el fuego, que duró algunos minutos. Se produjo el pánico. Los obreros se dispersaron por las calles inmediatas. Los soldados se tiraron al suelo; no en vano muchos de ellos habían pasado por la escuela de la guerra».
Aquella Nevski de medianoche, con soldados de la guardia y de granaderos echados en el arroyo mientras sonaban las descargas, ofrecía un espectáculo fantástico. ¡Ni Puschkin, ni Gógol, cantores de la Nevski, se la representaban así! Sin embargo, el espectáculo, fantástico al parecer, era realidad: en el arroyo quedaron varios muertos y heridos.
En el palacio de Táurida había aquel día una agitación especial. En vista de la dimisión de los kadetes, ambos Comités ejecutivos, el de los obreros y soldados y el de los campesinos, discutían el informe de Tsereteli sobre la manera de lavar el abrigo de la coalición sin mojar la lana. Seguramente se habría acabado por descubrir el secreto de semejante operación, de no haberlo impedido los suburbios intranquilos.
Los avisos telefónicos relativos a la acción preparada por el regimiento de ametralladoras provocan muecas de rabia y de pesar en los rostros de los jefes. ¿Es posible que los soldados y los obreros no puedan esperar hasta que los periódicos publiquen la salvadora resolución? Miradas de reojo de la mayoría hacia los bolcheviques. Pero también para ellos es, esta vez, la manifestación algo inesperado. Kámenev y otros representantes del partido presentes acceden incluso a recorrer las fábricas y los cuarteles, después de la sesión diurna, con objeto de contener a las masas. Posteriormente, este gesto habría de ser interpretado por los conciliadores como un ardid de guerra.
Los Comités ejecutivos redactaron un manifiesto en el cual, como de costumbre, toda acción era calificada de traición contra la revolución. Pero ¿cómo había de resolverse la crisis del poder? Se encontró una salida: dejar el gabinete tal como había quedado después de la dimisión de los kadetes, aplazando la solución definitiva de la cuestión hasta que fueran llamados los miembros provinciales del Comité Ejecutivo. Aplazar las cosas, ganar tiempo para las propias vacilaciones. ¿Acaso no es ésta la más prudente de todas las políticas?
Los conciliadores sólo consideraban imposible dejar pasar el tiempo cuando se trataba de luchar contra las masas. Se puso inmediatamente en movimiento el aparato oficial para armarse contra la insurrección, que fue el nombre que se dio a la manifestación desde el primer momento. Los jefes buscaban por todas partes fuerzas armadas para la defensa del gobierno y del Comité Ejecutivo.
Distintas instituciones militares recibieron órdenes firmadas por Chjeidze y otros miembros de la mesa pidiendo que se mandaran al palacio de Táurida automóviles blindados, cañones de tres pulgadas y proyectiles. Al mismo tiempo, casi todos los regimientos recibieron la orden de mandar destacamentos armados para la defensa del palacio. Por si esto fuera poco, se telegrafió aquel mismo día al frente, al 5° Ejército, que era el que se hallaba más cerca de la capital, ordenando «el envío a Petrogrado de una división de Caballería, de una brigada de Infantería y de automóviles blindados».
El menchevique Voitinski, al cual se había confiado la misión de proteger al Comité Ejecutivo, ha dicho, en sus relatos retrospectivos, con toda franqueza, cuál era en aquellos días la situación real:
«El 3 de julio fue consagrado enteramente a la adopción de medidas para proteger, aunque no fuera más que con unas cuantas compañías, el palacio de Táurida... Hubo un momento en que no disponíamos absolutamente de ninguna fuerza. En las puertas del palacio de Táurida no había más que seis hombres, incapaces de contener a la multitud».
Y más adelante: «El primer día de la manifestación sólo disponíamos de 100 hombres; no contábamos con nada más. Mandamos comisarios a todos los regimientos con la petición de que nos facilitaran soldados para organizar el servicio de centinelas. Pero cada regimiento volvía la vista hacia el vecino para ver cómo había de proceder. Era preciso acabar a toda costa con este escandaloso estado de cosas, y llamamos tropas del frente». Sería difícil, aun proponiéndoselo, imaginar una sátira más malévola contra los conciliadores. Centenares de miles de manifestantes exigen la entrega del poder a los soviets. Chjeidze, que se halla al frente del sistema soviético, y que es por ello mismo el candidato a la presidencia, busca por todas partes fuerzas militares para lanzarlas contra los manifestantes. El grandioso movimiento en favor de la democracia es calificado por los jefes de ésta como un ataque de bandas armadas contra la democracia.
