Pippa Roscoe

Reclamada por el griego


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      Dimitri se dio la vuelta para mirarla.

      –¿Cómo pudiste… ocultármelo?

      Esa era la discusión que había esperado, la que había ensayado por las noches cuando supo, intuitivamente, que él volvería para reclamar a su hija. Por eso había dedicado horas, meses, a escribir cartas, a dejar por escrito sus pensamientos, sus vivencias y sus sensaciones desde que Amalia nació. Cartas que no había mandado y que nadie había leído porque las había dirigido al padre de su hija… y no conocía a ese hombre.

      –Te detuvieron por fraude a las pocas horas de marcharte de mi cama. ¿Cómo iba a ofrecerle el hijo que estaba esperando a un hombre que no conocía casi y que estaba en la cárcel?

      –Me encarcelaron injustamente –replicó él con rotundidad.

      –¡No podía saberlo! Cuando lo supe… –Anna gruñó con frustración–. Ya sabes lo que me dijeron. Será mejor que sigamos hablando de esto mañana por la mañana. Los dos necesitamos dormir. Al menos, yo lo necesito.

      No volvió a decir «por favor» en ningún momento. Sabía que cualquier indicio de debilidad sería como una mancha de sangre para los tiburones. Contuvo la respiración y esperó hasta que él asintió, casi imperceptiblemente, con la cabeza.

      Lo llevó por el pasillo hasta una habitación. Efectivamente, era la habitación más pequeña, pero estaba dispuesta a aprovechar todas las victorias que pudiera. ¿Eso la convertía en rastrera? Seguramente, pero estaba tan cansada que le daba igual.

      Sin embargo, no había estado preparada para ver ese cuerpo tan grande en esa habitación tan pequeña, no se había preparado para la oleada de recuerdos de la noche que pasaron bajo ese mismo techo.

      Él había irrumpido en su vida cuando estaba en su momento más bajo, cuando se había sentido impotente por las decepciones de sus dos padres, cuando solo había querido algo para sí misma por una vez en su vida, en una noche en la que no había querido anteponer las necesidades de los demás a las propias.

      Había intentado convencerse de que solo tomaría una copa, de que solo le permitiría un beso, de que solo habría caricias… Después del placer que él le había dado intentó convencerse de que solo quería una noche, pero había sido mentira.

      Hasta que se despertó sola. El dolor sordo que sintió en el corazón le había sofocado el placer y la necesidad temeraria de pasar una noche desaforada y furtiva, pero no se había arrepentido de aquella noche y jamás se arrepentiría porque le había dado a Amalia.

      Dimitri miró alrededor. Esa habitación era poco mayor que la celda de la cárcel, pero el agotamiento que había visto en los ojos de Anna le había llegado al alma. Había ido hasta allí dispuesto a todo, dispuesto a arrebatarle a su hija a una madre que no podía ocuparse peor de ella. Sin embargo, se había encontrado con una mujer muy hermosa y que protegía a su hija con uñas y dientes, una mujer que la había criado sola, como había hecho su propia madre. Debería incorporar esa información nueva a sus planes antes de intentarlo otra vez. Anna, como si hubiese adivinado su decisión, se retiró en silencio y él se sentó en el asombrosamente cómodo colchón.

      Seguramente, en ese momento, David estaría sirviéndose un whisky del minibar del hotel, pensó David mientras se quitaba los zapatos. Sin embargo, no se habría cambiado por él. Iba a dormir a menos de veinte metros de su hija y sabía que no volvería a perderla de vista nunca más.

      Un estruendo lo despertó del irregular sueño en el que había caído. El terror lo dominó por completo hasta que vio las flores del papel pintado y notó lo suave que era el colchón. No estaba otra vez en la cárcel. Esperó un momento para recuperar el aliento y para apaciguar la adrenalina.

      Entonces, volvió a oír el estruendo y su hija empezó a llorar. ¿Podía saberse…?

