Carlos Cortés

La última aventura de Batman


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de vuelta a la finca de San Mateo, con los abuelos.

      Ella me mandó la tarjeta acostumbrada del Canal de Panamá y me contó ilusionada que me tenía una sorpresa. Instintivamente yo supe cuál. Mamá lo había encontrado de nuevo, a mi padre, y me lo iba a traer de regreso.

      No resultó ser eso sino el cinturón de Batman. Mis primos lo tenían ya y yo lo deseaba con locura.

      “Con vos nunca se queda bien”, me amonestó una de las tías al ver mi desilusión inexplicable. Mamá no comentó nada, solo me entregó el paquete envuelto en papel de regalo y me pidió que lo cuidara. Es muy caro, recuerdo que dijo.

      La tía negó con la cabeza. ¿Cuánto?, dijo frotando con codicia tres dedos. Mamá no abrió la boca y me sonrió.

      Ella siguió yendo regularmente a Panamá y cuando sus amigas le preguntaban por el viaje respondía sonriéndose: “Ahí vamos saliendo”.

      En la navidad siguiente mis tías me explicaron que mamá llegaría a cenar con un “muchacho”. Así dijeron. Un muchacho.

      El día de Nochebuena todos esperábamos al muchacho con intriga. Había una cierta expectación en la casa. Tres meses antes, al soplar las velas en mi fiesta de cumpleaños, había pedido que volviera: “Que papá vuelva”, pero no ocurrió nada. Así que pensé que lo traía de vuelta de Panamá.

      La idea me dio vueltas en la cabeza. Panamá era el lugar donde se podía encontrar cualquier cosa.

      Era Nochebuena. Aunque las tías insistieron en que me mudara con una camisa de manga larga, me vestí de Batman. Era mi mejor camisa, la que reservaba para los cumpleaños o los sábados por la tarde, cuando íbamos al cine, a pasear o a Plaza Víquez a los juegos mecánicos y el carrusel.

      Vi a mamá llegar en taxi y pensé que debía ser algo muy importante para permitirse un lujo como aquel. Diez pesos, por lo menos, debió pagar desde el aeropuerto.

      Los tíos y las tías, con aire severo, esperaron en el comedor hasta que se abrió la puerta. Detrás de ella vi caminar a un señor negro. Mamá lo presentó a todos y de nuevo parecía muy feliz y orgullosa, como antes. Era el muchacho.

      El me saludó y me entregó un regalo: una bolsa de confites y chocolates americanos. Pero algo ocurrió. De pronto supe que el muchacho tampoco podía ser. Algo lo hacía imposible. Nadie dijo nada, pero una tía me abrazó y me miró a los ojos. Los demás tíos me rodearon protectores.

      El señor negro se sentó a la mesa, por fin, pero todos parecían estáticos. “¿Qué pasa?”, pensé yo, pero no dije nada. No preguntés eso.

      Mamá fue a la cocina y escuché desde la sala sus gritos. Rodrigo, el tío menor, advirtió mi angustia y cambió de pronto su severidad y le pasó un tamal al señor negro, le ofreció un ron con coca y comenzó a parlotear con él sobre Panamá. De lo demás no me acuerdo.

      Yo me puse frente al televisor, callado, y al rato volvió mamá de la cocina y cenamos en silencio.

      Después de la comida se fue con Dámaso, como se llamaba el señor negro, a mover el esqueleto, dijeron las tías.

      Esa noche volvió tarde, muy tarde, pero no sé a qué horas, quizá demasiado tarde para mí, y ni siquiera me dio un beso en la frente.

      En las vacaciones fui solo con mis tías a Puntarenas. Mamá se quedó en San José. Algunas ocasiones vino al puerto a visitarme, pero nunca más volvimos a La Punta tomados de la mano como novios ni volvió a ponerse los vestidos floreados que yo odiaba ni el sombrero contra el sol, que le tapaba la cara, pero que le daba un aire imponente.

      No era la misma de antes ni yo tampoco.

      En esos días pensé seriamente que mi papá no volvería nunca y supe que nadie me lo diría. Es más, que nunca más hablaríamos de eso.

      Decidí entonces escabullirme hasta la Biblioteca Nacional. Fue la última vez que usé la camiseta de Batman. Creo que me había hecho grande.

