Cecilia González

Narcosur


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argentinos ejecutados como en tiempos de la dictadura militar; a una mafia de adulteración de medicamentos con sospechas de lavado de dinero en campañas presidenciales.

      El común denominador de todas las historias era la penetración del narcotráfico mexicano en Argentina.

      En los meses siguientes al descubrimiento del laboratorio, seguí con detalle todas las novedades del caso que la prensa bautizó como “la ruta de la efedrina”. La historia era muy atractiva. A cada rato aparecían nuevos elementos. Cada vez que iba a México y contaba algún episodio, mis amigos me decían que tenía que escribir un libro. Yo me negaba. Me daba miedo porque me parecía un tema demasiado escabroso. No quería saber nada del narcotráfico. Podía seguir entretenida con mi trabajo diario de corresponsal, que no era poco.

      Mi percepción cambió el 7 de agosto de 2010, durante unas vacaciones en la ciudad de México, cuando participé en la marcha “Los queremos vivos”, una movilización organizada por varios compañeros desde las redes sociales para denunciar los impunes y numerosos asesinatos de periodistas como uno de los efectos visibles de la irresponsable guerra contra el narcotráfico del presidente Calderón.

      Teníamos muchas dudas sobre la capacidad de convocatoria que tendría una protesta inédita, porque nunca antes los periodistas mexicanos nos habíamos organizado de esa manera. La incertidumbre mutó en emoción cuando vimos cómo el Ángel de la Independencia (nuestro Obelisco) se colmó de trabajadores de distintos periódicos, radios, televisoras, agencias de noticias y medios alternativos. A las doce y quince del mediodía empezamos a caminar por Paseo de la Reforma, muchos ruborizados porque no nos gusta “ser la nota”, pero obligados, justamente, porque el asesinato de alguno de nosotros es una de las noticias más desoladoras que podemos dar.

      Con el apoyo de hombres y mujeres de diversas organizaciones sociales, funcionarios y ciudadanos, repartimos comunicados, alzamos pancartas y caminamos decenas de cuadras hasta llegar a la Secretaría de Gobernación (equivalente al Ministerio del Interior). Decidimos que no podíamos paralizarnos; tampoco exigir condiciones de privilegio, solo protección y justicia. El tsunami de violencia desatado en México había convertido a los periodistas en nuevas víctimas, cuyos rostros exhibimos en una larga manta a imagen y semejanza de las que cargan los organismos de derechos humanos en Argentina con sus miles de desaparecidos. El motivo por el que estábamos ahí era triste e indignante. Al mismo tiempo, bajo el agobiante calor de ese mediodía sabatino, rondaba una sensación de alegría y orgullo por participar, por alzar la voz, por hacer algo.

      Pese al temor de sufrir represalias en los medios en los que trabajamos, pese a las críticas de muchos colegas que decidieron no sumarse y a la desconfianza que hubo en torno a la movilización, terminamos satisfechos. Sin sentirnos héroes, apenas ciudadanos ejerciendo nuestro derecho a reclamar y a defender la libertad de expresión como un bien social. Con un debate pendiente para definir la ruta a seguir y los mecanismos de seguridad para trabajar en un desconocido clima de violencia extrema.

      En esa marcha mi miedo desapareció. Me di cuenta de que, en Buenos Aires, yo reporteaba en condiciones de privilegio, a diferencia de los riesgos reales que enfrentaban otros periodistas en medio del campo de batalla en el que se habían convertido varias ciudades de mi país. Algunos me contaron que trabajaban sin seguro médico o de vida, sin cuidado alguno por parte de sus medios, autocensurándose por seguridad, amenazados de muerte. Amedrentados por todos lados: por los narcotraficantes y por un gobierno que, ante cualquier crítica, denuncia o esfuerzo por mostrar la complejidad de una realidad que no se podía resumir en “buenos” y “malos”, los acusaba de hacer apología del delito.

      Y sin embargo, seguían reporteando.

      Después de ese viaje, volví a Buenos Aires y participé en un foro de periodismo de investigación en el que predominó el debate sobre la violencia que padecían los periodistas mexicanos. El tema del narcotráfico tocaba con insistencia a mi puerta y ya no tenía más remedio que abrirle.

      “Hay historias que nos buscan” me dijo de una manera casi poética Marcela Turati, una de las mejores periodistas mexicanas, cuando le conté las dudas que aún tenía sobre esta investigación. Hablamos sobre las paradojas, porque se supone que los periodistas siempre estamos a la caza de crónicas interesantes, pero es verdad que, a veces, son las propias historias las que nos encuentran.

      Asumí entonces un compromiso ético con mis colegas. Yo tenía en mis manos la historia de la ruta de la efedrina y la sombra de los carteles mexicanos en Argentina. Mi deber como periodista era contarla.

      Desde su primera edición, este libro se convirtió en mi granito de arena, mi aporte para tratar de explicar la expansión y el fortalecimiento del narcotráfico, un negocio que se consolida a escala global al amparo del poder político que casi nunca llega a ser identificado por completo. Mi investigación me permitió hablar en Argentina de las consecuencias de la guerra contra el narcotráfico, de cómo México sufre una de las grandes tragedias latinoamericanas de este siglo, con sus decenas de miles de muertos y desaparecidos; de cómo se convirtió en uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo. Desde Buenos Aires, me sumé a la campaña para denunciar la persecución a los periodistas mexicanos no por un interés corporativo, ni porque seamos más importantes que el resto de las víctimas, sino porque lo que está en riesgo es la libertad de expresión, el derecho de los ciudadanos a informarse para entender su realidad y tomar decisiones. Con el tiempo, la situación se ha agravado. Mientras escribo, el periodismo mexicano sigue de luto por la muerte de Rubén Espinosa, un fotógrafo veracruzano de treinta y un años ejecutado el 31 de julio de 2015 en la ciudad de México junto con cuatro mujeres, entre ellas, defensoras de los Derechos Humanos. Con él, suman ya ochenta y ocho los periodistas asesinados. Tememos que no será el último.

      Durante cinco años, a partir del descubrimiento del laboratorio de metanfetaminas, hablé con jueces, policías, abogados, fiscales, académicos, funcionarios de ambos países, periodistas y familiares de los supuestos narcos. Leí decenas de libros y revisé cientos de diarios. Estudié expedientes que a veces prefería cerrar, porque me demostraban la existencia de un submundo delincuencial que nos rodea a todos los ciudadanos, que es una amenaza real. Al final del recorrido, supe que no tendría todas las respuestas. Las investigaciones policiales no han logrado desenredar todos los nudos. Hay criminales prófugos, quedan muchas dudas, faltan pruebas y varios juicios están estancados.

      Lo que sí me quedó claro fue que, como cualquier otra gran empresa multinacional, los carteles mexicanos se han internacionalizado y diversificado. Y en ese proceso, Argentina se convirtió en una nueva y disputada plaza.

      Buenos Aires, agosto de 2015

      La imagen difundida en video y fotos por el gobierno mexicano convocaba a la codicia y a la incredulidad.

      Era una montaña de billetes nunca antes vista en un operativo contra el narcotráfico.

      Pero lo que se robó las cámaras fue la exposición de 205 564 763 dólares que formaban largas filas detrás del resto de los billetes y que estaban custodiados por un cartel de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) de México. Contarlo con precisión y en medio del asombro requirió de un trabajo de más de 24 horas.

      Nunca antes, en ningún otro país, se había decomisado tal cantidad de dinero en efectivo.

      La colosal fortuna fue encontrada el 15 de marzo de 2007 en una residencia de Las Lomas de Chapultepec, una colonia de millonarios enclavada en el poniente