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E-Pack Bianca y Deseo septiembre 2020


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recordó algo que Damon le había dicho sobre su joven prima, Celeste. Aquella boda era su primera incursión en el mundo laboral tras una larga batalla contra la leucemia. Y él no quería ser quien lo estropeara.

      –De acuerdo, no le diga nada a Celeste hasta que encuentre un alojamiento seguro. Daré una vuelta y veré qué puedo encontrar.

      Él se dedicaba a arreglar problemas, ¿verdad? Esa era su especialidad, arreglar problemas que nadie más podía arreglar.

      Y arreglaría este o moriría en el intento.

      Joe volvió a salir al sol y pasó casi una hora frustrándose más y más cada vez al ver que no había ningún alojamiento libre. Le resbalaban gotas de sudor por la frente y la espalda. Durante un momento sopesó incluso la posibilidad de hacer una oferta para comprar una propiedad para no enfrentarse a la alternativa de compartir habitación con su exmujer. Desde luego, tenía dinero para comprar todo lo que quisiera.

      Excepto la felicidad.

      Excepto la paz de espíritu.

      Excepto la vida de su hijita…

      El teléfono estaba casi sin batería cuando finalmente reconoció la derrota. No había nada disponible en un radio razonable. El destino había decidido que Joe compartiera habitación con Juliette.

      Pero tal vez había llegado el momento de hacer algo respecto a su matrimonio. Mantener las distancias no había solucionado nada.

      Tal vez aquella fuera una oportunidad para ver si había algo que él pudiera hacer o decir para poner un broche definitivo a su situación.

      Joe volvió a la zona de recepción y la joven recepcionista le dedicó una sonrisa de «ya te lo dije».

      –¿No ha habido suerte? –le preguntó.

      –No –la suerte y Joe nunca habían sido buenos amigos. Enemigos, más bien

      –Aquí tiene su llave –la recepcionista se la dio–. Espero que disfrute de su estancia.

      –Gracias –Joe agarró la llave y se dirigió al ascensor.

      ¿Disfrutar de su estancia? Le daba terror volver a ver a Juliette sabiendo que era en gran medida responsable de su dolor, de su enorme tristeza. Pero al menos así, en la intimidad de su suite podría hablar con ella sin público. Le diría lo que tenía que decirle… y así los dos podrían seguir adelante con sus vidas.

      JULIETTE se dio una ducha refrescante y se puso un esponjoso albornoz y un toalla a modo de turbante en el pelo. El albornoz tenía sus iniciales bordadas en la pechera derecha: J.A. Y era una pena, porque el albornoz era divino y odiaba la idea de tener que regalarlo. Pero a lo mejor cuando volviera a casa podría quitarle las letras y bordarle J.B.

      Estaba claro que la organizadora de la boda había tirado la casa por la ventana. Había bombones artesanos con los nombres de los novios en la mesilla de noche, además de botellas de agua con la foto de la feliz pareja. Resultaba difícil mirar la sonrisa feliz de su amiga en la foto y no sentir envidia. ¿Por qué no pudo encontrar ella un hombre que la amara como Damon amaba a Lucy?

      Juliette había creído que su ex, Harvey, la había amado. ¿Cómo había podido estar tan ciega tanto tiempo? Harvey había dicho tantas veces aquellas dos palabras y, sin embargo, no habían significado nada.

      Ella no había significado nada.

      Y Joe tampoco la había amado, pero al menos no le había mentido al respecto. Su relación no había sido por amor, sino una solución conveniente al problema de su embarazo accidental. Un matrimonio por deber. Un acuerdo sin amor para ofrecerle un hogar seguro y un futuro a su hijo. Juliette lo supo desde el principio, pero de todas formas se casó con él porque no podía soportar la expresión de decepción de sus padres. La decepción que había visto en sus rostros durante toda su vida, en cada informe del colegio, cada resultado de los exámenes, cada vez que no conseguía su aprobación… Cada vez que no conseguía alcanzar los estándares de sus hermanos mayores. Y sus padres, con sus múltiples carreras universitarias. Su misma existencia había sido un error. Era la hija de un matrimonio de edad media que creía que sus días de crianza habían terminado. Y realmente habían terminado, así que entregaron el cuidado de Juliette a una variedad de niñeras.