      Eran como las seis cuando llamé a mi tía para contarle que lo sabía todo. Ya iban a cerrar la Biblioteca y sentí que la oscuridad me caía encima. De pronto se hizo de noche.

      Oí la angustia de mi tía por teléfono y me pidió que por favor volviera corriendo, sin detenerme con nadie, que ya tendríamos tiempo de hablar. No. No lo conversamos nunca más en la vida. Solo esa vez.

      Con el tiempo algunos amigos me han terminado de contar la historia, tal y como la contaban sus padres, pero nunca he tenido el valor de leer los expedientes judiciales.

      La pura verdad es que mi padre no se fue sino que estaba en la barra del Club Unión cuando el hombre que lo iba a matar lo llamó desde atrás por su nombre, que es, claro, el mismo nombre que yo tengo. Mi padre, que estaba de espaldas, se volvió de frente y el hombre lo apuntó con una pistola que venía de comprar en la armería. Armería Polini. Me acuerdo.

      Creo que ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta de lo que iba a pasar. ¿O sí se dio cuenta? Recibió cinco tiros, casi todos en el estómago, y los periódicos en la vieja biblioteca contaban que había muerto instantáneamente. Yo no conocía la palabra, pero un amigo me explicó que eso significa que no le dolió mucho. Al menos eso me dijo.

      Volví a casa silenciosamente y así como llegué me metí en la cama hasta que me medio dormí, aunque la cabeza me estallaba. Di vueltas un rato, pero como no podía dormirme me desvestí. Me quité la camiseta y la guardé en el closet para siempre. Ahí debe de estar todavía.

      Todo es mentira, pura mentira, pensé mientras me imaginé volando encima de la ciudad, escapándome de ahí, a cualquier parte, y desplomándome de pronto. Años después hice una fotocopia de la noticia y me la metí en la billetera como cuando uno lleva el retrato de alguien como recuerdo.

      Náuseas

      Restregó sus manos con alcohol en un gesto de exagerada pulcritud y reclinó a Tania en la camilla. Yo permanecí en la sala de espera. Cuando escuché la orden de que se quitara la ropa sentí una brutal opresión en el pecho y estuve a punto de tomarla del brazo e irnos de ahí.

      Oí que Tania le contestó: “Tiene las manos frías”. Entonces empezó el ruido. Bajo la camilla imaginé cajones metálicos llenos de instrumental quirúrgico, que resbalaban y entrechocaban entre sí. Ese era el ruido y era terrible. Unos minutos después cesó. Regresaron a la sala y Tania y yo nos ubicamos frente a su escritorio como si fuéramos pacientes.

      Nos explicó que le había suministrado unas pastillas que lo harían todo más fácil e indoloro. “No le va a doler”, insistió. En dos días tendríamos que llamarlo para programar una nueva cita. Después de entregarle el sobre de manila nos despedimos sin confianza, en un clima de frialdad inerte.

      Así eran las reglas.

      La sensación de abandono y total precariedad en nuestras vidas volvió a hacerse palpable mientras pasaban las horas y Tania no experimentaba ningún cambio. Ahora nos sentíamos desolados, y también estafados.

      Un mes antes hice el intento de verla bonita por última vez. Bonita es una palabra excesiva: el intento de seguir sobreviviendo a su lado, la suma y resta mental para calcular dónde estás parado, por qué, para qué, qué es lo que estás haciendo cuando el mundo se revienta a tu paso y vos seguís adelante. Tania nunca hizo ningún esfuerzo para sentirse deseable y atractiva. Con sobrevivir tenía suficiente. Durante mucho tiempo, lo admito, era un sobreentendido en la pareja y ambos lo aceptábamos con la prisa inevitable de la vida que te pasa por encima. Esa noche la contemplé en el resplandor de todo lo que habíamos perdido y descubrí que no quería verla nunca más.

      Cuando regresamos a casa, ni sé muy bien cómo, lo hicimos. ¿Cómo pasó? He hecho esfuerzos desesperados para recordar quién era yo entonces, pero por supuesto que no quiero recordarlo. Es mejor cerrar los ojos a todo aquello. ¿Qué remedio? Finalmente estábamos casados y, sea como sea, se supone que las parejas lo hacen aunque no quieran o intentan salir corriendo. Siempre terminan en lo mismo.