Peggy Moreland

En manos del dinero


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      –¡Doctor Tanner!

      –No está, señorita.

      Kayla se dio la vuelta sorprendida y se encontró con la camarera.

      –Madre mía –comentó asustada llevándose la mano al pecho–. No sabía que estaba usted detrás de mí. ¿No sabrá por casualidad cuando va a volver?

      –No creo que vuelva porque pagó su cuenta hace horas.

      –¿Y adónde ha ido? –preguntó Kayla presa del pánico.

      –No lo sé, yo sólo limpio habitaciones, pero puede usted preguntar en recepción por si alguien le puede decir algo.

      –Gracias –murmuró Kayla volviendo al ascensor.

      No había nada que hacer porque, aunque en recepción supieran dónde se había ido el doctor Tanner, Kayla no creía que se lo fueran a decir.

      Seguramente, la política del hotel impedía facilitar aquel tipo de información.

      A Kayla no le gustaban los misterios y ni siquiera veía las series de detectives que estaban tan de moda en la televisión.

      Ahora deseaba haberlas visto. Así, tal vez, tuviera una idea de por dónde empezar a buscar al doctor Tanner y no hubiera tenido que saltarse las clases para intentar lo obvio.

      El listín telefónico.

      Aunque su nombre figuraba en él, Kayla no llamó porque, a pesar de que Ry le había dicho que estaba divorciado, no sabía si lo creía del todo y no le apetecía tener que explicarle a su ex mujer, o mujer o lo que fuera, por qué quería hablar con el doctor Tanner.

      Siguió buscando y encontró el número de su consulta, al que llamó. Allí, una enfermera la informó de que todos los pacientes del doctor Tanner los llevaba ahora el doctor Martin.

      Kayla le explicó que no era una paciente y que lo que necesitaba era su número privado o, mejor todavía, su número móvil, pero la enfermera le dijo que no podía darle esa información.

      El lunes por la tarde, frustrada por no haber podido localizar al doctor Tanner para devolverle el cheque, Kayla caminó hasta el trabajo.

      Al llegar, vio que había un montón de coches en la puerta y se preguntó qué pasaría. Al entrar, vio a un montón de gente en la barra.

      –¿Qué pasa? ¿Ha dicho Pete que hay barra libre o algo así? –le preguntó a Jill, una de sus compañeras, al llegar al vestuario de las camareras.

      Jill se giró hacia ella y la abrazó.

      –¡Oh, Kayla! –exclamó–. ¡Cuánto me alegro por ti!

      Kayla puso los ojos en blanco.

      –Supongo que Pete os ha contado lo de la propina.

      –¡Por supuesto que sí! Nadie se lo merece más que tú –le dijo su amiga con lágrimas en los ojos–. Te voy a echar de menos.

      –Pero si no me voy a ninguna parte –contestó Kayla confusa.

      –Sí, claro –insistió su amiga secándose las lágrimas con un pañuelo de papel–. Como si necesitaras trabajar. Pete nos ha dicho cuánto dinero te ha dado el doctor. Todo el mundo habla de ello. Hay periodistas por todas partes esperando a que llegaras.

      Kayla sintió que el corazón le daba un vuelco.

      –¿Periodistas?

      –Sí, con cámaras y todo –la informó su amiga–. Hay cien personas en el bar, han venido de todas partes. Ése de ahí es de los informativos de Dallas y también está Adrian Tyson, la presentadora de ese programa en el que todos terminan pegándose.

      –Oh, no –se lamentó Kayla dejando caer la cabeza entre las manos–. ¡Voy a matar a Pete! –exclamó–. Me voy.

      –¡No puedes irte! –gritó Jill–. Llevan horas esperando para hablar contigo.

      Kayla se giró hacia la puerta rápidamente, pero el grito de su amiga había llegado hasta los oídos de los periodistas, que se abalanzaron al vestuario de camareras y le impidieron salir.

      –¡Ya ha llegado! ¡Está aquí!

      A Kayla no le dio tiempo ni a girar el pomo de la puerta y ya tenía cientos de micrófonos y de cámaras delante de la cara.

      –Cuéntanos qué ha pasado, Kayla –dijo alguien.

      –Sí, ¿qué se siente cuando te dan una propina de treinta mil dólares? –preguntó otra persona.

      Kayla se dio cuenta de que estaba atrapada y se giró hacia las cámaras con una educada sonrisa.

      –La verdad es que me quede muy sorprendida.

      –¿Y qué vas hacer con todo ese dinero?

      –No me lo voy a quedar –contestó tapándose los ojos ante los flashes de las cámaras de fotos.

      –¿Por qué? El doctor Tanner te lo ha dado, ¿no?

      –Sí, pero…

      –¿Es la primera vez que te da dinero?

      –Sí –contestó Kayla preguntándose por qué iba a creer alguien que el doctor le hubiera dado dinero antes.

      –¿Te ha regalado en otras ocasiones joyas o abrigos de pieles? –gritó alguien desde el fondo.

      Aquello sonaba tan absurdo que Kayla se rió. Imaginarse a Kayla Jennings envuelta en diamantes y pieles era para estallar en carcajadas.

      –Me gusta más ir en vaqueros y con camiseta de algodón –contestó.

      –¿Qué se siente al pasar de fregona a rica? –le preguntó una reportera metiéndole el micrófono en la cara.

      Kayla sintió que la sonrisa se le borraba ante aquel golpe a su dignidad.

      –No lo sé porque yo las únicas fregonas que conozco son las de fregar el suelo –contestó sin embargo.

      –¿Sabes cuál es el estado civil del doctor Tanner? –insistió la misma reportera.

      –No –contestó Kayla–. Bueno, sí –añadió al recordar que le había dicho que estaba divorciado.

      –¿Sí o no? ¿En qué quedamos?

      Kayla se masajeó las sienes pues le parecía que le estaba empezando a doler la cabeza. Las preguntas se sucedían de manera demasiado vertiginosa como para poder pensar la respuesta con tranquilidad.

      –No me enteré de que estaba divorciado hasta el sábado por la noche.

      La reportera enarcó una ceja.

      –¿Ah, sí? ¿Y qué pasó de especial el sábado por la noche?

      –Nada, que bebió demasiado y lo acompañé a la habitación del hotel.

      –¿Y fue entonces cuando te lo contó?

      –Sí –contestó Kayla rezando para que aquella mujer terminara el interrogatorio.

      –¿En la cama?

      Kayla se quedó mirándola con la boca abierta.

      –Me parece que eso no es asunto suyo –contestó apretando los dientes.

      La reportera sonrió. Obviamente, estaba satisfecha por haber conseguido enfurecerla.

      –Entonces, doy por hecho que estaban en la cama.

      –De eso nada –gritó Kayla indignada–. Él estaba en la cama, pero yo…

      Al darse cuenta de que estaba despertando demasiado interés en los allí reunidos, decidió callar.

      –Sin comentarios –dijo.

      Pero la reportera no estaba dispuesta a darse por vencida.

      –La