      Se levantó de un salto, salió al pasillo… y se encontró con Anna.

      –Anna, ¿qué…?

      –Vuelve a la cama –susurró ella en tono áspero–. Por favor, es que…

      Llegó otro estruendo del piso de abajo y esa vez incluía el sonido de cristales rotos.

      Vio que Anna ponía una expresión de pánico antes de que desapareciera por las escaleras. Amalia ya estaba llorando frenéticamente y fue a su cuarto. ¿La tomaba en brazos? ¿Eso la calmaría o haría que llorara más?

      Tenía la carita congestionada y unos lagrimones le caían por las mejillas. Los alaridos de su hija le encogieron el corazón y la tomó sin hacer caso de la punzada de dolor que sintió cuando ella quiso evitarlo con una fuerza que le sorprendió.

      La estrechó contra el pecho y siguió los pasos de Anna hasta la barra que había en el piso de abajo. Creía que estaba preparado para cualquier cosa que pudiera encontrarse, pero no lo estaba.

      Anna estaba de rodillas delante de una mujer baja y pelirroja que intentaba quitársela de encima.

      –Mamá, por favor, tienes que marcharte.

      –Me dejaste con ese hombre…

      –Conoces a Eamon, mamá.

      Dimitri observó mientras la madre de Anna intentaba levantarse de la butaca y casi conseguía apartar a su hija de un empujón, hasta que Anna también se levantó y la agarró de los hombros.

      –Mamá, por favor, es tarde y has despertado a Amalia.

      Por un instante, pareció que daba resultado.

      –Mi preciosa Amalia…

      Entonces, vio a Dimitri y desapareció todo el control que Anna había podido tener sobre su madre. Volvió a empujar a Anna, que se desequilibró y tuvo que apoyar una rodilla en el suelo. Luego, dio un par de pasos titubeantes hacia Dimitri, que se giró para proteger a la niña y extendió un brazo.

      –¡Basta! –la mujer se detuvo en el acto–. Anna, llévate a Amalia al piso de arriba.

      Pareció como si Anna fuese a discutirlo, pero se lo pensó mejor. Tomó a su hija y sus pieles se rozaron por primera vez desde aquella noche de hacía tres años. Dimitri no hizo caso de las punzadas que sintió en las manos y observó con incertidumbre y cierta preocupación que Anna desaparecía por la escalera.

      Luego, miró fijamente a la mujer que tenía delante. El color de la piel y el pelo no se parecía al de su hija, pero sí captó algo que debió de hacer que fuese hermosa cuando era más joven, sobre todo, en los preciosos ojos color musgo que lo miraban.

      Dimitri sabía lo que el alcohol podía hacerle a una persona y la prisión que podía llegar a ser. Algunas personas respondían a la persuasión afable, pero ya había pasado el momento de eso.

      –Voy a traerle un poco de agua y va a dormir aquí, en el sofá.

      No iba a permitir que subiera cerca de su hija o de Anna. Mary fue a quejarse, pero él arqueó una ceja y la disuadió.

      –Señora Moore, no me ponga a prueba. Ya ha hecho bastante daño por hoy.

      Ella no se había dado cuenta, todavía, de cuánto.

      Mary se sentó a regañadientes en el sofá y Anna asomó la cabeza por encima del pasamanos, pero él levantó una mano para que no bajara más. Sabía que, si volvía a aparecer, eso volvería a alterar a la mujer que estaba en el sofá.

      Anna le dio las gracias con los labios y con una mirada triste y desapareció. La compadeció un instante porque no sabía lo que estaba a punto de suceder.

      Esperó a que Mary cayera en un profundo sueño y sacó el móvil del bolsillo. David contestó al segundo tono.

      –Necesito que hagas un par de cosas. Necesito a alguien que se haga cargo indefinidamente de la casa de huéspedes y necesito una lista de las clínicas de rehabilitación que estén lo más lejos posible de este pueblo, y las necesito antes de las diez de la