Leon Trotsky

Historia de la Revolución Rusa Tomo II


Скачать книгу

la contrarrevolución burguesa.

      Pero si es así, ¿obraron acertadamente los bolcheviques al adherirse a la manifestación y tomar sobre sí la responsabilidad de la misma? El 3 de julio, Tomski comentaba del siguiente modo el pensamiento de Lenin: «En el momento actual, no se puede hablar de acción si no se desea una nueva revolución». ¿Cómo se explica, en este caso, que el partido, ya unas horas después, se pusiera al frente de la manifestación armada sin incitar por ello a una nueva revolución? El doctrinario verá en esto una inconsecuencia o algo peor aún: una prueba de ligereza política. Así enfoca la cosa, por ejemplo, Sujánov en sus Memorias, en las cuales dedica no pocas líneas irónicas a las vacilaciones de la dirección bolchevista. Pero las masas no intervienen en los acontecimientos por las órdenes doctrinarias que se les den desde arriba, sino cuando estas órdenes encajan en su propio desarrollo político. La dirección bolchevique comprendía que sólo una nueva revolución podía modificar la situación todavía. La dirección bolchevista veía claramente que era preciso dar a las reservas pesadas el tiempo necesario para sacar conclusiones de su acción aventurada. Pero los sectores avanzados sentían el impulso de lanzarse a la calle precisamente bajo la acción de dicha aventura. Al mismo tiempo, el profundo radicalismo de sus fines se combinaba en ellos con ilusiones respecto a los métodos. Las advertencias de los bolcheviques no surtían efecto alguno. Los obreros y soldados de Petrogrado podían sólo contrastar la situación con ayuda de la, propia experiencia. La manifestación armada sirvió de prueba. Pero ésta, contra la voluntad de las masas, podía convertirse en combate general, y por ello mismo, en combate decisivo. En esas circunstancias, el partido no se atrevió a quedarse al margen. Lavarse las manos en el agua de las reflexiones estratégicas hubiera equivalido a entregar a los obreros y soldados a merced de sus enemigos. El partido de las masas debía colocarse en el mismo terreno en que se colocaban las masas, para, sin compartir en lo más mínimo sus ilusiones, ayudarlas con el mínimo de pérdidas a asimilarse las conclusiones necesarias. Trotsky contestaba en la prensa a las críticas innumerables de aquellos días: «No juzgamos necesario justificarnos ante nadie de no haber permanecido al margen en actitud expectante, cediendo al general Polovtsiev la misión de “hablar” con los manifestantes; en todo caso, nuestra intervención no podía, en ningún modo, aumentar el número de víctimas ni convertir la manifestación armada caótica en insurrección política».

      En todas las antiguas revoluciones se halla el prototipo de las «jornadas de julio», por regla general, con un resultado distinto, desfavorable, muchas veces catastrófico. Esta etapa reside en la mecánica inferior de la revolución burguesa, por cuanto la clase que más se sacrifica por el éxito en esa última y más esperanzas cifra en ella, es la que menos obtiene de la misma. La regularidad del proceso es completamente clara. La clase poseedora que ha llegado al poder mediante una revolución se inclina a considerar que con ello la revolución ha cumplido ya su misión, y de lo que más se preocupa es de demostrar su buena fe a las fuerzas de la reacción. La burguesía «revolucionaria» provoca la indignación de las masas populares con las mismas medidas con cuya ayuda aspira a granjearse la buena disposición de las clases destronadas. El desengaño de las masas se produce muy pronto, antes aun de que la vanguardia de las mismas haya tenido tiempo de enfriarse de los combates revolucionarios. El pueblo cree que con un nuevo golpe puede completar o corregir los que ha hecho antes con insuficiente decisión. De aquí el impulso hacia una nueva revolución, sin preparación, sin programa, sin tener en cuenta las reservas, sin pensar en las consecuencias. De otra parte, el sector de la burguesía que ha llegado al poder, parece no esperar más que el impetuoso impulso de abajo para intentar acabar con el pueblo. Tal es la base social y psicológica de esa semirrevolución complementaria, que más de una vez en la historia se ha convertido en el punto de partida de la contrarrevolución triunfante.

