metido la pata llamándote Michel en lugar de Su alteza real?
–Cuando éramos niños, nunca hubo ese protocolo entre nosotros –contestó moviendo la cabeza–. No quiero que lo haya ahora. De todas formas, no creo que las formas de cortesía sean lo más apropiado entre nosotros, dadas las circunstancias.
Aquello le cayó como un jarro de agua fría y la devolvió a la realidad. Por muy atractivo que le pareciera Michel, estaba fuera de su alcance ya que estaba prometido con Eleanor. Si Caroline tenía éxito en su misión para salvar a su hermana de semejante compromiso, a ella no le serviría de nada. Seguro que él no querría nada con ninguna de las dos después del engaño.
–¿Cómo están Lorne y Adrienne? –preguntó para distraerse.
–Mi hermano es el mejor rey que ha tenido jamás Carramer. Está enamoradísimo de Allie, su mujer, que es australiana, con la que tiene una hija, Aimee, hermana del heredero Nori, que tiene seis años.
Caroline no pudo evitar sentir cierta envidia. Lorne siempre había sido el distante, el que tenía demasiadas obligaciones como heredero como para jugar con las gemelas. Era la última persona de quien Caroline esperaba oír que estaba muy enamorado.
–Me alegro por él –dijo sinceramente–. ¿Y tu hermana?
–Adrienne está en París, en una conferencia internacional de cría de caballos. Creo que ella y Caroline todavía se escriben –contestó pensando en su adorada hermana.
–Qué pena que no esté. Me apetecía verla.
–No te preocupes, se va de vacaciones a la Provenza, pero volverá dentro de un par de meses.
–Quería decir que esperaba verla antes –corrigió Caroline. Michel no sabía que ella no pretendía quedarse tanto tiempo, pero él creía que había ido para quedarse–. ¿Sigue viviendo en la capital?
–Sí, pero no en el palacio. Como Lorne está felizmente casado, Adrienne dijo que el país no necesita dos primeras damas, así que se fue a vivir sola. Aun así, va mucho al palacio, más que yo.
–Supongo que tú estarás muy ocupado gobernando tus dos islas.
–Es una excusa como otra cualquiera para mantenerme alejado –contestó con un tono extraño.
Caroline sabía que Michel era el ligón de los hermanos, el playboy del que todo el mundo hablaba y no le debería haber sorprendido que a él no le gustara que su hermano intentara meterle en vereda, pero por alguna extraña razón le molestó. Parecía haber algo más.
–Cuéntamelo todo de Eleanor Temple –instó Michel.
Por un momento, se quedó pálida temiendo que la hubiera descubierto, pero se dio cuenta de que el empleo de la tercera persona era una costumbre real.
–¿Qué quieres saber?
–Lo normal. ¿Dónde fuiste cuando te fuiste de Carramer? ¿Qué hiciste? ¿Cómo es que tu hermana terminó trabajando con flores y tú te hiciste modelo? Adrienne me leía las cartas de Caroline, así que sé algo, pero no todo.
No le gustaba tener que mentirle, así que decidió ser todo lo sincera que podía.
–Cuando nos fuimos de aquí, nos fuimos al norte de Australia, donde papá se dedicó a estudiar el arte y la cultura de los aborígenes. Creí que tendría clima tropical, como Carramer, pero la mitad del año había monzón y la otra mitad era árido y había polvo por todas partes. Era polvo rojo y bromeábamos diciendo que nos íbamos a convertir en pieles rojas.
–Y os convertisteis en mujeres hermosas –dijo sacando un ejemplar del World Style en el que salía Eleanor. Una de las páginas, en las que salían las dos gemelas en casa de su abuela en California, estaba doblada.
Le contó que habían heredado la casa.
–Yo tengo allí mi base como modelo y Caroline tiene allí su negocio de flores.
–Seguís siendo iguales, aunque Caroline lleva el pelo diferente –comentó Michel mirando la fotografía y luego a ella.
Caroline pensó que, si hubiera sido Eleanor, se habría sentido molesta por las continuas referencias a su gemela, pero a ella le pareció confuso.
–A Caroline siempre le gustaron las cosas más sencillas.
–Yo diría más bien que es natural, no sencilla –contestó acariciando la foto.
–Seguro que Caroline diría lo mismo –contestó sinceramente. Habiendo pasado su infancia en contacto con la naturaleza y con pueblos sencillos, valoraba más a la gente que a los bienes materiales. Miró hacia otro lado para que él no se diera cuenta de lo mucho que aquel comentario le había emocionado. El sentirse comprendida era conmovedor, pero peligroso. Él debía comprender a Eleanor, no a Caroline.
–Después de Australia, vivimos un tiempo en Vila, en Vanuatu, luego en un poblado cerca del río Sepik, en Papua Nueva Guinea y luego papá nos volvió a llevar a los Estados Unidos para que siguiéramos estudiando y decidimos instalarnos allí –dijo con un hilo de voz.
–Suena como si vuestro estilo de vida ya hubiera sido toda una forma de educación.
–Mi padre quiso que siguiéramos estudiando por correspondencia estuviéramos donde estuviéramos, pero… –dejó la frase sin terminar.
–Vosotras hubierais preferido un hogar y una vida más normal –sugirió Michel con certeza.
–Me daban envidia los niños que nacían y crecían en el mismo lugar. Ellos sabían quiénes eran y tenían un hogar –contestó Caroline.
–Ahora, tu hogar está aquí –apuntó Michel con una decisión que le llegó a Caroline al corazón. Por un momento, deseó… se lo quitó de la cabeza rápidamente. Era Eleanor la que debía de estar allí y lo que Caroline deseara no tenía importancia.
–Michel, tenemos que hablar de eso –dijo Caroline desesperada.
–A su tiempo. Hemos llegado.
La limusina y las motos de escolta se pararon frente a un edificio que ella reconoció por la foto que Michel le había enviado a Eleanor. Se encontraban junto a una puerta de columnas de mármol italiano que iba perfectamente con la piedra color coral de la que estaba hecho el palacio. Había buganvillas de vivos colores por todas partes, cítricos y palmeras, jardines, lagunas, fuentes y cascadas.
Caroline se sorprendió de la rapidez con la que los recuerdos acudieron a su mente. Paseó la mirada a su alrededor y vio la pista de tenis en la que todos habían jugado tantas veces, vio el camino que llevaba hasta el embarcadero donde seguro que todavía seguían amarrados un buen número de yates esperando a que alguien fuera a la Isla de los Ángeles, como habían hecho las dos familias tantas veces.
–Sentí lo de tus padres –dijo Caroline.
–Fue todo un detalle por parte de tu padre enviar flores y llamar –dijo el Príncipe emocionado.
Ella le tocó la mano. Sus padres habían sido maravillosos y sintió mucho leer en una carta de Adrienne que habían muerto en un ciclón que había asolado la isla hacía doce años.
–Tu padre decía que éramos sus pequeñas princesas –dijo nostálgica.
–Él decía que Lorne debía casarse con una de vosotras y yo con la otra.
–¿Con cuál debía casarse Lorne?
–Contigo, por supuesto, porque eres la mayor. Él creía que yo debía casarme con la pequeña.
–¿Y tú qué pensabas? –preguntó Caroline recordando que aquella había sido su fantasía desde niña.
–Creo que el destino tiene su forma de hacer las cosas –contestó diplomáticamente–. Siempre que había algún acto especial, Lorne estaba fuera estudiando. Cuando tu padre preparó la ceremonia de desposorio, también, así que no hubo oportunidad.