piojo que la noche es larga, resopló con resignación. Yo me puse a llorar, como otras veces, pero en esa ocasión mi tía simplemente apagó la luz, cerró de un portazo y se marchó. Me quedé solo y pensando en que jamás iría a asolearme.

      En la mañana me despertó el revoltijo de los frijoles en la sartén y el aroma que despedía por toda la casa. Salí del cuarto y vi al chiquito que gritaba: tenía puesta una camiseta de Batman. Me dio mucha cólera y me volví a encerrar en el cuarto. Mis tías