luego, aquella mujer era especial.
Ry no sabía si su consejo de cambiar de vida le iba a dar o no buen resultado, pero era obvio que a ella le iba bien así.
Jamás había conocido a una mujer tan feliz.
Cualquier otra persona en su lugar, teniendo que trabajar y estudiar a la vez, se hubiera quejado una y otra vez, pero a ella jamás le había oído una queja.
Ry recordó haber leído en algún lugar: «La sonrisa se contagia, infecta a todo el que puedas».
Desde luego, las sonrisas de la camarera eran definitivamente infecciosas y, cuando uno se sentía contagiado por ellas, se sentía mucho más feliz.
Excepto aquel tipo desagradable que no le había dejado propina y que la había tratado de malas maneras.
Ry pensó que podría haber sido un poco más generoso con ella.
Acto seguido, se dijo que él también podría ser generoso.
Era el doctor Ry Tanner.
Tenía mucho dinero.
¿Por qué no compartirlo? ¿Por qué no hacerle la vida más fácil a alguien? Se lo podía permitir y a la camarera le vendría muy bien.
¿Pero cómo podía darle el dinero sin avergonzarla y sin herir su orgullo? Ry sospechaba que sería fácil hacerlo si no trataba aquel tema con mucha delicadeza.
Mientras se adentraba en el tráfico, se dijo que tenía que dilucidar la manera de hacerlo.
Estaba claro que aquella chica se merecía un descanso.
Cuando Ry vio un sitio libre para apartar justo enfrente de la puerta del River’s End, se lo tomó como una buena señal.
Aquello sólo podía querer decir que la decisión que había tomado mientras hacía las maletas era la apropiada.
Se puso la cazadora y comprobó que el sobre que se había metido en el bolsillo seguía allí.
Ansioso por entregar su regalo y seguir su camino, bajó del coche, entró en el local y fue directamente a la barra con la esperanza de encontrar allí a Kayla.
Sin embargo, encontró solamente al dueño del bar, muy ocupado sirviendo cervezas.
–Perdone, ¿está Kayla por aquí?
–Su turno empieza a las seis –contestó el hombre limpiándose las manos en el delantal.
Ry consultó la hora y le entregó el sobre al jefe de Kayla.
–¿Le importaría darle esto?
–Están jugando Texas y Kansas. ¿Por qué no se queda a ver el partido y se lo da usted mismo?
–Se lo agradezco, pero me voy de viaje –contestó Ry dejando el sobre en la barra.
–Como quiera –contestó el dueño del local encogiéndose de hombros y guardándose el sobre.
Ry asintió y se fue.
Kayla entró corriendo en la barra, abrochándose el delantal a la espalda.
–Siento mucho llegar tarde, Pete. Mi madre me ha llamado justamente cuando estaba saliendo por la puerta –se disculpó.
Acto seguido, se fue a un extremo de la barra y comenzó a colocar los cubiertos y las servilletas, algo que le gustaba hacer antes de que llegaran los clientes.
Pete se colocó enfrente de ella por el otro lado y se quedó mirándola.
–Ha venido tu novio hace un rato.
–Ya sabes que yo no tengo novio –rió Kayla.
–Sí, el vaquero.
–Pobrecillo, me da pena –contestó Kayla dejando las servilletas a un lado.
–¿Por qué?
Kayla se quedó pensativa, intentando dilucidar por qué aquel hombre le inspiraba compasión, y se encogió de hombros.
–No lo sé. Parece triste, como si necesitara un amigo.
–A mí me parece que sólo es un borracho.
–No, tiene problemas y está intentando solucionarlos con el alcohol, pero no es un borracho –opinó Kayla–. Seguro que esta mañana el pobre se ha levantado con una buena resaca –añadió recordando cómo lo había dejado la noche anterior.
–No tenía tan mal aspecto –le dijo Pete entregándole un sobre–. Ha dejado esto para ti.
Kayla miró el sobre, vio el logo del Driskill Hotel con su nombre escrito en el centro y se preguntó por qué el vaquero le habría dejado una nota.
Se encogió de hombros mientras se guardaba el sobre en el bolsillo del delantal.
–¿No lo vas a abrir?
Kayla colocó otra servilleta sobre la barra y puso un tenedor y un cuchillo dentro.
–Supongo que no será más que una nota dándome las gracias. Ayer, cuando terminé de trabajar, me lo encontré en la calle. No era capaz de tenerse en pie, así que lo acompañé hasta su hotel.
–¿Y?
Kayla golpeó a su jefe cariñosamente con los cubiertos en la cabeza.
–Y nada más –contestó.
–Demuéstramelo –dijo Pete cruzándose de brazos.
–¿Y cómo quieres que te lo demuestre? –preguntó Kayla.
–Lee la nota –contestó Pete–. En voz alta.
–Muy bien –accedió Kayla abriendo el sobre.
Acto seguido, se quedó mirando el interior con los ojos muy abierto.
–¿Qué es?
–Un cheque –contestó Kayla mirando a su jefe–. Un cheque de treinta mil dólares.
–A ver –dijo su jefe arrebatándoselo de las manos–. Será una broma. Si ese vaquero tiene treinta mil dólares para regalar… madre mía –murmuró al leer quién era el titular del cheque–. ¿Pero tú sabes quién es ese hombre?
Kayla intentó recuperar el cheque, pero Pete no se lo devolvió.
–Es el doctor Ry Tanner, el cirujano plástico –le dijo–. Madre mía, Kayla –rió–, ¡te has ligado a un millonario!
Kayla apretó los dientes y le quitó el cheque.
–Yo no me he ligado a nadie –le aseguró mirando el cheque de nuevo–. Treinta mil dólares –murmuró confusa–. ¿Por qué me iba a dar treinta mil dólares?
–Y yo que sé, pero a caballo regalado no le mires el diente. Acepta el dinero.
–No –contestó Kayla guardándose el cheque en el bolsillo–. No puedo aceptar treinta mil dólares. Una propina de cincuenta dólares sí, pero esto no. Se lo voy a devolver.
Pete la miró sorprendido.
–¿Te has vuelto loca? ¡Quédatelo! A él no le importará porque tiene mucho dinero.
–Me da igual que tenga mucho dinero, pero yo no acepto regalos así –contestó Kayla desabrochándose el delantal–. Ahora mismo vuelvo.
–¿Adónde vas?
–Al Driskill.
Kayla salió del ascensor y fue corriendo hacia la puerta de la suite de Ry, ansiosa por devolverle el cheque y volver al trabajo.
Llamó a la puerta con los nudillos, se cruzó de brazos y esperó. Transcurridos unos segundos, volvió a llamar con más fuerza.
En ese momento, pasó una camarera y la miró con curiosidad. Kayla sonrió educadamente y siguió