      Juliette se llevó la mano al vientre plano y sintió una punzada de dolor al pensar en la preciosa vida que había alimentado allí durante siete meses. Tal vez su bebé hubiera sido un accidente, pero jamás pensaría en Emilia como un error. Dios, no debería decir su nombre ni en la mente. Le producía demasiado dolor, demasiado angustia pensar en su cuerpecito arrugado sus bracitos que nunca la abrazarían…

      Juliette se centró en lo que tenía que hacer, decidida a controlar sus emociones. Tenía que seguir adelante, procesar el dolor de la mejor manera posible. Parte del proceso era superar aquel fin de semana y darle los papeles del divorcio a Joe.

      Seguía pensado qué vestido ponerse para la copa y el ensayo y tenía las opciones desplegadas sobre la cama. Una cama muy grande con almohadas suaves y sábanas de algodón egipcio. Se parecía a la cama en la que Joe y ella habían tenido aquella aventura que había desafiado la escala de Richter del sexo.

      Una noche que no podía borrarse de la cabeza ni del cuerpo.

      Se apartó de la cama y agarró la bolsita de maquillaje de la maleta abierta. Necesitaba una armadura, y no solo del tipo cosmético. Necesitaba una armadura de rabia. La rabia era ahora su amiga. Su constante compañía. Bullía en su pecho como la lava de un volcán en erupción. La rabia era su manera de atravesar la capa de desesperación que casi acabó con ella tras perder a su bebé al séptimo mes de embarazo. Una desesperación tan profunda que había arrancado de su vida hasta la última partícula de luz. La felicidad era algo que vivían los demás. Ella no. Nunca. Una parte de ella había desaparecido.

      Estaba rota. Hecha añicos.

      Y nada ni nadie podría recomponerla.

      Juliette iba de camino al baño desde la habitación para maquillarse cuando escuchó que llamaban a la puerta de la suite con energía. Pensó que se trataría del servicio de habitaciones que traía el té que había pedido hacia un rato.

      –Adelante –dijo en voz alta–. Déjelo sobre la mesa. Gracias.

      Y volvió a entrar en el baño y cerró la puerta.

      Escuchó cómo se abría la puerta de la suite y el sonido de lo que parecía un carro. Luego la puerta volvió a cerrarse con fuerza.

      ¿Tendría que haberle dado una propina al camarero? Seguramente no, porque iba vestida con un albornoz, aunque fuera la tela más suave que le había rozado jamás la piel. Y tampoco es que tuviera mucho dinero para andar repartiendo propinas. Se negaba por principio a tocar la obscena cantidad de dinero que Joe ingresaba cada mes en su cuenta bancaria. ¿Dinero culpable?

      No. Aquellos eran fondos de alivio. Del alivio de Joe. No había llegado a tiempo para el parto, pero cuando llegó media hora más tarde, Juliette no vio a un padre afligido por la muerte de su hija. Vio el alivio reflejado en sus facciones. Vio a un hombre aliviado porque la farsa de su matrimonio ahora tenía una excusa para terminar.

      Su bebé había muerto, y con ella toda esperanza de seguir juntos.

      Habían sido una mala pareja desde el principio. ¿No lo había sabido Juliette a cierto nivel? Joe era sofisticado y superinteligente. Un hombre hecho a sí mismo que solo rendía cuentas ante él. Su frío distanciamiento la había atraído peligrosamente como una polilla a la luz de una vela.

      Y al final la había quemado. Incluso después de tres meses viviendo juntos como marido y mujer, Joe siempre mantenía una distancia emocional, lo que había reforzado todos los miedos que Juliette albergaba respecto a sí misma. Reflejaba la distancia emocional que había vivido con sus padres cuando era niña. La sensación de no ser suficiente para ellos, ni lo bastante inteligente ni lo bastante guapa.