En aquel mismo palacio de Táurida se hallaba reunida, después de una prolongada pausa, la sección obrera del Soviet, la cual, en el transcurso de dos meses, mediante elecciones parciales en las fábricas, se había renovado hasta tal punto, que el Comité Ejecutivo temía, no sin fundamento, que los bolcheviques dominaran en la misma. La reunión de la sección, artificialmente aplazada, y convocada, al fin, por los propios conciliadores unos días antes, coincidió casualmente con la manifestación armada: los periódicos veían asimismo en esto la mano de los bolcheviques. Zinóviev desarrolló en su discurso, en una forma convincente, la idea de que los conciliadores, aliados de la burguesía, no querían ni sabían luchar contra la contrarrevolución, pues entendían por tal las fechorías aisladas de los «cien negros» y no la cohesión política de las clases poseedoras, con el fin de aplastar a los soviets, centros de resistencia de los trabajadores. El discurso dio en el blanco. Los mencheviques, al darse cuenta de que por primera vez se hallaban en minoría en los soviets, propusieron no tomar ningún acuerdo y recorrer los barrios obreros con el fin de mantener el orden. Pero ¡ya era tarde! La noticia de que han llegado al palacio de Táurida los obreros armados y los soldados del regimiento de ametralladoras provoca en la sala una extraordinaria excitación. Aparece en la tribuna Kámenev. «Nosotros —dice— nos hemos incitado a la acción; pero las masas populares se han lanzado a la calle por propia iniciativa... Y puesto que las masas han salido, nuestro sitio está junto a ellas. Nuestra misión consiste ahora en dar el movimiento un carácter organizado». Kámenev termina su discurso proponiendo que se designe una Comisión de 25 miembros encargada de dirigir el movimiento. Trotsky apoya esta petición. Chjeidze teme a la Comisión bolchevique e insiste inútilmente para que la cuestión pase al Comité Ejecutivo. Los debates toman un carácter tumultuoso. Convencidos definitivamente de que no tienen más que el tercio de los votos, los mencheviques y los socialrevolucionarios abandonan la sala. Esta táctica se convierte en la táctica favorita de los demócratas: empiezan a boicotear los Soviets a partir del momento en que pierden la mayoría en ellos. La resolución en que se incita al Comité Ejecutivo Central a hacerse cargo del poder es aprobada por 276 votos. No hay oposición. Se procede inmediatamente a elegir los 15 vocales de la Comisión. Se reservan 10 puestos para la minoría, puestos que nadie ocupará. El hecho de que saliese elegida una Comisión bolchevique significaba, para amigos y adversarios, que la sección obrera del Soviet de Petrogrado se convertía, a partir de aquel momento, en la base del bolchevismo. Se había dado un gran paso. En abril, la influencia de los bolcheviques se extendía aproximadamente a la tercera parte de los obreros petersburgueses; por aquellos días representaban en el Soviet un sector insignificante. Ahora, a principios de julio, los bolcheviques tienen en la sección obrera cerca de los dos tercios de delegados: esto significaba que su influencia entre las masas había adquirido un carácter decisivo.
De las calles adyacentes al palacio de Táurida afluyen columnas de obreros, obreras y soldados con banderas, cantos y música. Aparece la artillería ligera, cuyo jefe provoca el entusiasmo general al declarar que todas las baterías de su división están con los obreros. La calle en que está emplazado el palacio de Táurida y el muelle correspondiente al mismo están atestados de gente. Todo el mundo quiere acercarse a la tribuna situada en la puerta principal del palacio. Se presenta a los manifestantes Chjeidze, con el aspecto malhumorado del hombre a quien se ha arrancado inútilmente a sus ocupaciones. El popular presidente de los soviets es acogido con un silencio hostil. Con voz cansada y ronca, Chjeidze repite los lugares comunes habituales, que todo el mundo se sabe ya de memoria. No se dispensa mejor acogida a Voitinski, que ha acudido en su auxilio. «En cambio, Trotsky —según cuenta Miliukov—, que declaró que había llegado el momento de que el poder pasara a los Soviets, fue acogido con ruidosos aplausos...». Esta frase es falsa a sabiendas. Ningún bolchevique dijo entonces que «había llegado el momento». Un cerrajero de la fábrica Dinflou, situada en la barriada de Petrogrado, decía