      El 17 de julio de 1791 Lafayette ametralló en el campo de Marte a una manifestación pacífica de republicanos que intentaba dirigirse con una petición a la Asamblea nacional que amparaba la perfidia del poder real, del mismo modo que, 126 años después, los conciliadores rusos amparaban la perfidia de los liberales. La burguesía realista confiaba liquidar, mediante una oportuna represión sangrienta, al partido de la revolución para siempre. Los republicanos, que no se sentían aún suficientemente fuertes para la victoria, eludieron la lucha, lo cual era muy razonable, y se apresuraron incluso a afirmar que nada tenían que ver con los que habían participado en la petición, lo cual era, desde luego, indigno y equivocado. El régimen de terrorismo burgués obligó a los jacobinos a mantenerse quietos durante algunos meses. Robespierre buscó refugio en casa del carpintero Duplay, Desmoulins se ocultó, Danton pasó algunas semanas en Inglaterra. Pero, a pesar de todo, la provocación realista fracasó: las matanzas del campo de Marte no impidieron al movimiento republicano llegar al poder. Así, pues, la Revolución Francesa tuvo sus «jornadas de julio» tanto en el sentido político de la palabra como desde el punto de vista del calendario.

      57 años después, las «jornadas de julio» tuvieron lugar en Francia en junio y tuvieron un carácter incomparablemente más grandioso y trágico. Las llamadas «jornadas de junio» de 1848 surgieron de la Revolución de Febrero con una fuerza irresistible. La burguesía francesa proclamó en las horas de su victoria el «derecho al trabajo», de la misma manera que a partir de 1789 proclamara muchas cosas excelentes y que en 1914 juró que la guerra desencadenada aquel año era su última guerra. Del rimbombante «derecho al trabajo» surgieron los míseros talleres nacionales, donde 100.000 obreros, que habían conquistado el poder para sus patronos, percibían 23 sueldos diarios. Pocas semanas después, la burguesía republicana, generosa en frases pero avara en dinero, no encontraba ya palabras suficientemente ofensivas para los «holgazanes» que vivían de la ración de hambre que les suministraba la nación. En la abundancia de las promesas de febrero y en el carácter consciente de las provocaciones que precedieron a las jornadas de julio, aparecen los rasgos nacionales característicos de la burguesía francesa. Pero aun sin esto, los obreros de París, que se hallaban con el fusil al brazo desde febrero, no podían dejar de reaccionar ante las contradicciones existentes entre el programa pomposo y la mísera realidad, ante aquel contraste insoportable que repercutía diariamente en su ego y en su conciencia. Con frío cálculo, que casi no se preocupaba de disimular, Cavaignac dejaba que la insurrección creciera a los ojos de los dirigentes, a fin de poderla ahogar en sangre de un modo más decidido. La burguesía republicana mató a más de 12.000 obreros y metió en la cárcel a no menos de 20.000, para que los demás perdieran la fe en el «derecho al trabajo» que se les había prometido. Sin plan, sin programa, sin dirección, las jornadas de junio de 1848 se parecen a una poderosa e inevitable acción refleja del proletariado, cohibido en sus necesidades más elementales y ofendido en sus elevadas esperanzas. Los obreros insurreccionados no sólo fueron aplastados, sino calumniados. El demócrata de izquierda Flocon, correligionario de Ledru-Rollin, predecesores ambos de Tsereteli, aseguraba a la Asamblea nacional que los sublevados habían sido comprados por los monárquicos y los gobiernos extranjeros. Los conciliadores de 1848 no tenían ni tan siquiera necesidad de la atmósfera de la guerra para descubrir el oro inglés y ruso en los bolsillos de los revolucionarios. Era así como los demócratas preparaban el camino al bonapartismo.

      La gigantesca explosión de la Comuna era al golpe de Estado de septiembre de 1870 lo que las jornadas de junio a la Revolución de Febrero de 1848. La insurrección del proletariado de París en marzo no obedeció, ni mucho menos, a un cálculo estratégico. Dicha insurrección fue el resultado de una trágica combinación de circunstancias, completada por una de esas provocaciones en las cuales es maestra la burguesía francesa cuando el miedo estimula su malignidad. Contra los planes de la camarilla dirigente, que aspiraba ante todo a desarmar al pueblo, los obreros querían defender París, intentando convertirlo por primera vez en «su» París. La Guardia Nacional les daba una organización armada, muy afín al tipo soviético, y una dirección política, personificada en su Comité Central. Como consecuencia de condiciones objetivas desfavorables y de errores políticos, París se vio divorciado de Francia, incomprendido, no apoyado, en parte directamente traicionado por las provincias, y cayó en manos de los versalleses desmandados que tenían tras de sus espaldas a Bismarck y Moltke. Los oficiales depravados y derrotados de Napoleón III resultaron unos verdugos insustituibles al servicio de la tierna Mariana, a quien la bota de los prusianos acababa de librar de las caricias del falso Bonaparte. En la Comuna de París,