Carlos Cortés

La última aventura de Batman


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le habían colocado y contempló un instante la fotografía. La imagen apresurada de la boda tembló con la intensidad de una burbuja de jabón. Sintió una punzada en el vientre y dio vuelta al interruptor hasta sintonizar Radio Reloj.

      Así esperó, pegada al aparato de radio, agarrada a las sábanas, sin atreverse a salir de la cama, tal y como le recomendó el doctor. La noticia la dijo el locutor con la voz ronca. Había sido asesinado una hora antes.

      Al día siguiente, la televisión transmitió los funerales.

      La viuda de blanco

      Regué tus trajes por las calles de la ciudad para que todos supieran que estabas muerto.

      ¿Cómo se puede enterrar en la memoria a alguien que aún está vivo? La realidad es la memoria y no los hechos. Nadie puede vivir sin el recuento cotidiano de sus cicatrices. De sus tristezas y alegrías. No hay un camino de regreso que pueda recorrer sin caerme, sin tropezar sobre las baldosas destrozadas, sin perderme en las grietas sangrantes que se abren entre mis recuerdos. Yo uso la memoria para no recordar y para no querer, para recordar y para querer. Para que me duela todo lo que recuerdo.

      Un gesto, una mirada, un delgadísimo vello del mechón rubio que te cortó tu madre el primer cumpleaños y que me heredó el olvido.

      Me veo caminando por un interminable valle de muerte recogiendo los fragmentos inútiles del rompecabezas, como las cáscaras rotas de un huevo, sabiendo que las piezas no se juntarán nunca, que mi vida fue devastada por un crimen tan grande que me deja la impresión dudosa de mis sentidos cuando vuelven a sentir de nuevo. Y es dolor lo que sienten. Un dolor inmenso.

      Yo lo supe por la radio. Nadie me lo dijo.

      El Seguro Social me manda estas pastillas rosadas y azules para que me olvide de todo. No saben que el olvido es incurable y que olvidar lo que se olvida tarda mucho tiempo.

      Frente a este espejo que me regaló mi abuela me paso la vida hasta que me hago vieja. Ya tengo 35, casi 40 años, la vida entera, y puedo contar las canas, las arrugas, los besos que me diste, los besos que no, la tristeza que todos los días me besa en la boca y me abraza para no sentirme tantas veces sola en el cuarto vacío.

      O venís con el anillo o no quiero volver a verte nunca más en la vida, después de nueve años de espera. Ese fue mi recuerdo más alegre. Al cabo de una semana, a las siete de la mañana, entramos en la iglesia de Santa Teresita, con muy pocos invitados, y al mediodía salimos corriendo de luna de miel a México. La noche antes me lo dijiste en el Vesubio, el restaurante de moda, mañana nos casamos, porque es ahora o nunca. Me llevé lentamente la copa de vino tinto a la boca desvergonzada y mis labios, aún carnosos y firmes, delineados por el carmín, se mojaron de deseo y rabia. De deseo y rabia.

      En la mañana nos casamos. No tuvimos tiempo de avisar a nadie. Seguro pensaron que estaba embarazada, pero fui virgen hasta esa noche.

      Nadie me lo dijo. Yo lo supe por radio.

      Nueve años de estar esperándote para estar dos años casados y yo acordándome que nos casamos a las siete de la mañana, como ladrones, para que nadie se diera cuenta.

      Sólo el espejo que me regaló mi abuela sabe el color de mis ojos cuando te espero, saliendo del baño, recién afeitado, oliendo a hombre, sonriéndome desde tu bigote de Javier Solís que me vuelve loca, desquiciada, sudor de hombre entremezclado con perfume de hombre, cuando te espero con el corazón en carne viva.

      ¿Ves esta cicatriz? Me la hice en mi Primera Comunión. Nunca se me quitó. Mamá me dijo que no prendiera la vela de sebo, por no hacerle caso, porque los apagones son cosa de todos los días, y el vestido se encendió y me quemó el brazo como a mis hermanas. Tenemos el cuerpo lleno de cicatrices como todas las mujeres. Várices, estrías, cesáreas. ¿Para qué es una mujer si no es para tener cicatrices?

      Sólo el espejo que me regaló mi abuela sabe lo que estoy viendo, que grite y que llore por las noches, buscándote entre el espejo y mis ojos, en tu caja negra, con tu mejor traje, tu corbata a rayas, delgada y mustia, tu bigote embalsamado en una cara de crispación que ya no es la tuya, incolora, indolora, y el tufo del éter que me inunda el alma. El éter, el alma.

      Por eso regué tus trajes por las calles de la ciudad para que supieran que te habías muerto. Para sentir de nuevo tu olor. Y las campanas, las palomas negras, las alcantarillas llenas de sangre, la lluvia de sal, el agua marchita de las cloacas y las acequias, para que todos sepan que me dejaron tu cuerpo vestido sobre la cama, porque yo estoy en cama, con tres meses de embarazo, en reposo estricto, señora, esperándote, al final de este día interminable como un corredor oscuro.

      Lo supe por la radio. Nadie me lo dijo.

      Después me vinieron con el cuento, aquello que yo ya sabía y todo lo demás.

      Sólo el espejo que me regaló mi abuela cuando niña sabe el color de mis ojos cuando te espero y sólo soy un suspiro en tu caja de madera, clavada con clavos de ceniza, para que no pueda contar los orificios, ni extasiarme en la rabia, para que no pierda al niño, señora. Sí, sí, pero nadie me lo dijo, ¿me entiende?, yo lo oí por la radio.

      Después me vinieron con el cuento que tenés un montón de hijos por fuera. Siempre lo supe. Yo, que quería tener cinco hijos, sólo tuve uno. Reposo absoluto, porque el primero se me murió y soy propensa a perderlo. Llore lo que quiera, señora, me dijeron, pero no se levante de la cama, y no me levanté.

      Aquí estoy, esperando, con lo único que me quedó de vos, y no grito, y no lloro.

      Y no saben que el olvido es incurable, como tus ojos, ojos del color del tiempo que se va, que nunca llega, que siempre se me está yendo. Ojos de miedo para asomarme a ellos y que me digan por última vez lo que ya sé, que nos casamos a las siete de la mañana, que nos fuimos para México, que te esperé nueve años para seguir esperándote, creyéndote tus palabras labiosas perfumadas a otra mujer, cuando me decías, y yo creyendo que te creía, mi amor puro, la madre de mi hijo, vos que sos mi esposa, vestida de blanco, en la iglesia de Santa Teresita, a las siete de la mañana. Mi amor puro, si vos sos una señora, para que no se dé cuenta, si esa es capaz de cualquier cosa, y vos sos una dama, vestida de blanco, en la iglesia, mi pobre viuda, vestida de negro, esperame hasta que vuelva.

II Amores imposibles

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